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2017.07.31: Laura Rozenberg: Conversaciones con Manuel Sadosky - 8. América Latina, de 1966 al exilio

8. América Latina, de 1966 al exilio

Laura Rozenberg. —No son muchos los que pueden narrar “La
noche de los bastones largos” desde un protagonismo directo, y usted es uno de ellos. Aquel 29 de julio de 1966, las autoridades de Ciencias Exactas se hallaban reunidas, incluido usted, cuando de manera imprevista la Policía irrumpe en la Manzana de las Luces. ¿Qué ocurrió entonces?

Manuel Sadosky. —Esa tarde estábamos ahí, pero en realidad hacía un mes que
Noche de los bastones largos (29/07/1966)
la universidad había resuelto mantenerse en estado de alerta permanente. Exactamente un mes, porque el golpe de Onganía contra el gobierno constitucional del doctor Arturo Illia había sido el 28 de junio. La situación era muy tensa pero el Consejo Superior no se acobardó y comenzó a emitir declaraciones en contra del avance reaccionario.
Al principio todo se mantuvo en orden, pero en un momento, varios funcionarios del gobierno pretendieron acercarse y nos hicieron una propuesta de lo más audaz: ellos estaban dispuestos a confirmar en sus cargos a todos los decanos de la UBA, pero a cambio, lo que nosotros teníamos que hacer era anular el Estatuto Universitario. Obviamente, no aceptamos.
El 29 de julio nos reunimos en la calle Perú para debatir los pasos a seguir. Estaba todo el Consejo Directivo de Exactas. Rolando García estaba dispuesto a renunciar, yo también, y en la línea de sucesión también lo hacía el profesor más antiguo, Zanetta. Estábamos en plena discusión y cerramos la puerta, no con la intención de quedarnos indefinidamente, sino porque queríamos dejar sentado que estábamos en contra de las presiones del gobierno de facto.
Pero en un momento, empezaron a llegar rumores de que la Policía iba a tomar el edificio por la fuerza. Nos imaginamos que abrirían las puertas y nos detendrían a los dirigentes, y que de esta forma quedaría públicamente expresado en los hechos que estábamos en contra del derrocamiento del gobierno democrático y de la intervención a la universidad. Pero no fue así.
Entraron con una violencia increíble. Después se supo que actuaron bajo una consigna: “Operación escarmiento”, la llamaron, y que el Jefe de la Policía Federal, el general Fonseca, supervisó todo atentamente desde una esquina.
Tratamos de salir como pudimos, con pañuelos blancos para mostrar que no íbamos a resistir, pero me llamó la atención cómo golpeaban a Rolando, a las mujeres… A mí me dieron un golpe en la cara. A Carlos Varsavsky le abrieron una herida profunda. Rompían puertas, vidrios. Era una situación de una enorme violencia. ¿A qué venía tanta violencia?
Nos trasladaron a diversas comisarías y en ellas ni siquiera los oficiales estaban advertidos. No sabían qué hacer con nosotros, y cuando alguien mencionó que éramos profesores, su actitud cambió.
Después me vi en el espejo. Todavía se usaba sombrero y yo tenía la cara bañada en sangre. Me la lavé. Luego llegó una orden y nos dejaron en libertad. Pero al día siguiente, al abrir los diarios, no apareció nada. Nadie se había enterado de nada.
Llamamos a la gente de la Ciudad Universitaria, a los que se habían quedado por la noche trabajando en el Instituto de Cálculo, y ellos tampoco se habían enterado de nada. Parecía una pesadilla.
Warren Ambrose (1914-1995)
En cambio, el diario estadounidense The New York Times publicó lo ocurrido. El asunto fue que en nuestro grupo estaba casualmente Warren Ambrose, un destacado matemático de Massachussets Institute of Technology, que esa tarde había ido a escuchar lo que pasaba y, sin quererlo, se vio metido en el enredo.
Entonces, ni bien pudo, escribió una carta contando todos los detalles y se la mandó al editor de The New York Times.

—¿Usted qué pensó?

—Trataba de entender. A medida que pasaban los días traté de hablar con la gente. Un taxista me dijo: “¿Los estudiantes? ¡Ahora van a ver lo que es estudiar!”. Eso me impresionó mucho porque creo que sintetizó lo que muchos pensaban en ese momento. Y es que la sociedad estaba muy alejada de lo que pasaba en la universidad. Pero no era culpa de la sociedad. Al contrario. Empecé a darme cuenta de que tal vez nosotros habíamos estado en una burbuja. Que quizá no supimos comunicarnos.
En fin, el país no estaba sensibilizado. Nuestros problemas no eran problemas de sueldos nada más. Había algo mucho más de fondo y era que el país no iba a progresar nunca si no nos desarrollábamos antes, en todo sentido: en educación, en ciencia, en cultura.

—¿Renunciaron inmediatamente?

—Sí. Rolando García, Rodolfo Busch, Carlos Abeledo, Carlos Varsavsky, Boris Spivacow… Nos fuimos muchos, más de mil. Una buena parte de los científicos se fue a Chile, otros a Perú, a México, Venezuela…

—Tengo entendido que usted viajó al Uruguay. ¿Tuvo dificultades para establecerse allí?

—No. En el Uruguay había una democracia relativa y además teníamos relación con docentes que utilizaban las instalaciones del Instituto de Cálculo.

—¿Ellos lo llamaron?

—Sí, ni bien se enteraron de la situación. El que me llamó fue el ingeniero
Universidad de la República Uruguay
Maggiolo, que era profesor de Hidráulica y además figuraba como candidato a rector. Gracias a la invitación me quedé a trabajar en la Universidad de la República y lo primero que hice fue plantear un programa similar al que habíamos encarado en Buenos Aires.

—Formar recursos y adquirir computadoras.

—Así es. Creamos la Carrera del Computador Universitario, donde también podían estudiar alumnos de Ingeniería y de Ciencias Económicas. Formamos la hemeroteca…

—¿Qué computadora compraron?

—Una IBM. En la Comisión de Planeamiento del Uruguay estaba Enrique Iglesias, que luego sería Presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, y cuando presenté el proyecto para adquirir una computadora que tendría importancia en la formulación de modelos económicos, él apoyó la idea de inmediato y se las ingenió para conseguir una exención impositiva.

—Pero usted, además, viajaba a Buenos Aires.

—Sí. Cora y yo no perdimos el contacto. En Montevideo nos quedamos siete años pero íbamos y veníamos.

—¿Tuvo alguna ocupación en Buenos Aires?

—Durante un tiempo di conferencias, por ejemplo, en el Sindicato de Luz y Fuerza sobre los cambios necesarios en materia de ciencia y técnica. Pero además, como no podíamos hacer nada en la universidad, los “ex” del Instituto organizamos una empresa tecnológica que se llamó ACT.

Del artículo Manuel Sadosky y su impacto en la ciencia y en la política argentina, por Pablo M. Jakovkis.  Universidad Nacional de Tres de Febrero y Universidad de Buenos Aires. Artículo completo en:
—¿Una iniciativa privada?

—Sí. De entrada nos presentamos a un concurso y lo ganamos. Era un proyecto del gobierno para hacer un modelo matemático sobre la cuenca del Plata. Teníamos la experiencia de los ríos cuyanos, pero la cuenca del Plata abarca cuatro millones de kilómetros cuadrados y había que reunir una cantidad de información dispersa en varios países, ya que, por supuesto, en esa época no había bancos de datos.

—¿Y lo lograron?

—Uno de los ingenieros recorrió todo el Paraná hasta el Amazonas en busca de datos meteorológicos. Tomamos contacto con una empresa francesa (BCOM) que había trabajado en Indochina, en el río Mekong. Pero tuvimos que dejar la parte de cálculos que pensábamos hacer con ellos después de que nuestra moneda sufrió una devaluación.

—El contrato con los franceses era en dólares.

—Sí, eso dio por tierra con todo. Fue una lástima, porque fue un trabajo para el gobierno que hubiese servido por mucho tiempo para estudiar sequías, inundaciones, para elaborar planes energéticos…

—¿Qué personalidades recuerda de aquel período que lo hayan impresionado de una manera particular?

Darcy Ribeiro
(1922-1997)
—Uno de ellos fue Darcy Ribeiro, el antropólogo brasileño. Había sido Ministro de Educación y rector fundador de la Universidad de Brasilia. Él estaba exiliado en el Uruguay y yo lo ayudé a conseguir un cargo de profesor en la facultad. Le fui a decir al rector que no era posible que alguien como él no tuviese una dedicación exclusiva. Por suerte entendió y se la dieron, pese a que los uruguayos no tenían aún esa modalidad. Cora y yo nos hicimos muy amigos, con Darcy congeniábamos muy bien y nos contábamos experiencias. Un día me contó que en seguida, después de terminar sus estudios en Brasil, se fue a vivir al Amazonas, a una comunidad de aborígenes. Al principio se sentía muy solo pero parece que después le llegaron algunos libros y eso lo puso de buen humor. Entonces fue a recostarse como de costumbre en su hamaca paraguaya, a la vista de los indígenas del lugar, y se puso a hojear el Quijote; estuvo leyendo un rato y quizá por la gran tensión nerviosa, le dio un ataque de carcajadas. Después salió a dar un paseo. Dice que se sentía feliz, y cuando regresó se encontró con una fila de aborígenes que sucesivamente tomaban el libro y se reían a carcajadas. El libro resultó ser una “máquina de hacer reír”…

—En ese período usted viajó bastante. En 1967 estuvo en Asunción del Paraguay y al año siguiente en Cuba. ¿Qué lo llevó a esos países?

—Fueron motivos distintos. Al Paraguay fui invitado a dar conferencias y aproveché para convencerlos de la necesidad de introducir la informática. El director local de IBM, el ingeniero Pisan, era argentino. Lo convencí de que, como empresa, les convenía tener gente especializada en esos temas y que la universidad era el lugar ideal para formarlos. La empresa donó equipos y en Asunción, con el tiempo, se formó gente de muy buen nivel.

—¿El viaje a Cuba también se trató de una invitación?

—Sí. El gobierno cubano invitó a un grupo de gente de la cultura. Permanecimos con Cora un mes pero el viaje se mantuvo entretenido desde el principio. Primero, tuvimos que trasladarnos a París porque desde Montevideo no había vuelo directo.

—¿Quiénes fueron?

Alejo Carpentier (1904-1980)
—Era un grupo grande pero recuerdo que me tocó viajar con Mario Benedetti y con Alejo Carpentier, que no dejó de mirar lo que yo estaba leyendo. Vio que era Cien años de soledad, y como era un libro que ya se había publicado hacía un año, me miró perplejo y me preguntó: “Pero cómo, ¿todavía no lo leyó?”, me decía riéndose. Y es que para Carpentier aquel libro era perfecto. Es más, me decía: “García Márquez no lo escribió. ¡Lo encontró!”.

—¿Qué recuerdos tiene de la isla?

—Bueno, hacía apenas tres meses que había muerto el Che Guevara y el fervor se sentía en las calles. Conocí el interior de la isla. Estuve en la Universidad Marta Abreu de las Villas, en Santa Clara, y tomé contacto con los matemáticos. La obra que estaban haciendo en educación me impresionó mucho.

—¿A quién tuvo la oportunidad de conocer?

—Al Ministro de Educación, Llanuza, y también me encontré con Julio Cortázar…

Julio Cortázar (1918-1978)
—Tengo entendido que ustedes eran compañeros de la secundaria. ¿Eran amigos?

—No exactamente. Éramos de la misma edad, pero él iba a la tarde y yo a la mañana. Él era del Sur y yo era de Boedo. Nos separaban esas cosas. A él le interesaban más ciertas manifestaciones literarias. En cambio, yo iba a la peña de González Castillo, el padre de Cátulo. Íbamos con mis hermanos. Sin embargo, desde el colegio tuvimos un amigo en común, el crítico de música Jorge D’Urbano; yo era amigo de él porque era de una familia de libreros, los D’Urbano Viau.
La relación con Cortázar continuó siempre con ciertas prevenciones de ambas partes, era una relación muy tenue. En el Acosta había gente de Boedo y de Florida, todos eran alumnos; la polarización se estableció a partir de 1930. Había gente más exquisita y otra que quería ser más popular. Popular era Leónidas Barletta. Jorge Luis Borges estaba en el otro grupo, en Florida. Yo no tenía nada que ver con esos grupos pero me reflejaba en Boedo, porque vivía allí.
Después sí, la relación con Cortázar fue más estrecha, primero en Cuba y después en Venezuela y en París, cuando yo ya vivía ahí. Aún conservo alguna tarjeta que me envió de un congreso de la UNESCO. Después, él continuó una relación de amistad con mi hija Cora, en París. Cortázar era una persona muy vivaz, muy llana, sensible. Decía que lo que más extrañaba de Buenos Aires era el lenguaje lunfardo, así que en Venezuela le grabé unas cuantas cosas que tenía guardadas y se las mandé…


—En 1968, la revolución alfabetizadora ya daba sus frutos. ¿Qué impresión tuvo de ese logro cubano?

—Muy favorable, pero al ministro le señalé que estaban haciendo matemática muy abstracta, y que no era eso lo que Cuba necesitaba. Luego me enteré de que hubo gente que se dedicó a la computación y tuvieron una relación estrecha con los rusos. Ellos estaban creando grandes escuelas pero creían que en la Argentina teníamos una experiencia mayor.

—Decían eso…

—Estaban en lo cierto. Ellos no tuvieron un Sarmiento de Presidente de la República.

—¿Visitó usted mismo las escuelas?

—Sí. Fuimos con Llanuza, que solía ir de visita para hablar con los alumnos. Esa costumbre también me sorprendió. Un día presenciamos una asamblea de alumnos en el patio de una escuela. Llanuza preguntó si alguno tenía algo que decir, y un chico acusó a una profesora de hacer favoritismos, pero en seguida que empezó a hablar, quedó al descubierto que ese chico estaba cambiando la realidad de los hechos.

—¿Qué le llamó la atención?

—Bueno, el acto en sí. Estaba bien pensado. Encerraba algo muy profundo. Se trataba nada menos que de llegar a la verdad en un lugar tan particular como el patio de un colegio. Tanto es así que a mi regreso me ocupé de reunir a los hijos de mis amigos y de contarles todo lo que vi en Cuba.

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