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01/08/2016: Hernán Huergo: Conversando con Alfredo Pérez, Parte II


Una pasión de Alfredo: Julio Verne 

Cuando le pregunto a Alfredo por sus hobbies, no duda un instante su respuesta: "Leo mucho". Ya vimos que la ciencia ficción lo apasionó desde sus años adolescentes, la colección Más Allá, su amor por Julio Verne. Sin embargo, quedo con la impresión de que los nuevos autores no hacen palidecer a sus preferidos del pasado. Me nombra algunos: Theodore Sturgeon, Brian Aldiss, Philip K. Dick, John Brunner; no conozco a ninguno. Pero la adicción que comenzó con la Enciclopedia Jackson continúa con toda su furia. "Cuando digo que leo mucho, no hablo de literatura, me encanta todo lo que sea tecnología".

Dos años interesantes e intensos
Pero habíamos dejado a nuestro hombre en 1972, sin empresa, programador free lance más otros trabajitos. La sorpresa le cayó en junio de 1973. Esta vez no fue un amigo, o si lo hubo no se enteró quién fue. Un llamado telefónico le anunció que el flamante Ministro de Economía, José Ber Gelbard, lo quería incorporar al INDEC, organismo aún en su infancia y que lidiaba a brazo partido con la montaña de datos producida en el Censo de 1970. Alfredo no tenía ningún partidismo -en todo caso, aclara, podía sentirse más radical que otra cosa-, pero reconoce que fue muy bien tratado por sus empleadores. Su misión era ordenar el procesamiento de datos y en menos que lo que canta un gallo se convirtió en mano derecha del director, Jaime Schujman. "Fueron dos años interesantes e intensos".

En 1975, un ex Bull, Fernando Giménez Zapiola -que entre otros cargos había sido Gerente Financiero de Bull México-, comenzaba a florecer en Buenos Aires, destacándose con su conocida inmobiliaria. Pues bien, por si alguno no lo sabe, para un Bull no hay nadie mejor que otro Bull, o casi. Algo así como un clan de "amigos para siempre". "Cuatro o cinco de mis conocidos habían recalado en Giménez Zapiola", me cuenta. Casi en forma unánime recomendaron Time Sharing. El hombre indicado para incorporar a GZ era por supuesto Alfredo Pérez. Estuvo en GZ de septiembre de 1975 a diciembre de 1981.

En 1982 Fernando fue el alma mater de un invento que revolucionaría bastante el mercado. Se trataba del SOM, por el cual un grupo mayoritario de inmobiliarias compartirían información sobre oportunidades, repartiendo comisiones. Me atrevo a decir que para Alfredo fue cierta sorpresa ser elegido como el primer gerente general del nuevo emprendimiento. Sospecho también, cuando me dice: "No se terminaban de poner de acuerdo sobre qué era lo importante, si tener la propiedad o bien tener el candidato a comprarla", que su posición de gerente le debe haber traído unos cuantos dolores de cabeza. Pronto prefirió cambiar la posición de gerente por la de consultor independiente, asistiendo al SOM hasta 1987.

Fue por esa época que su amigo Pepe Fernández Pernas, por entonces Gerente de Sistemas del INDEC, lo recomendó como asesor de Dirección Provincial de Estadísticas. Era como volver a las fuentes.

Así, de trabajo en trabajo, siguió siendo consultor independiente hasta ser tomado, en 1996, por la organización en la que aún continúa, el INET, el Instituto Nacional de Educación Tecnológica. ¿Qué lugar puede haber mejor para alguien con pasión por la tecnología? "Todavía trabajo allí ocho horas por día y puedo tener esta entrevista porque estamos de vacaciones", me dice. "No sé, quizás me jubile en el futuro", añade. Encuentro en Linkedin lo que hace en el INET.

Me muestra con orgullo una de sus criaturas. El documento que definió, en 1999, "el perfil profesional y la estructura curricular básica para las ofertas del Trayecto Técnico Profesional que aquí se desarrolla".

Estábamos en SADIO, que antes mencioné como segundo apellido de Alfredo. Me cuenta la historia. 

En 1960 nacieron dos cosas al mismo tiempo: SADIO, la Sociedad Argentina de Investigación Operativa, inicialmente liderada por Durañona y Vedia; la otra, una iniciativa de Sadosky, convocó a las empresas para crear la Sociedad Argentina de Computación. Cuando ambas sociedades decidieron unirse bajo el nombre de Sociedad Argentina de Informática e Investigación Operativa, igual quedaron con el nombre registrado, no lo pudieron cambiar por SADIIO. Una suerte, hoy es la Sociedad Argentina de Informática.

Es evidente que ama a SADIO, es como un segundo hogar para él. "A veces nos juntamos aquí a charlar, como si fuera un club". Cincuenta y seis años con SADIO, una maravilla. Fue Tesorero un par de años. Vicepresidente de Oliveros durante otros cuatro años. Tengo esa imagen de tridente igual a SADIO desde hace tantos años: Alfredo Pérez, Héctor Monteverde y Alejandro Oliveros. Sé que son como fundadores, y hoy hay nuevos nombres, excelentes sucesores, pero soy uno de muchos que los considera sinónimo de SADIO. "Recuerdo muchas reuniones que hacíamos para aumentar el número de socios... Algunas JAIO eran deficitarias, otras dejaban resultados, pero a lo largo del tiempo SADIO pudo sobrevivir". 

De la entrevista hago un resumen de algunos amores profesionales de Alfredo en la imagen que sigue:
Los amores profesionales de Alfredo

Alfredo y Susana tienen seis nietos de sus tres hijos, tres niños y tres niñas. Podés jubilarte tranquilo, Alfredo, vas a tener un nuevo y poderoso hobby. 

¡Un placer conocerte mucho más, Alfredo!

2016.07.31: Eduardo Vila Echagüe: Prehistoria: la tarjeta perforada

[Capítulo 3 de La Informática y yo]

Prehistoria: la tarjeta perforada

Recuerdo aquel día de mayo de 1968 en que inventé un pretexto para no ir a la Ford y me presenté a dar examen en la IBM. Tal como ahora, había muchas figuras geométricas y series numéricas a completar. También había problemas simples de regla de tres con respuestas múltiples. Como buen ingeniero que era, llevaba mi regla de cálculo en el bolsillo, por lo que era cuestión de tomar los datos del problema y multiplicarlos y dividirlos en distinto orden hasta que diera una de las posibles respuestas. Las calculadoras de mano estaban prohibidas, pero los que vigilaban la prueba, seguramente ya feligreses de la nueva religión digital, miraron con desprecio este burdo instrumento analógico y no me dijeron nada. En consecuencia terminé de los primeros, y me pasaron al test psicológico. Sólo recuerdo que me preguntaron si prefería ser obispo o general. Tal vez era una forma sutil de saber si yo era bueno para el software o para el hardware, porque si me hubieran hecho la pregunta en esos términos, posiblemente ni la habría entendido. Seguramente mi respuesta estuvo dentro de lo aceptable, porque me comunicaron que me presentara a trabajar el 1 de julio.

En aquella época las empresas de computación no tomaban gente con experiencia. ¿De dónde la hubieran sacado, si recién se estaba inventando esta tecnología? Tomaban muchachos jóvenes, apenas salidos de la universidad, en grupos de 15 o 20, porque como había que enseñarles todo de cero les resultaba más a cuenta. Por supuesto, varones en su casi totalidad. Quizás porque a las mujeres les costaba dar la imagen típica del empleado de IBM en aquellos años, cuya indumentaria obligatoria era traje azul o gris oscuro, camisa blanca, zapatos negros bien lustrados (¡nada de mocasines!) y una sobria corbata. Es que en aquellos años aún las mujeres no sabían vestirse de hombres, como muchas hacen ahora para verse más ejecutivas.

Así que en el día señalado me presenté a la escuela de IBM, donde nos informaron que para empezar pasaríamos 2 o 3 meses en cursos teóricos, antes de que siquiera tocáramos una computadora (las que en Argentina, por si no lo saben, son de sexo femenino). Allí estábamos expectantes todos los
Tarjeta Hollerith de 80 columnas

candidatos a ser obispos o generales, pero que por el momento éramos solamente sacristanes o
reclutas. Finalmente nos ingresaron a una sala de clases a tomar nuestro primer curso: "La tarjeta y su diseño".

Allí nos contaron que todo había empezado cuando se hizo el censo de los Estados Unidos de 1880. En ese país la Constitución obliga a un censo cada 10 años, entre otras cosas para saber cuantos representantes le toca a cada Estado. Con el aumento explosivo de la población, terminaron de procesar los datos ya cerca de 1890, y se dieron cuenta de que si seguían así, el censo de 1890 lo terminarían después del 1900. Uno de los empleados de la oficina del censo llamado Hollerith ideó registrar los datos que recogían los encuestadores como perforaciones en tarjetas de cartulina. Se hacía pasar la tarjeta por una especie de cepillo metálico, y la corriente eléctrica pasaba por donde había hoyos y se interrumpía donde no los había. Gracias a este invento, el censo de 1890 se procesó en un par de años.

Años después se formó una empresa que a partir de este invento fabricó una serie de máquinas capaces de procesar la información de las tarjetas con fines comerciales, empresa que con el tiempo se convirtió en la IBM. Estas máquinas se denominaban genéricamente de registro unitario. Los datos se registraban mediante una máquina perforadora, donde una operadora digitaba el contenido de las planillas o documentos a ingresar. Para asegurarse que no hubiera errores otra operadora repetía la digitación en una máquina verificadora, y si había discrepancias se descartaba la tarjeta original y se perforaba una nueva.

Para procesar la información había lectoras y perforadoras de tarjetas, una tabuladora capaz de imprimir unas trescientas líneas por minuto, una calculadora para multiplicar y dividir, y una clasificadora para ordenar los lotes de tarjetas. Eran máquinas enormes, cada una de las cuales apenas cabría en el living de un departamento moderno. Se controlaban mediante un tablero con muchos hoyitos donde se enchufaban cables de colores. Era casi como si uno viera pasar los caracteres individuales. Si queríamos que el nombre del cliente, que ocupaba en la tarjeta las columnas 5 a 24, se imprimiera en las posiciones 31 a 50 de la salida impresa, había que conectar un cable desde el hoyo 5 de la entrada al 31 de la salida, otro del 6 al 32 y así hasta completar las 20 conexiones.

La tarjeta tenía, si no me engaña la memoria, 80 columnas y 12 filas. En cada columna se codificaba un dígito, una letra o un signo de puntuación; los dígitos con un hoyo, los demás con dos hoyos por columna. Es decir, la capacidad de una tarjeta no se medía en megabytes ni en kilobytes, sino que era simplemente de 80 caracteres, que aún no se llamaban bytes. Se guardaban en cajas de 2000 tarjetas, de dimensiones 40cm x 20cm x 10cm, con un peso de unos 5 kg. En lenguaje actual, 160 kilobytes.

El último pendrive que compré tiene 8 Gigabytes. Es tan chico que se me pierde a cada rato. Para guardar la misma cantidad de información en tarjetas, hubiera necesitado 4 millones de cajas de tarjetas, con un peso de unas 250 toneladas, más o menos lo que pesa un avión Jumbo. El avance de la tecnología podrá hacernos menospreciar las tarjetas, pero no olvidemos que durante la mayor parte del siglo XX, la información computacional de las principales empresas se almacenó en ese medio.

Si encontramos engorroso el guardar la información en tarjetas perforadas, nos sorprenderemos aún más al saber cómo se hacía para procesarla. Imaginemos como operaba un banco. Los datos básicos del cliente, como código, nombre y dirección se registraban en tarjetas llamadas maestras, que sólo se modificaban al dar de alta o de baja algún cliente. Para cada cuenta de los clientes había un segundo tipo de tarjeta con el código del cliente, el número de la cuenta y su saldo. Los movimientos en forma de cheques, retiros, depósitos, comisiones, etc, se digitaban diariamente en tarjetas llamadas de detalle, donde iba la fecha, el número de cuenta, el tipo de movimiento y el importe. ¿Se imagina la cantidad de movimientos diarios de un banco grande? Pues cada uno de ellos debía ser perforado y verificado esa misma tarde, porque el saldo tenía que estar actualizado a la mañana siguiente.

Durante la noche se clasificaban los movimientos por número de cuenta. Si usted está acostumbrado a clasificar las filas de su planilla electrónica seleccionándolas y apretando la opción correspondiente de un menú, olvídese. La clasificación se hacía dígito a dígito, empezando por el último y terminando por el primero. La clasificadora tenía un bolsillo de entrada y diez de salida. Después de cada pasada se recogían ordenadamente los diez lotes de salida, se juntaban y se volvían a ingresar, restándole uno a la columna de ordenamiento. Si eran 20.000 los movimientos, y la cuenta tenía 8 números, había que leer 160.000 tarjetas para poder ordenarlas.

A continuación en una lectora de tarjetas se ponían las cuentas y en otra los movimientos. Se leía la primera cuenta, luego todos los movimientos de la misma, se iba actualizando el saldo y finalmente se perforaba una nueva tarjeta de cuenta con el saldo actualizado. Y eso se hacía todos los días.
A fin de mes había que emitir los estados de cuenta. Para hacerlo había que volver a leer todos los movimientos del mes, combinando la información de los tres tipos de tarjetas. Los cierres de mes podían demorar varios días y los operadores terminaban agotados de tanto manipular las famosas cajas de tarjetas. Por algo era sólo trabajo de hombres, en tanto que el de perforación y verificación se reservaba a las mujeres.

En la época en que yo entré a IBM, sólo pocas empresas continuaban procesando en base a tarjetas. Por ese entonces ya estábamos en la tercera generación de computadoras. Sin embargo veremos que el esquema de procesamiento casi no había cambiado, sólo que ahora las tarjetas únicamente se usaban para el ingreso inicial de la información. Se leían y grababan en cintas magnéticas, también como archivos maestros y de detalle. La información de cada tarjeta se grababa como un registro y, gran adelanto, ahora podían contener más o menos de 80 caracteres. Los registros se podían clasificar también directamente en las cintas, lo que en el caso de archivos grandes podía llevar mucho tiempo, pero siempre era mejor que estar manipulando las famosas cajas. Pero, al igual que antes, el archivo maestro era procesado en paralelo con el archivo de movimientos, se aplicaban los cambios y se generaba un nuevo archivo maestro.


En 1969, sólo un año después de ingresar en IBM, me enviaron a mi primer viaje al extranjero. ¡Qué emoción! Nada menos que a Río de Janeiro. Buena forma de empezar. El motivo era el anuncio de un nuevo sistema de computación más pequeño, pensado para lo que ahora llamaríamos PYMEs y que entonces simplemente eran las empresas medianas que no tenían presupuesto para arrendar nuestras computadoras principales, las que más adelante llamaríamos mainframes.

Nuestra instructora era una señora carioca y las clases se dictaban en inglés. Estuve todo el primer día tratando de entender su peculiar pronunciación. Finalmente me di cuenta de que cuando ella decía 'j' yo tenía que imaginarme la letra 'r', y si decía 'ch', obviamente estaba pronunciando la 't'. Había otras equivalencias que memoricé, y me hice una tabla de traducción en tiempo real, con lo que pude comprender el resto del curso. No sé si ahora yo podría repetir la hazaña, porque, a diferencia de la evolución de las computadoras, yo tenía entonces en mi cabeza un procesador mucho más rápido que el que tengo hoy. 

El nuevo sistema de computación era un verdadero juguete. En lugar de
Tarjeta IBM de 96 columnas
ocupar una enorme sala climatizada con paredes de vidrio 
(llamada glass house por los gringos) se podía poner sobre una mesa y le bastaba un aire acondicionado de pared. Era capaz de leer tarjetas y perforarlas, al igual que sus hermanas mayores, pero la diferencia era que usaba una tarjetita mucho más chica, casi cuadrada, que no tendría mucho más de 8 cm por lado. Además, ¡oh maravilla!, en lugar de tener capacidad sólo para 80 caracteres, en ésta cabían 96. ¿Se imaginan tamaña revolución?

Cuando volví a Buenos Aires me tocó anunciar las novedades a mis compañeros. Fue la primera de las innumerables presentaciones de nuevos productos que me tocó hacer a lo largo de mi carrera. Pueden suponer mi entusiasmo. Les dije que después de 80 años usando el mismo diseño de tarjeta, ahora teníamos una nueva tarjeta para los próximos 80 años. A continuación me extendí en las consecuencias sociales del nuevo anuncio. ¡Por fin las mujeres podrían trabajar en los centros de cómputo! Como dije anteriormente, hasta ese momento los operadores siempre habían sido no sólo varones, sino también bastante fornidos para manipular las famosas cajas. ¡Se avecinaba toda una revolución en el campo laboral!

Esto último se cumplió sólo en parte. Efectivamente la mujer tiene hoy un papel fundamental en casi todas las áreas de la informática, a excepción de la operación, que sigue a cargo mayoritariamente de hombres, seguramente por los turnos nocturnos. En cuanto a mi otra predicción, la tarjeta para el próximo siglo, fue un fracaso total. A fines de la década del 70 sólo se continuaba usando tarjetas para los juegos de pronósticos deportivos. Y, lo que es peor, ¡la tarjeta que se empleaba para eso era la de 80 columnas! 

27/07/2016: Hernán Huergo: Conversando con Alfredo Pérez, Parte I

Conversando con Alfredo Pérez,
foto gentileza de Alejandra Villa

Arreglamos que conversaríamos en SADIO, lugar que para mí es casi un apellido más de Alfredo. Bueno, hablo del Alfredo Pérez que yo conocía antes de conversar con él para escribir lo que está leyendo usted, querido lector. "Nos puede llevar algo más de una hora", le había dicho yo. Nada más errado: nuestro hombre es un manantial de anécdotas, informaciones, nombres, empresas, detalles, que salen a borbotones con cada pregunta, que se bifurcan en más y más temas, que hacen nacer más y más preguntas. "Soy muy charlatán", me dijo en algún momento, pero el hombre portaba tanta historia que valía la pena escucharlo. 

El 2 de septiembre de 1939 es una fecha histórica por dos circunstancias. Ese día comenzó la Segunda Guerra Mundial, un día después de que Hitler diera la orden de invadir Polonia. Mientras tanto, en su casa del barrio Piñeyro de Avellaneda, Argentina, nacía Alfredo Pérez. 

"Yo creo que soy el resultado de una cantidad de circunstancias. Estaba en el momento justo en el lugar justo y sin razonarlo mucho hice la cosa justa y necesaria", me dice de entrada.

El padre, que tuvo fábricas varias de distinto tipo, terminó con un aserradero y fábrica de cajones, en Gerli. Entonces me describe, imagen por imagen, tarea por tarea, todo el proceso para fabricar esos envases. Su cara es de sonrisa total mientras disfruta con el recuerdo. Desde la compra de la madera -sauce, álamo- en San Fernando o Tigre. "El aserradero tenía una máquina de vapor, una locomotora dada vuelta, que movía un enorme volante, que movía una correa de cuero...". "Una sierra circular para cortar dos caras del tronco en ángulo recto...".

De sus festejos de Navidad y Año Nuevo en su infancia recuerda los momentos de suspenso y emoción cuando, volviendo de casa de los tíos donde se reunía la familia, pasaban por el aserradero para comprobar que no había caído una cañita voladora y hubiera sido consumido por las llamas, como el mismo Alfredo había sido testigo de lo ocurrido con otro. 

El niño se volvió fanático de las máquinas, lector empedernido de enciclopedias y revistas dedicadas al tema. Que fuera miope de muchas dioptrías fue aliciente extra para su fanatismo. Así, en sus años adolescentes se dedicaba a devorar la Enciclopedia Jackson completa, la colección íntegra de Más Allá, 42 libritos mensuales salidos entre 1953 y 1956, con artículos científicos de autores como Asimov, Sadosky, Zadunaisky. Además de todos los libros habidos y por haber de Julio Verne. 

A todo esto, el padre tenía un plan para sus hijos, que la niña fuera contadora, que el niño fuera abogado. Tenían destino asegurado en el aserradero de la familia. Pero nuestro joven tenía otra vocación, o mejor sería decir, creía tenerla: Química. 

Es el momento de confesar a mis lectores que este "Conversando con..." nació como inquietud mía cuando Alfredo me dijo, este mismo año: "Yo seguí tres carreras pero no terminé ninguna". Por fin comenzaba a conocer detalles de la historia.

Para entrar a Química, el ingreso se hacía en Perú 222, Exactas, pero las primeras materias eran Matemáticas y Física. "Me hice amigo de un grupo que muchachos que estaban allí por Física". "Cuando llegó el momento de inscribirme decidí elegir Física". Hizo dos años de Física más Alemán técnico, indispensable para estudiar los textos. 

"Mis compañeros y amigos eran egresados del Nacional Buenos Aires, todos muy inteligentes y capaces. Nuestros profesores eran de lujo: Sadosky, Zadunaisky, Boris Spivacow -el fundador de Eudeba-, Roque Carranza, Ciangcaglini...".

Un artículo hecho por uno de sus amigos del Buenos Aires, que analizaba en detalle la teoría del error aplicada a las mediciones de la velocidad de la luz, lo convenció de inscribirse en la carrera de Matemáticas y anotarse en el Seminario Elemental de Cálculo Numérico que dictaba Manuel Sadosky, que luego continuó con el Seminario Superior a cargo de Isidoro Marín. 

Con esta historia ya tenía respuesta de cuáles eran las tres carreras que Alfredo había empezado y que nunca terminó. Me faltaba saber la razón del abandono de Matemáticas. No le creí a Alfredo cuando me dijo "Nunca me animé a presentarme a dar el examen de Investigación Operativa con Marín".

Nacía por esos años la fiebre de la Computación en la Argentina, con un impulsor conocido por todos, Manuel Sadosky, que luchaba por lo que conseguiría en 1960, la adquisición de Clementina, instalada en 1961. Pero el inicio de Alfredo Pérez en esta nueva disciplina tendría lugar en las Escuelas IBM. Mucho me temo que el verdadero culpable de que nuestro hombre abandonara su tercera carrera es la Big Blue. Los cursos que tomó Alfredo en 1958 le cambiarían otra vez la vida, de una forma definitiva. El relato lo encuentran en este mismo Blog, en Alfredo Pérez: Mi primer curso de Programación

A mediados del 59 la Facultad de Ingeniería de la UBA estaba fabricando una computadora, la CEFIBA, bajo la conducción de Humberto Ciancaglini. Alfredo entró en el equipo de trabajo como programador, con sueldo de Ayudante de Primera, $1.450. Esta asignación, en un equipo que tenía como Jefe de Proyecto al capitán de Marina e ingeniero Felipe Tanco, y en el cual se destacaban figuras como Oscar Mattiussi, Edgardo Ulzurrum, Jonas Paiuk y otros, sería para Alfredo el descubrimiento de su vocación definitiva, la Computación, una carrera que haría en la vida y en la calle, no en la Universidad. 


Alfredo Pérez recibiendo el diploma de
Remington Rand
En enero de 1960 su vida da un nuevo giro. Su curriculum a esa altura mostraba: a) tres años de Exactas con notas excelentes, nunca abajo de Distinguido o Sobresalinte; b) cursos de programación tomados en IBM; c) participación del equipo de proyecto de la CEFIBA. No conoce quién pasó los datos al mercado, pero fue entonces que recibió sendas cartas con ofertas de entrevistas laborales. 

Cuando fue recibió propuestas de sueldo para él siderales: IBM ofrecía $12.000; Remington Rand -o sea Univac- ofrecía $12.500. Cuando lo consultó con su jefe, el capitán Tanco, éste lo ayudó a tomar la decisión con una frase: "Son más o menos lo mismo. Pero en IBM va a tener que ir con traje azul, camisa blanca, estar todo el día vestidito. En Univac se va a poder sacar el saco y tirarlo por ahí, como hace aquí". 


"Desde marzo del 60 hasta diciembre del 63 fui un fiel empleado de Remington Rand". Sus mejores recuerdos son Ferrocarriles y el Instituto de Ayuda Financiera de las fuerzas Armadas. ¿Por qué se fue? La empresa perdía mercado en sus rubros principales. Afeitadoras: apareció Philips. Máquinas de sumar y de escribir: apareció Olivetti. La parte de computación no tenía volumen.

Alfredo se casó con Susana
Muraro en enero de 1963
Ella vivía en Lomas de Zamora, como él, y estudiaba en Exactas, como él. "A mi esposa la conquisté mientras volvíamos en el tren diciéndole..." y a continuación me larga, ya en plena carcajada, una sarta de palabras en alemán, que no soy capaz de transcribir. Se casaría con Susana Muraro en enero de 1963.

En diciembre de 1963 recibió el llamado de Tróccoli, vendedor de Burroughs: "¿Por qué no se viene a trabajar con nosotros?". Tomó la oportunidad volando. Esta vez el sueldo se duplicó. Entró en enero de 1964 y en abril de 1964 nació Diana Inés, su primera hija. Cada chico viene con un pan debajo del brazo, no hay caso. Marina, la segunda hija, nació en noviembre de 1965. Me olvidé de preguntarle cuál era el pan que vino con ella.

Bueno, si vienen siguiendo esta historia, ya habrán tomado nota que nuestro hombre pasó por Química, por Física, por Matemáticas, por Escuelas IBM, por Univac, ahora por Burroughs, y pronto llegaremos a Bull. Ya se comprende mejor la razón de que conoce y es conocido por todo el mundo. Basta poner en este Blog las palabras "Alfredo Pérez" y encontrarán cuarenta entradas en las que se lo menciona. 

De Burroughs recuerda la instalación de Ford, Cibernética Argentina, Bairesco, la venta de Banco Provincia y la de Caja Compensadora de Banco Central, donde su rol técnico fue factor reconocido en el éxito de Burroughs para conseguir el negocio. Estuvo en esta empresa hasta septiembre de 1969.


En Bull: Alfredo Pérez en la cabecera,
con Mauricio Milchberg a su lado
"¿Quién te contacta entonces?", le pregunto, adivinando. "Mauricio Milchberg, de Bull".

"Era una época que todos nos conocíamos", me aclara Alfredo. No es para menos, pienso, alguien que pasó por tantas carreras y empresas.

Un día de 1968 Mauricio le cuenta que en FLYRSA (la consultora de Fernández Long y Reggini) van a instalar un equipo con Time Sharing, toda una novedad. Alfredo muestra interés por el tema, le fascinaban las novedades en Informática. En 1969 Mauricio ya es más preciso: "El Time Sharing lo vamos a instalar nosotros, ¿querés venir?". "¡Sí, como no!". Comenzó en su nueva empresa en septiembre de ese año. Exactamente nueve meses después, junio de 1970, nacía el hijo varón, Luis Alberto. Otra felicidad que sumaba a trabajar en un tema que amaba, en una empresa que amó por siempre, Bull, en la que estaba rodeado de amigos.

Alfredo Pérez se define como especialista en la interfaz entre la electrónica y 
la computación. En Bull pasó a ser el Gerente de Operación de Time Sharing, un oficio que marcaría su vida los siguientes años. Nombra como clientes en su recuerdo Siam Electrónica, Dresser Atlas, Hidronor, Odol y sus intentos nunca concretados en Alpargatas.

En Bull estaría hasta fin de 1972. La foto cercana, de septiembre de 1971, es de plena de gloria, por la época y por la gente que aparece. 


Foto Bull plena de gloria, por la época
y por la gente que aparece

"Qué pasó a fin del 72", pregunto. "Entonces nos fueron", contesta. "Mauricio primero, yo después, y 60 más". Fue cuando Bull General Electric se convirtió en Honeywell Bull, que dejó de considerar el negocio como estratégico. 

Por un año Alfredo no tuvo empresa, se dedicó a ser programador free lance y a otros trabajitos. Pero en 1973 arrancaría un nuevo ciclo, en una empresa estatal, ideal para su perfil.

Continúa en Parte II

19/07/2016: Eduardo Vila Echagüe: La vida sin informática

[Capítulo 2 de La Informática y yo]

La vida sin informática


Bajo este título pretendo contarles como hacía la gente antes de que apareciera la computación. Justamente mi asistencia al colegio coincidió exactamente con la década del 50, la última década en que aquella aún no tenía ninguna influencia en nuestras vidas. En aquellos años se vivía aún bajo la sombra de la Segunda Guerra Mundial, siendo la gran novedad la desintegración del átomo. La tradicional división de la historia en eras, antigua, media, moderna y contemporánea, ahora daría paso a una nueva era, la era atómica. Nuestro gobierno nos prometía que nuestros automóviles y electrodomésticos en breve funcionarían con energía atómica, embaucado por un pretendido sabio alemán que había trabajado con los nazis. Incluso la gran novedad de la moda femenina, el traje de baño de dos piezas, había sido bautizada en relación con esta nueva era que se iniciaba. Me refiero al bikini, cuyo nombre se debe al atolón del mismo nombre en el Océano Pacífico donde se probaban las nuevas bombas nucleares. Hasta el día de hoy sigo esperando el comienzo de aquella época dorada que me prometían mis mayores. En realidad, la era que se inició poco tiempo después no sé si llamarla era informática o era de las comunicaciones. Para que podamos apreciar el cambio, tratemos de recordar cómo estaban aquellas disciplinas durante mis años escolares.

Empecemos con nuestras herramientas de cálculo. En la escuela primaria nos enseñaban suma, resta, multiplicación y división, seguramente igual que ahora. También algunos mecanismos para comprobar la validez de los resultados, porque en la multiplicación y especialmente en la división era muy fácil equivocarse. Naturalmente todo esto se hacía en lápiz y papel. Para quien no cursara la secundaria, sólo con ésto tendría que arreglársela en la vida.

En la secundaria aprendíamos un complicado algoritmo para calcular raíces cuadradas. ¿Aún se enseña? Creo no haberlo usado en mi vida. Más adelante llegaban los logaritmos. ¡Esto sí que era un progreso! Con ellos podíamos también prescindir de multiplicaciones y divisiones manuales, verdaderamente infernales cuando se trataba de números de muchas cifras. La gracia era que aquellas se convertían es simples sumas y restas. Había que contar, eso sí, con una buena tabla de logaritmos. Su calidad dependía del número de decimales con que aparecían los logaritmos. Para el colegio teníamos una de 5 decimales, pero mi padre en casa tenía una de 7 decimales que conservaba desde sus años universitarios. La cantidad de decimales era lo que te daba la precisión de los resultados. Y si realmente tenías que calcular con una precisión mayor a la tabla disponible, olvídate de los logaritmos y a multiplicar y dividir como cuando eras niño.

En los últimos años de la secundaria nos enseñaban trigonometría. Senos y cosenos y todo lo demás. Estos también había que buscarlos en tablas, aunque realmente lo que uno encontraba en ellas no eran propiamente las funciones trigonométricas sino sus logaritmos, porque normalmente el paso siguiente involucraba multiplicaciones y divisiones. Para obtener el resultado había que hacer la operación inversa, sacar el antilogaritmo. Pero como en la tabla no estaban todos los valores posibles, sino sólo algunos separados por intervalos regulares, los valores intermedios se obtenían mediante el mecanismo de la interpolación, el cual prefiero no explicar para evitar que mis lectores jóvenes abandonen la lectura de inmediato.

Alguno se preguntará para qué usábamos todo este bagaje computacional. Pues en paralelo con la trigonometría esférica estudiábamos cosmografía, habiendo entre ambas una relación simbiótica. ¿Acaso hay alguna otra aplicación de la trigonometría esférica que no sea calcular las horas de salida y puesta del sol, la altura de la luna o de alguna estrella al pasar por el meridiano, u otras cuestiones parecidas de gran aplicabilidad en la vida corriente? Con decirles que yo que soy astrónomo aficionado desde tierna edad, no recuerdo haber tenido que calcular jamás ninguna de esas cosas.

Pero no todo era papel y lápiz. ¡En mi casa teníamos una calculadora! Pero no funcionaba a pilas, ni mucho menos con energía solar. Era un extraño aparato con una serie de columnas que se deslizaban verticalmente, con 10 hoyitos cada una. Se introducía un ganchito en el agujero correspondiente al dígito que uno quería sumar y se tiraba hacia abajo. Esto accionaba unos totalizadores que al terminar la operación mostraban el resultado. Creo que también restaba, pero definitivamente no multiplicaba ni dividía. Como manejaba al menos 7 dígitos significativos, se complementaba perfectamente con nuestras tablas de logaritmos. Aunque no la usé para nada del colegio, sí me servía para distintos cálculos de tipo astronómico que aparecerán más adelante en las páginas de este libro. Mi padre seguramente usaba este aparato para administrar sus finanzas. Antes de que piensen en reírse de la rusticidad de nuestro artefacto, los desafío a que manejen durante un mes sus cuentas bancarias y sus tarjetas de crédito sin calculadora, sin Internet y sin planillas electrónicas. ¡Qué horror!

Mi padre como buen ingeniero también tenía una regla de cálculo. Me parece absurdo describir algo tan conocido, pero me temo que alguno de mis lectores más jóvenes jamás haya visto una. En fin, es un artefacto que funciona como una barra deslizante entre dos barras fijas. En las barras hay sendas escalas logarítmicas, de manera que haciendo coincidir los números de las respectivas barras, se suman los logaritmos o, lo que es lo mismo, se multiplican los números. También permite extraer cocientes, obtener cuadrados y cubos y las raíces correspondientes, todo con una precisión de dos o tres dígitos significativos. No sirve para sumas y restas.

Si con mi explicación no entendió mucho, búsquese algún abuelito ingeniero que haya conservado uno de estos aparatos, o mire en wikipedia donde le darán una explicación mucho mejor. No sólo servía para cálculos, sino para mostrar el status de su dueño. Todas eran importadas, había marcas mejores y peores, y cumplían el mismo papel social que años después tendrían las calculadoras HP o las lapiceras Mount Blanc y que hoy desempeñan los distintos 'ixxx' (pronúnciese 'aixxx') que proliferan en el mercado para comunicarse con cualquier punto de la tierra de múltiples maneras.

Ya que mencionamos a wikipedia, mis juveniles lectores se preguntarán cómo hacía el mundo para mantenerse informado antes de que existiera el Internet. Por lo pronto teníamos a los diarios, que ya llevaban siglos de existencia. Naturalmente que los leíamos en papel y no en el sitio web como se hace ahora. Los recibíamos temprano en la mañana y, si queríamos saber que había pasado durante el día, podíamos comprar un diario vespertino de vuelta de la oficina, costumbre habitual de mi padre. También teníamos libros, igual que ahora. La diferencia era que si no encontrábamos lo que buscábamos en la librería del barrio, había que empezar a peregrinar por todas las librerías de la ciudad. Nada de pedirlo por internet y recibirlo en tu casa dentro de la semana o, mejor, una versión electrónica en unos pocos minutos. Supongo que había librerías que traían libros por encargo, pero podían demorar meses y posiblemente te los robaran en el correo.

¿Cómo obteníamos información en profundidad? En todas las casas con alguna pretensión de cultura existían las enciclopedias. ¿Algún despistado pensará que eran algo así como una colección de encíclicas papales? No, joven, eran como una wikipedia en papel, en muchos tomos, sin más índice que el tradicional orden alfabético. En mi casa aún subsisten dos. Una Monitor, heredada de casa de mis suegros, de 16 tomos, y una Salvat de 12 tomos, comprada en fascículos en la década del 70. Reconozco que hoy sólo la uso para consultas rápidas, generalmente relacionadas con el crucigrama dominical. Pero debo reconocer que se ven muy impresionantes en mi biblioteca.

En tiempos pasados su utilización era muy diferente. Cuando iba a casa de mis futuros suegros a buscar a mi entonces novia, la Monitor me servía para matar el tiempo mientras ella se arreglaba. Mucho antes, incluso de niño, me fascinaban las enciclopedias que había en casa de mis abuelos. Tenían la Enciclopedia Británica, famosa en el mundo entero, pero esta palidecía al lado de la mayor y mejor enciclopedia de todos los tiempos, la Enciclopedia Espasa. ¡Eran como 70 tomos, cada uno de como 10 centímetros de espesor! Los primeros tomos habían empezado a salir poco después del 1900 y los últimos en la década del 30. En ella se recogía en mucha profundidad todo el conocimiento de la humanidad anterior a su publicación. Si en la Británica encontrabas sólo la descripción de los distintos tipos de barcos de guerra, en la Espasa estaba la lista detallada de todos los acorazados, cruceros y portaaviones de todas las armadas del mundo, con especificación precisa de su tonelaje, velocidad y armamento. Para un apasionado de la historia de las dos Guerras Mundiales como yo, una información absolutamente preciosa. Incluso hoy no creo poder encontrar tanto detalle en Internet.

Donde fallaba esta enciclopedia y todas las otras era en que rápidamente perdían actualidad. Algunas como la Británica y la misma Espasa trataban de mantenerse al día sacando apéndices cada dos o tres años, aunque ya no era lo mismo. La Británica sacaba nuevas ediciones completas cada tanto, pero para la Espasa que había demorado unos 30 años en publicar todos sus tomos, esto fue imposible. ¿Quién estaría dispuesto a renovar periódicamente los 7 metros de biblioteca que ella ocupaba? Hoy la Espasa original es un objeto de culto entre aquellos con mucho dinero y espacio en su casa. Verdadero orgullo de la hispanidad, aún se encuentran ediciones más o menos completas en las librerías de usados.

¿Qué podemos decir de las comunicaciones de la década del 50? Por lo pronto teníamos el teléfono, que no difería mucho del actual teléfono fijo. En lugar de botones tenía un disco giratorio con 10 agujeros donde uno introducía un dedo y movía el disco hacia abajo hasta que el dedo llegaba a un tope. Al soltarlo se oían las pulsaciones cuya cantidad indicaba el dígito que se había marcado. Hasta el día de hoy cuando uno quiere indicarle a otra persona que lo va a llamar, hace un movimiento circular con el dedo. Supongo que llegará un momento en que todos los que conocimos el antiguo dial ya no estemos y sin embargo la gente continúe con ese gesto sin saber por qué.

Otra diferencia con el teléfono actual es que no existían los inalámbricos, por lo que las damas, en lugar de pasearse hablando como hacen ahora, enroscaban el cable sin darse cuenta mientras conversaban con sus amistades. Supongo que había caballeros que hacían lo mismo, pero no me consta.

El teléfono funcionaba bastante bien dentro de una misma ciudad. Para llamadas interurbanas y especialmente internacionales la cosa no era tan fácil. Se llamaba a un número especial de larga distancia y después de una larga espera se oía una voz generalmente femenina del otro lado. Entonces uno preguntaba: — ¿Qué demora hay con Mar del Plata, o con Chile, o con Estados Unidos? — La respuesta podía ser 2 horas o 6 horas o 20 horas. Entonces uno daba el número al que quería llamar, colgaba y a esperar. Transcurrido el tiempo indicado, o menos o más, según el tráfico, sonaba tu teléfono y te decían: — ¡ Su llamada a tal y tal lugar! — La aceptabas, y empezaba a sonar el teléfono del otro lado. Si contestaban, comenzaba la conversación, y a correr el taxímetro de lo que te iba a salir la cuenta. Si no, vuelta a empezar. Te podían comunicar a cualquier hora del día o de la noche, y cuando se estaba esperando la famosa llamada, que a nadie se le ocurriera usar el teléfono. No fuera cosa de tener que esperar otras 20 horas porque estaba ocupado cuando te tocó el turno.

En las áreas suburbanas el teléfono no tenía dial, sino una manivela. Cuando uno la giraba vigorosamente, un magneto (¿que sería eso?) hacía sonar una chicharra en la central telefónica, y alguien te preguntaba del otro lado: — ¿Numeró? — y no es que me haya equivocado con el acento, era así, con acento agudo. Uno pasaba el número y oías como te lo marcaban para establecer la conversación. En mi familia habíamos descubierto que durante el día había operadoras mujeres y en la noche eran hombres, por lo que teníamos mejor respuesta si en el día llamábamos los varones y de noche mis hermanas mujeres, todos poniendo la voz más coqueta que pudiéramos.

Por supuesto que también existía el correo, igual que ahora. Sólo que ya nadie lo usa. Si estábamos de vacaciones, se esperaba que uno le escribiera una cartita a sus padres. Lo mismo pasaba si teníamos un pariente o amigo en el extranjero. Existía el correo normal y el aéreo, que era mucho más caro. En este último te cobraban por el peso de la carta. Por eso se usaban sobres y papeles extra livianos, casi transparentes. Mi padre tenía en su escritorio un pesacartas, es decir una balanza portátil que se usaba exclusivamente para pesar la correspondencia. Aún la conservo como adorno, pero en aquella época le servía para saber el valor de las estampillas que había que pegar en los sobres. Después nos mandaba a echarlas al buzón, grandes recipientes cilíndricos fijos en muchas esquinas, pintados de rojo, con una ranura donde introducíamos las cartas. Hoy probablemente se los robarían, pero en aquel entonces lo habitual es que se los vendieran a algún provinciano recién llegado a la ciudad. Usando de un cómplice les hacían creer que había que pagarle al dueño del buzón para echar cartas en él, y los pobres caían, lo compraban y después se quedaban a su lado esperando el primer cliente. Cuando intentaban cobrarle, imagínense el escándalo que se armaba.

Las cartas importantes normalmente se guardaban. Gran parte de la historia de los últimos siglos se ha escrito en base a esas colecciones de cartas. Supongo que los historiadores futuros no tendrán esta facilidad, porque todo nuestro correo electrónico termina yéndose a la basura cada vez que nuestros computadores personales quedan obsoletos, lo que ocurre cada pocos años. ¡No todo es progreso en estos tiempos!

Junto al teléfono y el correo teníamos el telégrafo. Había sido inventado a mediados del siglo XIX y fue el primer sistema de comunicación instantánea a grandes distancias. En aquella época fue un verdadero salto cuántico en materia de comunicaciones. Hasta entonces, lo más rápido eran los correos a caballo en tierra o algún veloz velero por mar. De pronto los días y semanas se convirtieron en horas y e incluso minutos. La transmisión era a través de un cable, con un operador humano en cada extremo. La información se trasmitía codificada como combinación de pulsos cortos y largos, comúnmente llamados puntos y rayas. El código utilizado se llamaba Morse, en honor del inventor del primer telégrafo comercial. Era bastante conocido entre la juventud y lo usábamos en el colegio para enviarnos mensajes entre los bancos. Lo único que queda hoy de este código es el famoso SOS, mensaje universal de socorro elegido por la simpleza de su escritura en Morse, tres puntos, tres rayas, tres puntos.

En la época de la que estoy hablando, la telegrafía ya estaba perdiendo importancia. Se empleaba generalmente para dar malas noticias, así que el sonido del timbre junto con el grito de — ¡Telegrama! — causaba terror en nuestras casas. Se cobraba por palabra y era bastante caro, por lo que su gramática era absolutamente retorcida. Había que usar todas las posibilidades del castellano para construir palabras lo más largas posibles. Escribir "se la recomiendo" costaba el triple que "recomiéndosela". No me imagino cómo serían los telegramas en alemán, con su facilidad para yuxtaponer palabras. En mi niñez circulaba un chiste muy malo de dos hermanas, Adela y Rina, que vivían en España. Adela se casó y se fue a vivir a América. Al tiempo ella muere y el viudo, solitario y muy pobre, sólo tiene dinero para dos palabras, por lo que envía el siguiente telegrama a los padres de ella: "Mortadela, mandarina". Espero que mis lectores hayan entendido la broma, porque me daría mucha vergüenza tener que explicársela.

Sólo quedaría por mencionar la comunicación por radio. Junto a las radioemisoras, muy similares a las de ahora, existían los radioaficionados. Aún subsisten algunos, a la espera de poder ser útiles durante alguna catástrofe que impidiera las otras formas de comunicación. Eran fáciles de reconocer en el vecindario, por las enormes antenas instaladas en los techos de sus casas. Y en algunas situaciones, eran la única forma de comunicación posible. Es que, aunque parezca obvio decirlo, en aquella época no había satélites. Cuando mi señora era niña, su padre pasó un año en una de las bases antárticas y la única forma de hablar con él era usando los equipos de radio de onda corta de la Marina.

Así era nuestra vida antes de que la informática se infiltrara en ella. No era tan mala después de todo. Eso sí, teníamos que usar más nuestro cerebro, porque no había microchips en todas partes para ayudarnos. Hacíamos cálculos mentales, inventábamos nuestros juegos a partir de lo que tuviéramos a mano, pateábamos pelotas reales con los mismos pies que Dios nos dio y, si eramos combativos, no eramos personajes que circulaban por una pantalla masacrando enemigos sino que jugábamos a matarnos con nuestros amigos con pistolas de juguete, diciéndoles — ¡Bang, bang!

En lo que sigue trataré de describirles este largo proceso de infiltración, que nos trajo muchas cosas buenas y algunas que no lo son tanto.

2016.07.13: Carlos Tomassino y otros Dinos: Rubén Fernández Iriart


Amigos, a veces me toca dar malas noticias. 
Hoy se fue el amigo Ruben..
El vasco le peleó con su acostumbrada tozudez a una enfermedad repentina y jodida. Pero no pudo con ella.
Lo recordaremos como el que llevó en 1984 el estandarte de la colegiacion y  constituyó el CPCI y peleo por el durante años.
A quien le interese.
El servicio es en Cocheria Aguirre, Av Fleming 1717 Martinez a partir de las 15.30 hasta las 22hs.
El dia jueves 14 la sala estara abierta a partir de las 7.00 hs.
Traslado a las 10 hs.
Un abrazo y un recuerdo afectuoso al amigo también dino.
Cordialmente, CarlosT
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Enorme pena por el fallecimiento de Rubén Fernández Iriart. Una gran persona por la que siempre sentí un enorme afecto y respeto.
Mis condolencias para su familia.
Enrique Draier
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Se fue un amigo, realmente lo siento mucho.

Lo conocí en mi etapa de profe de Informática Administrativa en la UTN de Concepción del Uruguay - fines de los 80's, y además de los viajes en bus por la ruta 14, estrecha y sin banquinas, disfruté junto a él de las cenas del viernes night y los almuerzos post clases del sábado morning. Donde el tema no era precisamente la física cuántica, sino algo más parecido a charlas de café (actualidad política, deportiva, artística, y por qué no el tema más profundo...).
Gritamos juntos en el bus de regreso, algunos penales atajados por el Vasco Goycoechea en el Mundial del 90. También algún asado en Gesell en su casa cercana al Vivero.

Un tipazo... lo llevo en mi recuerdo

luiggi péés labory
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Gran tipo y excelente profesional!
Un abrazo a la familia.
Eduardo Granovsky
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