[Capítulo 2 de La Informática y yo]
La vida sin informática
Bajo este título pretendo contarles como hacía la gente antes de que apareciera la computación. Justamente mi asistencia al colegio coincidió exactamente con la década del 50, la última década en que aquella aún no tenía ninguna influencia en nuestras vidas. En aquellos años se vivía aún bajo la sombra de la Segunda Guerra Mundial, siendo la gran novedad la desintegración del átomo. La tradicional división de la historia en eras, antigua, media, moderna y contemporánea, ahora daría paso a una nueva era, la era atómica. Nuestro gobierno nos prometía que nuestros automóviles y electrodomésticos en breve funcionarían con energía atómica, embaucado por un pretendido sabio alemán que había trabajado con los nazis. Incluso la gran novedad de la moda femenina, el traje de baño de dos piezas, había sido bautizada en relación con esta nueva era que se iniciaba. Me refiero al bikini, cuyo nombre se debe al atolón del mismo nombre en el Océano Pacífico donde se probaban las nuevas bombas nucleares. Hasta el día de hoy sigo esperando el comienzo de aquella época dorada que me prometían mis mayores. En realidad, la era que se inició poco tiempo después no sé si llamarla era informática o era de las comunicaciones. Para que podamos apreciar el cambio, tratemos de recordar cómo estaban aquellas disciplinas durante mis años escolares.
Empecemos con nuestras herramientas de cálculo. En la escuela primaria nos enseñaban suma, resta, multiplicación y división, seguramente igual que ahora. También algunos mecanismos para comprobar la validez de los resultados, porque en la multiplicación y especialmente en la división era muy fácil equivocarse. Naturalmente todo esto se hacía en lápiz y papel. Para quien no cursara la secundaria, sólo con ésto tendría que arreglársela en la vida.
En la secundaria aprendíamos un complicado algoritmo para calcular raíces cuadradas. ¿Aún se enseña? Creo no haberlo usado en mi vida. Más adelante llegaban los logaritmos. ¡Esto sí que era un progreso! Con ellos podíamos también prescindir de multiplicaciones y divisiones manuales, verdaderamente infernales cuando se trataba de números de muchas cifras. La gracia era que aquellas se convertían es simples sumas y restas. Había que contar, eso sí, con una buena tabla de logaritmos. Su calidad dependía del número de decimales con que aparecían los logaritmos. Para el colegio teníamos una de 5 decimales, pero mi padre en casa tenía una de 7 decimales que conservaba desde sus años universitarios. La cantidad de decimales era lo que te daba la precisión de los resultados. Y si realmente tenías que calcular con una precisión mayor a la tabla disponible, olvídate de los logaritmos y a multiplicar y dividir como cuando eras niño.
En los últimos años de la secundaria nos enseñaban trigonometría. Senos y cosenos y todo lo demás. Estos también había que buscarlos en tablas, aunque realmente lo que uno encontraba en ellas no eran propiamente las funciones trigonométricas sino sus logaritmos, porque normalmente el paso siguiente involucraba multiplicaciones y divisiones. Para obtener el resultado había que hacer la operación inversa, sacar el antilogaritmo. Pero como en la tabla no estaban todos los valores posibles, sino sólo algunos separados por intervalos regulares, los valores intermedios se obtenían mediante el mecanismo de la interpolación, el cual prefiero no explicar para evitar que mis lectores jóvenes abandonen la lectura de inmediato.
Alguno se preguntará para qué usábamos todo este bagaje computacional. Pues en paralelo con la trigonometría esférica estudiábamos cosmografía, habiendo entre ambas una relación simbiótica. ¿Acaso hay alguna otra aplicación de la trigonometría esférica que no sea calcular las horas de salida y puesta del sol, la altura de la luna o de alguna estrella al pasar por el meridiano, u otras cuestiones parecidas de gran aplicabilidad en la vida corriente? Con decirles que yo que soy astrónomo aficionado desde tierna edad, no recuerdo haber tenido que calcular jamás ninguna de esas cosas.
Pero no todo era papel y lápiz. ¡En mi casa teníamos una calculadora! Pero no funcionaba a pilas, ni mucho menos con energía solar. Era un extraño aparato con una serie de columnas que se deslizaban verticalmente, con 10 hoyitos cada una. Se introducía un ganchito en el agujero correspondiente al dígito que uno quería sumar y se tiraba hacia abajo. Esto accionaba unos totalizadores que al terminar la operación mostraban el resultado. Creo que también restaba, pero definitivamente no multiplicaba ni dividía. Como manejaba al menos 7 dígitos significativos, se complementaba perfectamente con nuestras tablas de logaritmos. Aunque no la usé para nada del colegio, sí me servía para distintos cálculos de tipo astronómico que aparecerán más adelante en las páginas de este libro. Mi padre seguramente usaba este aparato para administrar sus finanzas. Antes de que piensen en reírse de la rusticidad de nuestro artefacto, los desafío a que manejen durante un mes sus cuentas bancarias y sus tarjetas de crédito sin calculadora, sin Internet y sin planillas electrónicas. ¡Qué horror!
Mi padre como buen ingeniero también tenía una regla de cálculo. Me parece absurdo describir algo tan conocido, pero me temo que alguno de mis lectores más jóvenes jamás haya visto una. En fin, es un artefacto que funciona como una barra deslizante entre dos barras fijas. En las barras hay sendas escalas logarítmicas, de manera que haciendo coincidir los números de las respectivas barras, se suman los logaritmos o, lo que es lo mismo, se multiplican los números. También permite extraer cocientes, obtener cuadrados y cubos y las raíces correspondientes, todo con una precisión de dos o tres dígitos significativos. No sirve para sumas y restas.
Si con mi explicación no entendió mucho, búsquese algún abuelito ingeniero que haya conservado uno de estos aparatos, o mire en wikipedia donde le darán una explicación mucho mejor. No sólo servía para cálculos, sino para mostrar el status de su dueño. Todas eran importadas, había marcas mejores y peores, y cumplían el mismo papel social que años después tendrían las calculadoras HP o las lapiceras Mount Blanc y que hoy desempeñan los distintos 'ixxx' (pronúnciese 'aixxx') que proliferan en el mercado para comunicarse con cualquier punto de la tierra de múltiples maneras.
Ya que mencionamos a wikipedia, mis juveniles lectores se preguntarán cómo hacía el mundo para mantenerse informado antes de que existiera el Internet. Por lo pronto teníamos a los diarios, que ya llevaban siglos de existencia. Naturalmente que los leíamos en papel y no en el sitio web como se hace ahora. Los recibíamos temprano en la mañana y, si queríamos saber que había pasado durante el día, podíamos comprar un diario vespertino de vuelta de la oficina, costumbre habitual de mi padre. También teníamos libros, igual que ahora. La diferencia era que si no encontrábamos lo que buscábamos en la librería del barrio, había que empezar a peregrinar por todas las librerías de la ciudad. Nada de pedirlo por internet y recibirlo en tu casa dentro de la semana o, mejor, una versión electrónica en unos pocos minutos. Supongo que había librerías que traían libros por encargo, pero podían demorar meses y posiblemente te los robaran en el correo.
¿Cómo obteníamos información en profundidad? En todas las casas con alguna pretensión de cultura existían las enciclopedias. ¿Algún despistado pensará que eran algo así como una colección de encíclicas papales? No, joven, eran como una wikipedia en papel, en muchos tomos, sin más índice que el tradicional orden alfabético. En mi casa aún subsisten dos. Una Monitor, heredada de casa de mis suegros, de 16 tomos, y una Salvat de 12 tomos, comprada en fascículos en la década del 70. Reconozco que hoy sólo la uso para consultas rápidas, generalmente relacionadas con el crucigrama dominical. Pero debo reconocer que se ven muy impresionantes en mi biblioteca.
En tiempos pasados su utilización era muy diferente. Cuando iba a casa de mis futuros suegros a buscar a mi entonces novia, la Monitor me servía para matar el tiempo mientras ella se arreglaba. Mucho antes, incluso de niño, me fascinaban las enciclopedias que había en casa de mis abuelos. Tenían la Enciclopedia Británica, famosa en el mundo entero, pero esta palidecía al lado de la mayor y mejor enciclopedia de todos los tiempos, la Enciclopedia Espasa. ¡Eran como 70 tomos, cada uno de como 10 centímetros de espesor! Los primeros tomos habían empezado a salir poco después del 1900 y los últimos en la década del 30. En ella se recogía en mucha profundidad todo el conocimiento de la humanidad anterior a su publicación. Si en la Británica encontrabas sólo la descripción de los distintos tipos de barcos de guerra, en la Espasa estaba la lista detallada de todos los acorazados, cruceros y portaaviones de todas las armadas del mundo, con especificación precisa de su tonelaje, velocidad y armamento. Para un apasionado de la historia de las dos Guerras Mundiales como yo, una información absolutamente preciosa. Incluso hoy no creo poder encontrar tanto detalle en Internet.
Donde fallaba esta enciclopedia y todas las otras era en que rápidamente perdían actualidad. Algunas como la Británica y la misma Espasa trataban de mantenerse al día sacando apéndices cada dos o tres años, aunque ya no era lo mismo. La Británica sacaba nuevas ediciones completas cada tanto, pero para la Espasa que había demorado unos 30 años en publicar todos sus tomos, esto fue imposible. ¿Quién estaría dispuesto a renovar periódicamente los 7 metros de biblioteca que ella ocupaba? Hoy la Espasa original es un objeto de culto entre aquellos con mucho dinero y espacio en su casa. Verdadero orgullo de la hispanidad, aún se encuentran ediciones más o menos completas en las librerías de usados.
¿Qué podemos decir de las comunicaciones de la década del 50? Por lo pronto teníamos el teléfono, que no difería mucho del actual teléfono fijo. En lugar de botones tenía un disco giratorio con 10 agujeros donde uno introducía un dedo y movía el disco hacia abajo hasta que el dedo llegaba a un tope. Al soltarlo se oían las pulsaciones cuya cantidad indicaba el dígito que se había marcado. Hasta el día de hoy cuando uno quiere indicarle a otra persona que lo va a llamar, hace un movimiento circular con el dedo. Supongo que llegará un momento en que todos los que conocimos el antiguo dial ya no estemos y sin embargo la gente continúe con ese gesto sin saber por qué.
Otra diferencia con el teléfono actual es que no existían los inalámbricos, por lo que las damas, en lugar de pasearse hablando como hacen ahora, enroscaban el cable sin darse cuenta mientras conversaban con sus amistades. Supongo que había caballeros que hacían lo mismo, pero no me consta.
El teléfono funcionaba bastante bien dentro de una misma ciudad. Para llamadas interurbanas y especialmente internacionales la cosa no era tan fácil. Se llamaba a un número especial de larga distancia y después de una larga espera se oía una voz generalmente femenina del otro lado. Entonces uno preguntaba: — ¿Qué demora hay con Mar del Plata, o con Chile, o con Estados Unidos? — La respuesta podía ser 2 horas o 6 horas o 20 horas. Entonces uno daba el número al que quería llamar, colgaba y a esperar. Transcurrido el tiempo indicado, o menos o más, según el tráfico, sonaba tu teléfono y te decían: — ¡ Su llamada a tal y tal lugar! — La aceptabas, y empezaba a sonar el teléfono del otro lado. Si contestaban, comenzaba la conversación, y a correr el taxímetro de lo que te iba a salir la cuenta. Si no, vuelta a empezar. Te podían comunicar a cualquier hora del día o de la noche, y cuando se estaba esperando la famosa llamada, que a nadie se le ocurriera usar el teléfono. No fuera cosa de tener que esperar otras 20 horas porque estaba ocupado cuando te tocó el turno.
En las áreas suburbanas el teléfono no tenía dial, sino una manivela. Cuando uno la giraba vigorosamente, un magneto (¿que sería eso?) hacía sonar una chicharra en la central telefónica, y alguien te preguntaba del otro lado: — ¿Numeró? — y no es que me haya equivocado con el acento, era así, con acento agudo. Uno pasaba el número y oías como te lo marcaban para establecer la conversación. En mi familia habíamos descubierto que durante el día había operadoras mujeres y en la noche eran hombres, por lo que teníamos mejor respuesta si en el día llamábamos los varones y de noche mis hermanas mujeres, todos poniendo la voz más coqueta que pudiéramos.
Por supuesto que también existía el correo, igual que ahora. Sólo que ya nadie lo usa. Si estábamos de vacaciones, se esperaba que uno le escribiera una cartita a sus padres. Lo mismo pasaba si teníamos un pariente o amigo en el extranjero. Existía el correo normal y el aéreo, que era mucho más caro. En este último te cobraban por el peso de la carta. Por eso se usaban sobres y papeles extra livianos, casi transparentes. Mi padre tenía en su escritorio un pesacartas, es decir una balanza portátil que se usaba exclusivamente para pesar la correspondencia. Aún la conservo como adorno, pero en aquella época le servía para saber el valor de las estampillas que había que pegar en los sobres. Después nos mandaba a echarlas al buzón, grandes recipientes cilíndricos fijos en muchas esquinas, pintados de rojo, con una ranura donde introducíamos las cartas. Hoy probablemente se los robarían, pero en aquel entonces lo habitual es que se los vendieran a algún provinciano recién llegado a la ciudad. Usando de un cómplice les hacían creer que había que pagarle al dueño del buzón para echar cartas en él, y los pobres caían, lo compraban y después se quedaban a su lado esperando el primer cliente. Cuando intentaban cobrarle, imagínense el escándalo que se armaba.
Las cartas importantes normalmente se guardaban. Gran parte de la historia de los últimos siglos se ha escrito en base a esas colecciones de cartas. Supongo que los historiadores futuros no tendrán esta facilidad, porque todo nuestro correo electrónico termina yéndose a la basura cada vez que nuestros computadores personales quedan obsoletos, lo que ocurre cada pocos años. ¡No todo es progreso en estos tiempos!
Junto al teléfono y el correo teníamos el telégrafo. Había sido inventado a mediados del siglo XIX y fue el primer sistema de comunicación instantánea a grandes distancias. En aquella época fue un verdadero salto cuántico en materia de comunicaciones. Hasta entonces, lo más rápido eran los correos a caballo en tierra o algún veloz velero por mar. De pronto los días y semanas se convirtieron en horas y e incluso minutos. La transmisión era a través de un cable, con un operador humano en cada extremo. La información se trasmitía codificada como combinación de pulsos cortos y largos, comúnmente llamados puntos y rayas. El código utilizado se llamaba Morse, en honor del inventor del primer telégrafo comercial. Era bastante conocido entre la juventud y lo usábamos en el colegio para enviarnos mensajes entre los bancos. Lo único que queda hoy de este código es el famoso SOS, mensaje universal de socorro elegido por la simpleza de su escritura en Morse, tres puntos, tres rayas, tres puntos.
En la época de la que estoy hablando, la telegrafía ya estaba perdiendo importancia. Se empleaba generalmente para dar malas noticias, así que el sonido del timbre junto con el grito de — ¡Telegrama! — causaba terror en nuestras casas. Se cobraba por palabra y era bastante caro, por lo que su gramática era absolutamente retorcida. Había que usar todas las posibilidades del castellano para construir palabras lo más largas posibles. Escribir "se la recomiendo" costaba el triple que "recomiéndosela". No me imagino cómo serían los telegramas en alemán, con su facilidad para yuxtaponer palabras. En mi niñez circulaba un chiste muy malo de dos hermanas, Adela y Rina, que vivían en España. Adela se casó y se fue a vivir a América. Al tiempo ella muere y el viudo, solitario y muy pobre, sólo tiene dinero para dos palabras, por lo que envía el siguiente telegrama a los padres de ella: "Mortadela, mandarina". Espero que mis lectores hayan entendido la broma, porque me daría mucha vergüenza tener que explicársela.
Sólo quedaría por mencionar la comunicación por radio. Junto a las radioemisoras, muy similares a las de ahora, existían los radioaficionados. Aún subsisten algunos, a la espera de poder ser útiles durante alguna catástrofe que impidiera las otras formas de comunicación. Eran fáciles de reconocer en el vecindario, por las enormes antenas instaladas en los techos de sus casas. Y en algunas situaciones, eran la única forma de comunicación posible. Es que, aunque parezca obvio decirlo, en aquella época no había satélites. Cuando mi señora era niña, su padre pasó un año en una de las bases antárticas y la única forma de hablar con él era usando los equipos de radio de onda corta de la Marina.
Así era nuestra vida antes de que la informática se infiltrara en ella. No era tan mala después de todo. Eso sí, teníamos que usar más nuestro cerebro, porque no había microchips en todas partes para ayudarnos. Hacíamos cálculos mentales, inventábamos nuestros juegos a partir de lo que tuviéramos a mano, pateábamos pelotas reales con los mismos pies que Dios nos dio y, si eramos combativos, no eramos personajes que circulaban por una pantalla masacrando enemigos sino que jugábamos a matarnos con nuestros amigos con pistolas de juguete, diciéndoles — ¡Bang, bang!
En lo que sigue trataré de describirles este largo proceso de infiltración, que nos trajo muchas cosas buenas y algunas que no lo son tanto.
Autor del Blog: HERNÁN HUERGO
Podés enviar tus aportes y fotos a hhuergo@gmail.com.
Podés incorporarte como Dino o Dina de la Informática Argentina si has nacido con fecha igual o anterior a 1961 y tenés diez o más años de experiencia informática en nuestro país. Podés solicitarlo a hhuergo@gmail.com.
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Buenísimo Eduardo !!, te felicito por el artículo. Recuerdo que las cartas desde y hacia el exterior demoraban como mínimo una semana en llegar. Hoy se puede decir que hay un abuso en el uso de las comunicaciones, pero si nos hicieran retroceder en el tiempo no podríamos vivir.
ResponderEliminarGracias Eduardo por volverme a las décadas del 40 y 50 y 60 del siglo pasado, cuando todo nos maravillaba y había tiempo para "procesar" todas esas novedades, que tan bien describiste.
EliminarSolo quiero hacer una mención mas que para mi significó el Google de aquellos tiempos: "El tesoro de la juventud", enciclopedia juvenil, en donde encontrábamos las respuestas a todas las preguntas que le quisiéramos hacer.
Con afecto,
Pepe Fernández Pernas (1937 y dino desde 1960)
Muy buen artículo, lleno de recuerdos. Pero todos muy lindos, con esa belleza que tiene lo simple de aquel entonces.
ResponderEliminarPor otro lado, tengo una regla de cálculo Faber Castell chica -media fané descangallada-, que tiene la particularidad de tener, en la parte de atrás, una sumadora como la que cuenta Eduardo que prometo llevar al próximo almuerzo.
Soy un chiquilín de 73 y Dino desde 1965