19 de Mayo de 2011 Aniversario | |||
El túnel del tiempo | |||
En el marco de las “Jornadas Manuel Sadosky”, que conmemoraron los 50 años de la inauguración del Instituto de Cálculo, el matemático español Ernesto García Camarero, por entonces Jefe de Programación de esa institución, transportó al auditorio a la época en la que el término “informática” estaba aún por inventarse. El encuentro fue organizado por el Departamento de Computación y la Fundación Sadosky. | |||
Por Gabriel Stekolschik El pasado jueves 12 de mayo fue un día en el que palabras como “clavija”, “válvula” o “lucecitas” recuperaron por algunos minutos el protagonismo que perdieron hace ya algunas décadas. Durante poco más de media hora y de la mano –o, mejor dicho, de boca- del español Ernesto García Camarero, esos vocablos recorrieron el Aula Magna del Pabellón I de Ciudad Universitaria prefigurando paulatinamente una escenografía similar a la de la serie norteamericana que contaba las peripecias de dos viajeros perdidos en el tiempo: un gran salón, una computadora de varios metros de largo repleta de botones, con luces que se encienden y se apagan, y emitiendo pitidos más o menos metálicos. Pero lo que Camarero contaba no era ciencia ficción. Era el recuerdo minucioso de lo que vivió hace unos cincuenta años como jefe de Programación del naciente Instituto de Cálculo (IC) de la Facultad. El lugar donde el 15 de mayo de 1961, hace exactamente 50 años, se puso en marcha la primera computadora académica de Latinoamérica, una Mercury Ferranti, más conocida como “Clementina”. “Comenzaba a gestarse una nueva ciencia, la informática, de la cual entonces ni siquiera se conocía el nombre”, señaló Camarero antes de empezar a transitar la historia de la computación, desde las primeras calculadoras mecánicas de Pascal y de Leibniz, pasando por las calculadoras de manivelas del siglo XIX, hasta las computadoras electromecánicas de comienzos del siglo XX. “Hubo que esperar hasta que la electricidad y la electrónica aportaran sus recursos”, apuntó, y luego consignó, “la tecnología que impulsó la construcción de las centrales telefónicas automáticas fue la que facilitó la aparición de las computadoras automáticas de programa almacenado”. A nivel mundial “De la Mercury se fabricaron 19 ejemplares. Todos ellos se instalaron en Europa, con excepción de la que vino a Buenos Aires”, observó Camarero, para luego subrayar que era una época caracterizada por la escasez de computadoras instaladas en todo el mundo. “Cuando llegó la Mercury a Buenos Aires, en 1961, este tipo de máquina acababa de aparecer. En Argentina se estaba todavía a tiempo de participar en el desarrollo mundial de esta nueva ciencia y tecnología. Era un momento en el que se estaba a nivel mundial”, explica. Casi dos años después de completados los trámites para su compra, la Mercury llegó a Buenos Aires a finales de 1960 y, debido a que todavía no estaba acondicionado su lugar de destino en el IC, comenzó a instalarse en marzo del año siguiente. Y todavía debieron pasar un par de meses hasta su puesta en marcha: “Tenéis que daros cuenta de que el tiempo que llevó la instalación y hacer las pruebas muestra la complejidad de este tipo de máquinas. Ahora, cualquier maquinita que llevamos en el portafolio no requiere de ninguna instalación. Se enchufa y funciona. Pero no eran así las cosas en aquella época”, ilustra. Pero tener la computadora funcionando no bastaba. Quedaba por delante ejecutar todas las tareas necesarias para poner en marcha el servicio de cálculo, principal objetivo del IC. “Había que formar en la programación a un equipo de programadores internos y a los usuarios externos; había que promover y dar a conocer en los medios académicos y empresariales las posibilidades de la computación electrónica; y había que organizar internamente las diferentes tareas para prestar un servicio eficiente de cálculo”, recuerda, y añade, “después, fue surgiendo la necesidad de hacer investigación y desarrollo en temas de informática, aunque –insiste- esta palabra todavía no existía”. De Madrid a Buenos Aires Camarero dedicó un momento de su charla a explicar cuál había sido el derrotero que lo trajo de la España franquista hasta las orillas del Río de la Plata. “Llegué el primero de noviembre de 1960 -rememora con precisión- y el nexo fue el conocido matemático español Don Julio Rey Pastor, quien me puso en contacto el doctor Sadosky y la doctora Rebeca Guber”. Rey Pastor había fundado, en Madrid, el Instituto de Cálculo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) donde, a mediados de los ’50, se proyectaba adquirir una computadora. “Los centros de cálculo no aparecen con las computadoras. Cuando empezó a funcionar este Instituto no había computadoras, había una sala con media docena de calculistas provistos de máquinas de calcular eléctricas de sobremesa”. Seleccionado para formarse en programación, Camarero fue enviado al Instituto per la Applicazioni del Calcolo, en Roma. Después de pasar dos años aprendiendo a programar en una máquina Ferranti, la Mark 1 Star, antecesora inmediata de la Mercury, regresó a España. “La dictadura franquista prescindió de Rey Pastor y clausuró el IC, por lo que continué mis estudios en París y en Londres. En 1960, enterado Rey Pastor de los planes de apertura del IC de la UBA, y sabiendo que la máquina que se iba a instalar era una Ferranti, propuso a Camarero para que realizara tareas de programación. “Ahí comencé mi colaboración full time, es decir, con cuerpo y alma”. El arranque Al principio, dar a conocer los servicios que podía brindar el IC era una prioridad. Según recuerda Camarero, para dar los cursos iniciales de programación se había invitado, por un lapso de tres meses, a la doctora Cicely Popplewell, profesora de la Universidad de Manchester, experta programadora en las máquinas Ferranti, que hablaba castellano. “Ella dio el primer curso de Autocode (NdR: lenguaje de programación) del 15 al 19 de mayo de 1961 –precisa- y con ese curso se dio por inaugurado el IC. A la clausura de este primer curso asistió el premio Nobel Houssay”, comenta. Cuando Popplewell se fue, el dictado de los cursos quedó en manos del propio Camarero: “La serie de cursos de Autocode fue, sin duda, una de las formas más eficaces de difusión de los servicios. Los asistentes eran profesores de universidades nacionales o profesionales enviados por empresas públicas o privadas. También, eran frecuentes las visitas al IC con demostraciones de las habilidades de la Mercury, que terminaban entonando la canción de Clementina, que es lo que condujo a la identificación de esta máquina con ese nombre”. La gran difusión de la Mercury llevó, finalmente, a una gran demanda: “Había que reservar las horas de uso”, destaca. Software libre Camarero recuerda cómo el requerimiento creciente de servicios condujo a la necesidad de organizar una biblioteca donde archivar los programas desarrollados en el propio IC y, también, los provistos por otras instalaciones Mercury. Con respecto a estos últimos, comenta: “Daros cuenta de que estábamos en la prehistoria de la computación. No es como ahora que hay aplicaciones para cualquier cosa. En este caso, era relacionarse con otro centro de cálculo que tuviera la misma computadora, para que no hubiera dificultades de compatibilidad”. Después de aclarar que las relaciones con los otros centros de cálculo “eran por correspondencia ordinaria”, añadió: “Los programas se intercambiaban libremente porque no había fines comerciales sino acuerdos entre universidades”. Inicialmente, los desarrollos del IC eran, esencialmente, aplicaciones de cálculo numérico. Pero, poco a poco, comenzaron a desarrollarse aplicaciones no numéricas (programas de documentación científica, de traducciones automáticas, etc.). “Estaba ocurriendo un fenómeno importante a nivel mundial: se estaba pasando del cálculo numérico al procesamiento de la información”. También, el IC desarrolló programas en apoyo del Proyecto CEUNS (Computador Electrónico de la Universidad del Sur), un emprendimiento dirigido a la construcción de una computadora nacional, que fue llevado a cabo en Bahía Blanca y luego abortado por falta de presupuesto. “Para ese proyecto desarrollamos los programas de arranque y las funciones básicas que debían fijarse en la memoria de malla de la CEUNS”. En este punto, Camarero da cuenta de lo primitivo de aquellos sistemas. “La memoria de malla era algo novedoso en aquel momento, y consistía en una malla que parecía un mosquitero, entre cuyas tramas había que poner una ferrita, que era como un clavito de hierro, de tal manera que si había (una ferrita) era un uno, y si no había, era el cero. Evidentemente, antes de meter los clavitos teníamos que comprobar que los programas eran correctos”. Prehistoria Sobre el final de su charla, Camarero mostró algunas imágenes de la época. Entre ellas, la cinta mediante la cual se ingresaban los datos. “Era una cinta de papel continuo que se perforaba mediante un punzón con una perforadora manual que permitía hacer los agujeros correctamente. Cuando había que hacer correcciones porque algo funcionaba mal, se cortaba la parte incorrecta con una tijera y se volvía a pegar con una cinta de celofán”. También era de papel la cinta perforada que salía de la máquina: “Había un lector de cinta pero, con la práctica, terminábamos leyéndola como si fuera un escrito”. Otra imagen le sirvió para hablar de la comunicación del hombre con la máquina: “Ahora tenemos el ratón (mouse), pero en ese entonces la información se grababa con estas clavijas, que si estaban para arriba era un ‘uno’ y si estaban para abajo era un ‘cero’. Y eran 10 clavijas, o sea, 10 bits de información”. No existía el mouse, ni tampoco las pantallas. “Para ‘ver’ la información que estaba dentro había dos agujeritos y una clavija que, según se iba girando, aparecían lucecitas que permitían ver el contenido de un registro en binario”. Se detiene en otra diapositiva y comenta: “esta es una hoja de los famosos ‘post mortem’. Era un lista, con fines de verificación, de los registros de un programa que no funcionó”. Finalmente, muestra el pequeño altoparlante de la computadora. “Producía un sonido cuya finalidad estricta era ayudar con la programación porque, cuando se hacían las pruebas, el tipo de pitido nos indicaba si había algo erróneo. Pero, después, se vio que se lo podía hacer más o menos agudo y, con ello, interpretar música. Cuando yo estaba en Roma, al final de las demostraciones se hacía sonar la marcha triunfal de Aída, y el público quedaba encantado. Aquí, se interpretaba Clementine.” | |||
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Autor del Blog: HERNÁN HUERGO
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2011.05.19: UBA EXACTAS - NOTICIAS: El túnel del tiempo.
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