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2017.07.31: Laura Rozenberg: Conversaciones con Manuel Sadosky - 8. América Latina, de 1966 al exilio

8. América Latina, de 1966 al exilio

Laura Rozenberg. —No son muchos los que pueden narrar “La
noche de los bastones largos” desde un protagonismo directo, y usted es uno de ellos. Aquel 29 de julio de 1966, las autoridades de Ciencias Exactas se hallaban reunidas, incluido usted, cuando de manera imprevista la Policía irrumpe en la Manzana de las Luces. ¿Qué ocurrió entonces?

Manuel Sadosky. —Esa tarde estábamos ahí, pero en realidad hacía un mes que
Noche de los bastones largos (29/07/1966)
la universidad había resuelto mantenerse en estado de alerta permanente. Exactamente un mes, porque el golpe de Onganía contra el gobierno constitucional del doctor Arturo Illia había sido el 28 de junio. La situación era muy tensa pero el Consejo Superior no se acobardó y comenzó a emitir declaraciones en contra del avance reaccionario.
Al principio todo se mantuvo en orden, pero en un momento, varios funcionarios del gobierno pretendieron acercarse y nos hicieron una propuesta de lo más audaz: ellos estaban dispuestos a confirmar en sus cargos a todos los decanos de la UBA, pero a cambio, lo que nosotros teníamos que hacer era anular el Estatuto Universitario. Obviamente, no aceptamos.
El 29 de julio nos reunimos en la calle Perú para debatir los pasos a seguir. Estaba todo el Consejo Directivo de Exactas. Rolando García estaba dispuesto a renunciar, yo también, y en la línea de sucesión también lo hacía el profesor más antiguo, Zanetta. Estábamos en plena discusión y cerramos la puerta, no con la intención de quedarnos indefinidamente, sino porque queríamos dejar sentado que estábamos en contra de las presiones del gobierno de facto.
Pero en un momento, empezaron a llegar rumores de que la Policía iba a tomar el edificio por la fuerza. Nos imaginamos que abrirían las puertas y nos detendrían a los dirigentes, y que de esta forma quedaría públicamente expresado en los hechos que estábamos en contra del derrocamiento del gobierno democrático y de la intervención a la universidad. Pero no fue así.
Entraron con una violencia increíble. Después se supo que actuaron bajo una consigna: “Operación escarmiento”, la llamaron, y que el Jefe de la Policía Federal, el general Fonseca, supervisó todo atentamente desde una esquina.
Tratamos de salir como pudimos, con pañuelos blancos para mostrar que no íbamos a resistir, pero me llamó la atención cómo golpeaban a Rolando, a las mujeres… A mí me dieron un golpe en la cara. A Carlos Varsavsky le abrieron una herida profunda. Rompían puertas, vidrios. Era una situación de una enorme violencia. ¿A qué venía tanta violencia?
Nos trasladaron a diversas comisarías y en ellas ni siquiera los oficiales estaban advertidos. No sabían qué hacer con nosotros, y cuando alguien mencionó que éramos profesores, su actitud cambió.
Después me vi en el espejo. Todavía se usaba sombrero y yo tenía la cara bañada en sangre. Me la lavé. Luego llegó una orden y nos dejaron en libertad. Pero al día siguiente, al abrir los diarios, no apareció nada. Nadie se había enterado de nada.
Llamamos a la gente de la Ciudad Universitaria, a los que se habían quedado por la noche trabajando en el Instituto de Cálculo, y ellos tampoco se habían enterado de nada. Parecía una pesadilla.
Warren Ambrose (1914-1995)
En cambio, el diario estadounidense The New York Times publicó lo ocurrido. El asunto fue que en nuestro grupo estaba casualmente Warren Ambrose, un destacado matemático de Massachussets Institute of Technology, que esa tarde había ido a escuchar lo que pasaba y, sin quererlo, se vio metido en el enredo.
Entonces, ni bien pudo, escribió una carta contando todos los detalles y se la mandó al editor de The New York Times.

—¿Usted qué pensó?

—Trataba de entender. A medida que pasaban los días traté de hablar con la gente. Un taxista me dijo: “¿Los estudiantes? ¡Ahora van a ver lo que es estudiar!”. Eso me impresionó mucho porque creo que sintetizó lo que muchos pensaban en ese momento. Y es que la sociedad estaba muy alejada de lo que pasaba en la universidad. Pero no era culpa de la sociedad. Al contrario. Empecé a darme cuenta de que tal vez nosotros habíamos estado en una burbuja. Que quizá no supimos comunicarnos.
En fin, el país no estaba sensibilizado. Nuestros problemas no eran problemas de sueldos nada más. Había algo mucho más de fondo y era que el país no iba a progresar nunca si no nos desarrollábamos antes, en todo sentido: en educación, en ciencia, en cultura.

—¿Renunciaron inmediatamente?

—Sí. Rolando García, Rodolfo Busch, Carlos Abeledo, Carlos Varsavsky, Boris Spivacow… Nos fuimos muchos, más de mil. Una buena parte de los científicos se fue a Chile, otros a Perú, a México, Venezuela…

—Tengo entendido que usted viajó al Uruguay. ¿Tuvo dificultades para establecerse allí?

—No. En el Uruguay había una democracia relativa y además teníamos relación con docentes que utilizaban las instalaciones del Instituto de Cálculo.

—¿Ellos lo llamaron?

—Sí, ni bien se enteraron de la situación. El que me llamó fue el ingeniero
Universidad de la República Uruguay
Maggiolo, que era profesor de Hidráulica y además figuraba como candidato a rector. Gracias a la invitación me quedé a trabajar en la Universidad de la República y lo primero que hice fue plantear un programa similar al que habíamos encarado en Buenos Aires.

—Formar recursos y adquirir computadoras.

—Así es. Creamos la Carrera del Computador Universitario, donde también podían estudiar alumnos de Ingeniería y de Ciencias Económicas. Formamos la hemeroteca…

—¿Qué computadora compraron?

—Una IBM. En la Comisión de Planeamiento del Uruguay estaba Enrique Iglesias, que luego sería Presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, y cuando presenté el proyecto para adquirir una computadora que tendría importancia en la formulación de modelos económicos, él apoyó la idea de inmediato y se las ingenió para conseguir una exención impositiva.

—Pero usted, además, viajaba a Buenos Aires.

—Sí. Cora y yo no perdimos el contacto. En Montevideo nos quedamos siete años pero íbamos y veníamos.

—¿Tuvo alguna ocupación en Buenos Aires?

—Durante un tiempo di conferencias, por ejemplo, en el Sindicato de Luz y Fuerza sobre los cambios necesarios en materia de ciencia y técnica. Pero además, como no podíamos hacer nada en la universidad, los “ex” del Instituto organizamos una empresa tecnológica que se llamó ACT.

Del artículo Manuel Sadosky y su impacto en la ciencia y en la política argentina, por Pablo M. Jakovkis.  Universidad Nacional de Tres de Febrero y Universidad de Buenos Aires. Artículo completo en:
—¿Una iniciativa privada?

—Sí. De entrada nos presentamos a un concurso y lo ganamos. Era un proyecto del gobierno para hacer un modelo matemático sobre la cuenca del Plata. Teníamos la experiencia de los ríos cuyanos, pero la cuenca del Plata abarca cuatro millones de kilómetros cuadrados y había que reunir una cantidad de información dispersa en varios países, ya que, por supuesto, en esa época no había bancos de datos.

—¿Y lo lograron?

—Uno de los ingenieros recorrió todo el Paraná hasta el Amazonas en busca de datos meteorológicos. Tomamos contacto con una empresa francesa (BCOM) que había trabajado en Indochina, en el río Mekong. Pero tuvimos que dejar la parte de cálculos que pensábamos hacer con ellos después de que nuestra moneda sufrió una devaluación.

—El contrato con los franceses era en dólares.

—Sí, eso dio por tierra con todo. Fue una lástima, porque fue un trabajo para el gobierno que hubiese servido por mucho tiempo para estudiar sequías, inundaciones, para elaborar planes energéticos…

—¿Qué personalidades recuerda de aquel período que lo hayan impresionado de una manera particular?

Darcy Ribeiro
(1922-1997)
—Uno de ellos fue Darcy Ribeiro, el antropólogo brasileño. Había sido Ministro de Educación y rector fundador de la Universidad de Brasilia. Él estaba exiliado en el Uruguay y yo lo ayudé a conseguir un cargo de profesor en la facultad. Le fui a decir al rector que no era posible que alguien como él no tuviese una dedicación exclusiva. Por suerte entendió y se la dieron, pese a que los uruguayos no tenían aún esa modalidad. Cora y yo nos hicimos muy amigos, con Darcy congeniábamos muy bien y nos contábamos experiencias. Un día me contó que en seguida, después de terminar sus estudios en Brasil, se fue a vivir al Amazonas, a una comunidad de aborígenes. Al principio se sentía muy solo pero parece que después le llegaron algunos libros y eso lo puso de buen humor. Entonces fue a recostarse como de costumbre en su hamaca paraguaya, a la vista de los indígenas del lugar, y se puso a hojear el Quijote; estuvo leyendo un rato y quizá por la gran tensión nerviosa, le dio un ataque de carcajadas. Después salió a dar un paseo. Dice que se sentía feliz, y cuando regresó se encontró con una fila de aborígenes que sucesivamente tomaban el libro y se reían a carcajadas. El libro resultó ser una “máquina de hacer reír”…

—En ese período usted viajó bastante. En 1967 estuvo en Asunción del Paraguay y al año siguiente en Cuba. ¿Qué lo llevó a esos países?

—Fueron motivos distintos. Al Paraguay fui invitado a dar conferencias y aproveché para convencerlos de la necesidad de introducir la informática. El director local de IBM, el ingeniero Pisan, era argentino. Lo convencí de que, como empresa, les convenía tener gente especializada en esos temas y que la universidad era el lugar ideal para formarlos. La empresa donó equipos y en Asunción, con el tiempo, se formó gente de muy buen nivel.

—¿El viaje a Cuba también se trató de una invitación?

—Sí. El gobierno cubano invitó a un grupo de gente de la cultura. Permanecimos con Cora un mes pero el viaje se mantuvo entretenido desde el principio. Primero, tuvimos que trasladarnos a París porque desde Montevideo no había vuelo directo.

—¿Quiénes fueron?

Alejo Carpentier (1904-1980)
—Era un grupo grande pero recuerdo que me tocó viajar con Mario Benedetti y con Alejo Carpentier, que no dejó de mirar lo que yo estaba leyendo. Vio que era Cien años de soledad, y como era un libro que ya se había publicado hacía un año, me miró perplejo y me preguntó: “Pero cómo, ¿todavía no lo leyó?”, me decía riéndose. Y es que para Carpentier aquel libro era perfecto. Es más, me decía: “García Márquez no lo escribió. ¡Lo encontró!”.

—¿Qué recuerdos tiene de la isla?

—Bueno, hacía apenas tres meses que había muerto el Che Guevara y el fervor se sentía en las calles. Conocí el interior de la isla. Estuve en la Universidad Marta Abreu de las Villas, en Santa Clara, y tomé contacto con los matemáticos. La obra que estaban haciendo en educación me impresionó mucho.

—¿A quién tuvo la oportunidad de conocer?

—Al Ministro de Educación, Llanuza, y también me encontré con Julio Cortázar…

Julio Cortázar (1918-1978)
—Tengo entendido que ustedes eran compañeros de la secundaria. ¿Eran amigos?

—No exactamente. Éramos de la misma edad, pero él iba a la tarde y yo a la mañana. Él era del Sur y yo era de Boedo. Nos separaban esas cosas. A él le interesaban más ciertas manifestaciones literarias. En cambio, yo iba a la peña de González Castillo, el padre de Cátulo. Íbamos con mis hermanos. Sin embargo, desde el colegio tuvimos un amigo en común, el crítico de música Jorge D’Urbano; yo era amigo de él porque era de una familia de libreros, los D’Urbano Viau.
La relación con Cortázar continuó siempre con ciertas prevenciones de ambas partes, era una relación muy tenue. En el Acosta había gente de Boedo y de Florida, todos eran alumnos; la polarización se estableció a partir de 1930. Había gente más exquisita y otra que quería ser más popular. Popular era Leónidas Barletta. Jorge Luis Borges estaba en el otro grupo, en Florida. Yo no tenía nada que ver con esos grupos pero me reflejaba en Boedo, porque vivía allí.
Después sí, la relación con Cortázar fue más estrecha, primero en Cuba y después en Venezuela y en París, cuando yo ya vivía ahí. Aún conservo alguna tarjeta que me envió de un congreso de la UNESCO. Después, él continuó una relación de amistad con mi hija Cora, en París. Cortázar era una persona muy vivaz, muy llana, sensible. Decía que lo que más extrañaba de Buenos Aires era el lenguaje lunfardo, así que en Venezuela le grabé unas cuantas cosas que tenía guardadas y se las mandé…


—En 1968, la revolución alfabetizadora ya daba sus frutos. ¿Qué impresión tuvo de ese logro cubano?

—Muy favorable, pero al ministro le señalé que estaban haciendo matemática muy abstracta, y que no era eso lo que Cuba necesitaba. Luego me enteré de que hubo gente que se dedicó a la computación y tuvieron una relación estrecha con los rusos. Ellos estaban creando grandes escuelas pero creían que en la Argentina teníamos una experiencia mayor.

—Decían eso…

—Estaban en lo cierto. Ellos no tuvieron un Sarmiento de Presidente de la República.

—¿Visitó usted mismo las escuelas?

—Sí. Fuimos con Llanuza, que solía ir de visita para hablar con los alumnos. Esa costumbre también me sorprendió. Un día presenciamos una asamblea de alumnos en el patio de una escuela. Llanuza preguntó si alguno tenía algo que decir, y un chico acusó a una profesora de hacer favoritismos, pero en seguida que empezó a hablar, quedó al descubierto que ese chico estaba cambiando la realidad de los hechos.

—¿Qué le llamó la atención?

—Bueno, el acto en sí. Estaba bien pensado. Encerraba algo muy profundo. Se trataba nada menos que de llegar a la verdad en un lugar tan particular como el patio de un colegio. Tanto es así que a mi regreso me ocupé de reunir a los hijos de mis amigos y de contarles todo lo que vi en Cuba.

30/07/2017: Conversando con Arturo Regueiro - 3. Una venta mayor en paños menores


Mis conversaciones con Arturo Regueiro fueron en su casa, de la que sale poco y nada. Un problema muy serio le afectó la vista. Otro problema más serio todavía tuvo que ver con el corazón. Les comento a mis lectores dos cosas de los ojos. La primera cuando me dijo que esperaba con ansias unos lentes que está por sacar Google el año que viene. Apuntados a cualquier texto van a transmitirle el mismo al lector por medio de auriculares. La segunda tuvo lugar cuando al fin de mi primera visita, me acompañó hasta la puerta de salida del edificio. Al salir del ascensor me comentó, pegado a mí: "Por suerte tengo gran memoria visual para moverme. A vos apenas te veo, borroso". Cuando le dije, "Te mando el texto antes de publicarlo para que lo revises", Arturo me contestó, quizás abrumado de antemano por la odisea de leerlo: "Mejor que no, confío en lo que escribas". 

Entenderán los lectores que el tamaño de letra elegido para estas entradas del Blog no es casual.

Como era de esperar, cometí algunos errores, algunos los detecté por mi cuenta, alguno me lo indicó él y están los otros, los que no pude detectar/corregir todavía. Hablé con él y me dijo algo como: "Hay algunas cosas... No te preocupés... La familia lo aprobó".

Las fotos de la familia las conseguí en general de Alejandro, y unas cuantas más están en su Facebook. Si es sabido que para los Dinos es un ser querible como pocos, es evidente que es amado a más no poder por la familia. La mujer Inés, tres hijos, un yerno, dos nueras, el nieto hijo de Claudia, las nietas trillizas hijas de Alejandro, los nietos mellizos hijos de Diego. Un ejército para quererlo, cuidarlo y mimarlo. 


Arturo, Inés y las nietas trillizas: Romina, Camila y Victoria.
Las trillizas tienen hoy 18 años.
Cuando conversaba con él me llamó la atención cómo me relataba su vida. En forma ordenada, con multitud de detalles. Con suspenso, a veces calmando mis preguntas con un "Todavía no llegamos a esa parte". Parecía tener armado y aprendido de memoria el libro de sus memorias, valga la redundancia. Parecía estar esperando a alguien que las escuchara y las escribiera. Un torrente de película, lleno de aventuras y emociones, sin censura. Sabiduría combinada con modestia. Sinceridad de cabo a rabo. Pude disfrutar de un Arturo Regueiro al cien por cien.

Bueno, termino el palabrerío, vamos a un capítulo bien divertido de la historia.

3. Una venta mayor en paños menores

AR: De todas las ventas de 315 importantes no puedo dejar de hablarte de una muy especial, que tiene su razón de ser que te la recuerde, que es la de Pirelli. Carlos Tomassino se pregunta hasta el día de hoy cómo Arturo Regueiro logró vender ese equipo.

Federico Stuhldreher, Carlos Tomassino 
y otros en Pirelli
HH: ¿Como lograste esa venta?

AR: La terminé de conseguir en el probador de casa Martínez.

HH: ¿En el probador de casa Martínez?

AR: Sí. Donde se alquilaban trajes para novios, padrinos, suegros, etc.

HH: ¿Cómo fue que llegaste allí?

AR: No conseguíamos la entrevista con el director general, que tenía un apellido español, no lo recuerdo. Una de las técnicas que yo usaba era hacerme muy amigo de los porteros, de los encargados, de todo el mundo, de las secretarias. Llevarle alguna pavada a una secretaria hacía que ella por lo menos se acordara de vos y te tratara mejor cuando llegabas. En este caso el portero de Pirelli, había hablado varias veces con él, me hice amigo. Un día le digo:

-Uy,  qué desgracia, no puedo conseguir ver a este hombre, no nos recibe.
-Mire, está por salir en el coche que se va a ir a casa Martínez a probar el traje de padrino, se casa la hija. Si lo espera acá seguramente lo va a ver.

Textual, aparece y viene hasta el coche.

-Fulano, fulano, yo quería hablar con usted.
-Bueno, ¡suba!

Y nos fuimos en el coche hasta Casa Martínez.
Él en calzoncillos, y yo dándole los últimos argumentos.
Primero cuento la situación de la venta hasta ese momento, que estaba muy difícil, muy difícil. El competidor Bull estaba muy metido, ya tenía un equipo de tarjetas perforadas en el cliente, de Registro Unitario. También estaba IBM. Estaba tan difícil la decisión que el director general pidió ayuda a Italia. Mandaron a un fulano, supuestamente experto, que estuvo bastante meses para ayudar a tomar la decisión, que todavía no estaba tomada. El italiano era pro IBM. Bueno, en Italia tenían IBM y era lo que conocía. Por eso se hacía difícil y el único que la podía destrabar era el capo este, el director general.
Bueno, ya te digo, en calzoncillos conseguí sacarle el sí. Por favor no me pidan que diga nada de los calzoncillos.

Las conversaciones aquí volcadas tienen alguna edición, es decir, no se vuelcan todas las palabras exactas, sí las suficientes para transmitir lo dicho y respetar el estilo del relator, en este caso Arturo. Pero los lectores que quieran escuchar el relato tal cual no tiene más que hacer clic para escucharlo a AR. Entenderán mejor todo mi palabrerío con el que arranqué esta entrada.
 

Pueden ver el relato de Carlos Tomassino en:
2015.07.22: Carlos Tomassino: La Vidriera (1966)

y también en Museo Informático:
CARLOS TOMASSINO: En la informática, mi historia comienza…

Continúa en Parte 4

2017.07.29: Laura Rozenberg: Conversaciones con Manuel Sadosky - 7. “Clementina” en el Instituto de Cálculo

7. “Clementina” en el Instituto de Cálculo


Asado con amigos y colegas del Instituto de Cálculo. De izquierda a derecha:Cora, Marcelo Larramendy, Nicolás Babini, Manuel, Julian Araoz, Rudyard Magaldi, Roberto Steingart y Mario Berdichevsky.
Laura Rozenberg. —Ya es Vicedecano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA. Están a punto de poner en marcha el Instituto de Cálculo y van a comprar… ¡una computadora enorme! Esto no era tan simple en 1957. La industria de la computación apenas despuntaba. ¿El suyo era un proyecto realista?

Manuel Sadosky. —Sí, cómo no, estábamos bien informados. Manteníamos
contacto con argentinos que trabajaban en el exterior con buenas computadoras y leíamos lo suficiente. Aquí llegaba una revista, Computer’s Reviews, que traía las últimas novedades y también había muchos libros. El libro de Wiener, sobre cibernética, nos abrió mucho la mente.

—¿Qué aplicaciones pensaba darle a la máquina?

—Básicamente, aplicaciones que fueran de utilidad para el país en muy diversas áreas. La computación podía servir para orientar y ordenar la administración pública; para impulsar la investigación operativa, que estaba creciendo mucho; para diseñar planes y estrategias… Tener una computadora representaba un salto tecnológico extraordinario.

—Usted solía escribir artículos sobre la evolución del cálculo y usó la máquina de calcular cuando muchos profesores aún la evitaban en las clases. ¿Cuándo fue la primera vez que se refirió a la computación?

—Lo recuerdo muy bien. Fue en 1950. Roque Carranza me pidió algo para la revista del Centro de Estudiantes de Ingeniería y yo escribí sobre el tema, anticipando los progresos que traería la computación. Unos años después, en 1954, escribí otro artículo sobre el tema en el Acta de Neurociencias, por encargo de Alfredo Thompson, Jefe del Hospital Francés.

Programando la ENIAC
—En 1950, cuando usted escribe ese artículo, la primera computadora del mundo apenas tenía seis años.

—Sí. Era la ENIAC, que se concibió en la Universidad de Pensilvania. Sus creadores fueron John Mauchly y John Presper Eckert, y a ellos se unió John von Neumann, un húngaro nacionalizado estadounidense que 
trabajaba en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. En 1954 la desmantelaron. 



Pero la historia de la computación es más antigua. Los autores de las primeras computadoras fueron Pascal y Leibniz. Pascal construyó una máquina simple de sumar para su padre, que era contador y estaba abrumado por los cálculos. Consistía en una serie de rueditas en un eje y sus rotaciones permitían calcular las sumas de una manera novedosa. Leibniz, por su parte, fundándose en la lógica, hizo una máquina que sumaba y multiplicaba, y además tuvo la idea de ocuparse del sistema de numeración: se le ocurrió que los números podían representarse con menos elementos; en otras palabras, con un cero y un uno se podía representar cualquier número. Había creado el sistema binario que tuvo mucha importancia en el desarrollo de los circuitos electromecánicos y electrónicos, y resulta un concepto fundamental de la lógica. Lentamente, estas ideas se fueron desarrollando, perfeccionando, siempre con limitaciones muy grandes. Hacia mediados del siglo XIX, el inglés Charles Babbage, un precursor de los procesos automáticos, concibió máquinas modernas. Pero la tecnología de esa época no estaba suficientemente desarrollada. Sus prototipos terminaron en el Museo Británico de Londres. De
John von Neumann (1903-1957)
todos modos, en esa época se llegó por primera vez a la idea de programar una máquina para que realizara cálculos de manera sucesiva a partir de datos iniciales. Babbage contó con la colaboración de Ada Augusta Byron, también llamada Lady Lovelace, la hija de Lord Byron. Una de sus geniales ideas fue la de que un cálculo grande podía contener muchas repeticiones en la misma secuencia de instrucciones, y ella notó que usando un salto condicional sería posible preparar sólo un juego de tarjetas para las instrucciones recurrentes. Así describió lo que nosotros ahora llamamos un “bucle” y una “subrutina”. A mediados del siglo XX, se empezó a pensar en la posibilidad de usar recorridos eléctricos para hacer cálculos. Esto permitió no sólo calcular en sistema binario, sino que además se desarrollaron programas del tipo “haga primero esto, luego lo otro”; es decir, programas de instrucciones para llevar adelante series de cálculos. Esta combinación de la matemática con la lógica dio lugar a un desarrollo fabuloso y, terminada la guerra, se fue perfeccionando cada vez más el cálculo automático hasta llegar a las actuales computadoras.


—¿Cómo implementaron la compra de la primera computadora que se alojó en la Ciudad Universitaria?

Pedro Zadunaisky (1917-2009)
—Analizamos todas las posibilidades. En aquel momento, las computadoras se construían en Estados Unidos y en Inglaterra. Nos asesoramos bien. Por un lado, en Estados Unidos estaba Pedro E. Zadunaisky, que había trabajado en Columbia y en Harvard. Y en un momento, también llegó de Oxford un químico argentino, Simón Altmann, que tenía gran experiencia en el uso de grandes computadoras. Ellos nos dieron la pauta de que nuestro proyecto era perfectamente viable.

—Finalmente, ¿cómo se materializó?

—Fue gracias al CONICET, la institución dio los fondos.



—¿No hubo apoyo de la universidad?



—Bueno, se vio que el CONICET estaba en mejores condiciones. Todavía eran pocos los pedidos de fondos. Aún no estaba implementada la carrera del Investigador.


—Se dice que hubo una licitación.

—Sí. Se licitó y ganó la firma Ferranti, de Manchester, Inglaterra, y compramos un modelo Mercury.


Con Rebeca Guber y Clementina en el Instituto de Cálculo (1965).
—Muchas veces se ha recordado que se trataba de una enorme máquina que ocupaba toda una habitación. ¿Recuerda los detalles?

M. Sadosky con Juan Carlos Angio,
trabajando con la Clementina
—Efectivamente, era un armatoste enorme, a válvulas. Tenía dieciséis metros de largo y adentro llevaba unas cinco mil válvulas. Ocupaba un gran salón. Por eso, para traerla y tener dónde ubicarla, hubo que esperar hasta que se terminó de construir el primer pabellón de la Ciudad Universitaria.

—Ese fue el núcleo del Instituto de Cálculo.

—Sí. Eso ya estaba proyectado. Lo que no pensamos era que nos iba a llevar tanto tiempo. Pero nos ocupamos de dictar cursos para atraer ingenieros, matemáticos, físicos y químicos hacia este nuevo campo de la ciencia. En 1957, organizamos con el ingeniero
Humberto Ciancaglini un curso en el Centro Argentino de Ingenieros que tuvo vasta repercusión y fue apoyado por las empresas que se ocupaban de las ventas de los equipos que iban apareciendo en muchos países.



Humberto Ciancaglini (1918-2012)
—Tras dos años de demora entre la compra y la llegada de la computadora, ¿hubo algún cambio en el panorama de la computación?

—Los cambios eran rápidos. Cuando finalmente llegó la computadora, en 1960, ya había modelos más nuevos. ¡Y todavía hubo que esperar un año más para instalarla!

—Años más tarde, el interventor Raúl Zardini diría con malicia que ustedes 
compraron una máquina que no servía para nada…

M. Sadosky y Wilfred Durán
—Bueno, hay muchas maneras y muchos motivos por los cuales se dicen ciertas cosas. Por supuesto que nos hubiese gustado tener una computadora último modelo, pero la Mercury nos sirvió mucho y permitió formar especialistas en formular los programas de cálculo. Lo que ocurre es que cuando Zardini hizo ese comentario, él ya era interventor en Exactas, después de “La noche de los bastones largos”, y su intención fue, pura y exclusivamente, la de agraviarnos. 

—Usted dice que con la Mercury se arreglaban bien. ¿Pudieron además proyectar la compra de un modelo más avanzado?

Clementina y Cecilia Berdichevsky
—Usted dice que con la Mercury se arreglaban bien. ¿Pudieron además proyectar la compra de un modelo más avanzado?

—Sí. Estábamos en tratativas pero “La noche de los bastones largos” nos ganó de mano. De todos modos, la máquina se usó seis años. Podríamos pasarnos una tarde entera hablando de las cosas que se hicieron.

—Uno de los escritos sobre la historia de la primera computadora relata que tenían un lema: “Primero el hombre, después la máquina”.

—Efectivamente. Esa fue la consigna permanente. Enviamos personal al exterior para capacitarse y organizamos seminarios en la facultad para empezar a difundir el tema.

—¿Se formaron programadores?

—Sí. Básicamente analistas y programadores. Pero también hubo un gran
Jonas Paiuk (-2014)
trabajo de reorientación de ingenieros y matemáticos. Oscar Matiussi, con una beca del Centro Internacional del Cálculo, y Jonas Pajuk, por el CONICET, viajaron a Manchester para aprender todo lo relativo al mantenimiento. Gracias a eso, no hubo que retener al personal inglés que vino a instalar la máquina.

—La bautizaron “Clementina”…

—Sí, porque venía programada de fábrica con ese ritmo fox, Clementine… pero aquí le agregamos la música de La cumparsita. Al principio, la máquina funcionaba con cintas de papel perforado. Más adelante se le agregó un convertidor para tarjetas que diseñó el propio Instituto.

—¿Qué vino a hacer exactamente Cecily Popplewell, la única mujer contratada de Manchester?

Oscar Varsavsky (1920-1976) 
—Ella estaba encargada del curso de Autocode, uno de los lenguajes de la máquina. Y realmente generó un enorme interés, a sus clases llegaron profesionales de todo el país y del Uruguay. Al Autocode lo usamos durante un tiempo, pero después, Oscar Varsavsky y su grupo llevaron adelante otro diseño, el COMIC, o Compilador del Instituto de Cálculo, que se adaptaba mejor a nuestras necesidades.

—¿Cómo implementaron la reconocida preocupación por los problemas nacionales?

—Hubo toda una serie de trabajos. Uno de ellos fue un modelo matemático que serviría para estudiar el aprovechamiento de los ríos de la zona cuyana. Como estábamos muy atentos, cuando vino la gente de la CEPAL a proponernos trabajar en ese tema, mediante el cual podrían preverse crecidas y todo lo relativo a la construcción de diques, Oscar Varsavsky opinó que estábamos en condiciones de encararlo y, con un equipo de jóvenes, se empezó a trabajar en un modelo que fue el primero que hicimos.

—¿Había algún antecedente similar?

—Sí. Después nos enteramos de que en la Universidad de Harvard habían hecho un trabajo similar pera la cuenca del Mississippi, y la verdad es que nos dejó muy satisfechos, porque era la prueba de que estábamos haciendo cosas de buen nivel.

—¿Y en la administración pública?

—Nos vinculamos con varios organismos estatales, con YPF, con Ferrocarriles del Estado, con Obras Públicas, con el INTA… Pero lo más importante, seguramente, fue el Censo Nacional de 1960. Por primera vez se usó la computación para el desarrollo y la evaluación de los datos y eso ahorró muchísimo tiempo. Antes, sólo la elaboración de los datos llevaba como diez años. Era un trabajo tremendo en cualquier país del mundo.

—¿Los trabajos del Instituto de Cálculo llegaron a tener repercusión internacional?

M. Sadosky- Presidente Reunión
UNESCO en París (1962)
—Definitivamente sí. Hubo cientos de trabajos publicados, inclusive en revistas internacionales. Además, compartíamos la computadora con los “vecinos”. La gente del Uruguay, por ejemplo, traía todos los programas preparados, utilizaban la computadora y se volvían en el día. También la UNESCO se interesó. Nos invitaron a formar parte del Centro Provisorio Internacional del Cálculo, que estaba integrado por nueve países; nosotros fuimos el décimo y con esto el Centro consiguió además un estatus permanente. Fui designado presidente de la reunión de París de 1962, que instituyó el CIC (Centro Internacional del Cálculo).

—Lo curioso es que algunos sectores estudiantiles no estaban demasiado de acuerdo, más bien se oponían a los proyectos de ustedes.

—Pretendían que la universidad diera más apoyo, más subsidios.

—¿Cuál era la situación real de la universidad?

—En términos comparativos estábamos mucho mejor que antes. Ellos tal vez no comprendían que el gobierno de Illia estaba haciendo un gran esfuerzo. Por eso buscábamos apoyo en el CONICET, en el exterior. La universidad en sí todavía estaba débil.

—¿Cómo fue la actitud del presidente Illia?

—Creo que hizo un gran esfuerzo por ayudarnos. A Illia lo conocí personalmente por intermedio de Roque Carranza, y nos vimos muchas veces. Yo le explicaba la importancia de los trabajos que hacía el Instituto de Cálculo, le presentaba a los científicos importantes que venían del exterior…

—¿Llegó a hablar con él del presupuesto universitario?

—Por supuesto, le hablé especialmente de la computadora. De la idea de cambiarla por un modelo más moderno. Pero cada vez que entrábamos en el tema del presupuesto aparecían limitaciones. Sin embargo, él estaba dispuesto a que el Ministerio de Economía diera el aval. Organizamos en la facultad una reunión con los representantes de las firmas comerciales y todo el personal del Instituto, y ahí se analizaron las ofertas.

—¿Qué resultó?

—Parecía que todo estaba en marcha y un día Illia me llamó por teléfono diciendo que deseaba conocer el Instituto personalmente.

—¿Lo invitó?

—Sí, claro. Para nosotros era muy importante que fuera. Iba a ser la primera vez que un presidente visitaba la Universidad y el Instituto, y eso tenía un carácter político que había que exaltar debidamente. Pero era una época tremenda y algunos sectores estudiantiles estaban “alzados”. Y en el decanato me advirtieron que si Illia visitaba el equipo se podía llegar a producir una situación violenta.

—¿Qué hizo entonces?

—Lo volví a llamar y le dije que el ambiente estaba poco propicio para la visita. “Voy lo mismo”, me contestó. Yo me di cuenta de que no tenía otra salida y le dije que la máquina del Instituto se había descompuesto y debíamos dejar la visita para después.

—¡Qué triste!

—Sí… Me hubiese gustado que ellos entendieran que Illia era alguien que hacía todo lo posible por la democracia, por dar cabida a todos los partidos. Pero en lugar de eso, pensaban tirarle tomates y protestar por el presupuesto. Por eso tomé esa decisión.