El martes 19 de
septiembre de 1967 por la mañana estaba sentado yo en mi oficina de Córdoba
320, o sea Techint, y mis pensamientos de logros versus dudas estaban en plena
lucha. Tenía 24 años entonces. La carta ante mis ojos, firmada por el Mandamás, me felicitaba con pompa, "desempeño sobresaliente" como “Joven Ingeniero”. Mi sueldo era ahora $60.000, o sea un 33% mayor que mi
sueldo inicial de casi 14 meses antes, cuando fuera seleccionado por la
empresa. Mi primer hijo, Ezequiel, había nacido exactamente un mes antes. Yo
había llegado a tiempo de regreso de una asignación en Brasil, como secretario
técnico en la construcción del oleoducto Tramandaí Canoas. El jefe de mi jefe,
o sea un italiano, ya me había comunicado que mi buena performance me había
valido ser seleccionado para una posición clave en una empresa pujante de
enorme futuro, Dálmine Siderca, en Campana. Tenía allí una casa reservada para mi familia a la que me mudaría en noviembre.
El empleado vecino a mi escritorio, no ingeniero, mañoso y veterano (como 40 años), me repetía la misma cantinela, día tras día: "Mire, ingeniero, acá debe saber dos cosas si quiere hacer carrera; la más importante es El que sabe sabe y el que no es jefe". Fue este hombre quien me enseñó el adagio, que pronto supe era lugar común en todas las empresas. "¿Y la segunda cosa a saber?", preguntó el chorlito, o sea yo. "Ah, la segunda no es menos importante, o aprende italiano o dése por muerto".
Martes 19 de septiembre de 1967, las dudas taladraban mi cerebro. Mi paso por la obra en Brasil me había demostrado que mis estudios en la Dante Alighieri no alcanzaban ni por asomo para entender lo que decían los capos en sus momentos de confidencia. La inflación del año había sido un 32%, es decir que el "joven sobresaliente" ganaba más o menos lo mismo que al ingreso, ajustado por inflación. Todas mis averiguaciones sobre el lugar de mi nuevo destino, Campana, acrecentaban mi impresión de que sería una dura prueba para Silvia, que ya había sufrido mi ausencia durante más de la mitad de su dulce espera.
Martes 19 de septiembre de 1967, las dudas taladraban mi cerebro. Mi paso por la obra en Brasil me había demostrado que mis estudios en la Dante Alighieri no alcanzaban ni por asomo para entender lo que decían los capos en sus momentos de confidencia. La inflación del año había sido un 32%, es decir que el "joven sobresaliente" ganaba más o menos lo mismo que al ingreso, ajustado por inflación. Todas mis averiguaciones sobre el lugar de mi nuevo destino, Campana, acrecentaban mi impresión de que sería una dura prueba para Silvia, que ya había sufrido mi ausencia durante más de la mitad de su dulce espera.
–Hernán, tengo una
consulta para hacerte, pero mejor te invito a tomar un café.
Carlos Pérez Temperley y Sra. (Facebook) |
–El tema es –me dijo,
ya tomando el café– que me han ofrecido otro trabajo que ya acepté y quiero que
me orientes sobre qué debo hacer para renunciar aquí.
Salteo mis previsibles consejos y
perogrulladas para ir al grano.
–Bueno, ahora
explicame a dónde vas.
–La empresa es IBM y
está tomando ingenieros de buen promedio.
¡IBM! ¡Sinónimo de
computación, de futuro, de misterio y de atractivo para mí!
–¿Cuánto te pagan?
–Noventa mil.
–¡¿Noventa mil?! ¿En
qué consiste el trabajo?
–Cursos. Eso es lo
primero. El primer año son cursos.
¡¿Cincuenta por ciento más que mi sueldo y el trabajo es estudiar?! Se me aceleró un tantito el corazón.
–Bueno, Carlos. Yo ya
te di mis consejos de cómo hacer para salir de Techint. Ahora espero que vos me
digas qué debo hacer para entrar en IBM.
Carlos Pérez Temperley pareció no dudar un ápice cuando dijo la frase:
–Primero y fundamental: tenés que hablar con mi tío.
(Continuará)
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