8. América Latina, de 1966
al exilio
Laura
Rozenberg. —No son muchos los que pueden
narrar “La
noche de los bastones
largos” desde un protagonismo directo, y usted es uno de ellos. Aquel 29 de
julio de 1966, las autoridades de Ciencias Exactas se hallaban reunidas,
incluido usted, cuando de manera imprevista la Policía irrumpe en la Manzana de
las Luces. ¿Qué ocurrió entonces?
Manuel
Sadosky. —Esa tarde estábamos ahí, pero en realidad hacía un mes que
la
universidad había resuelto mantenerse en estado de alerta permanente.
Exactamente un mes, porque el golpe de Onganía contra el gobierno
constitucional del doctor Arturo Illia había sido el 28 de junio. La situación
era muy tensa pero el Consejo Superior no se acobardó y comenzó a emitir declaraciones
en contra del avance reaccionario.
Noche de los bastones largos (29/07/1966) |
Al
principio todo se mantuvo en orden, pero en un momento, varios funcionarios del
gobierno pretendieron acercarse y nos hicieron una propuesta de lo más audaz:
ellos estaban dispuestos a confirmar en sus cargos a todos los decanos de la UBA,
pero a cambio, lo que nosotros teníamos que hacer era anular el Estatuto
Universitario. Obviamente, no aceptamos.
El
29 de julio nos reunimos en la calle Perú para debatir los pasos a seguir.
Estaba todo el Consejo Directivo de Exactas. Rolando García estaba dispuesto a
renunciar, yo también, y en la línea de sucesión también lo hacía el profesor
más antiguo, Zanetta. Estábamos en plena discusión y cerramos la puerta, no con
la intención de quedarnos indefinidamente, sino porque queríamos dejar sentado
que estábamos en contra de las presiones del gobierno de facto.
Pero
en un momento, empezaron a llegar rumores de que la Policía iba a tomar el
edificio por la fuerza. Nos imaginamos que abrirían las puertas y nos
detendrían a los dirigentes, y que de esta forma quedaría públicamente
expresado en los hechos que estábamos en contra del derrocamiento del gobierno
democrático y de la intervención a la universidad. Pero no fue así.
Entraron
con una violencia increíble. Después se supo que actuaron bajo una consigna:
“Operación escarmiento”, la llamaron, y que el Jefe de la Policía Federal, el
general Fonseca, supervisó todo atentamente desde una esquina.
Tratamos
de salir como pudimos, con pañuelos blancos para mostrar que no íbamos a
resistir, pero me llamó la atención cómo golpeaban a Rolando, a las mujeres… A
mí me dieron un golpe en la cara. A Carlos Varsavsky le abrieron una herida profunda.
Rompían puertas, vidrios. Era una situación de una enorme violencia. ¿A qué
venía tanta violencia?
Nos
trasladaron a diversas comisarías y en ellas ni siquiera los oficiales estaban
advertidos. No sabían qué hacer con nosotros, y cuando alguien mencionó que
éramos profesores, su actitud cambió.
Después
me vi en el espejo. Todavía se usaba sombrero y yo tenía la cara bañada en
sangre. Me la lavé. Luego llegó una orden y nos dejaron en libertad. Pero al
día siguiente, al abrir los diarios, no apareció nada. Nadie se había enterado
de nada.
Llamamos
a la gente de la Ciudad Universitaria, a los que se habían quedado por la noche
trabajando en el Instituto de Cálculo, y ellos tampoco se habían enterado de
nada. Parecía una pesadilla.
Warren Ambrose (1914-1995) |
En
cambio, el diario estadounidense The New York Times publicó lo ocurrido. El
asunto fue que en nuestro grupo estaba casualmente Warren Ambrose, un destacado
matemático de Massachussets Institute of Technology, que esa tarde había ido a escuchar
lo que pasaba y, sin quererlo, se vio metido en el enredo.
Entonces,
ni bien pudo, escribió una carta contando todos los detalles y se la mandó al
editor de The New York Times.
—¿Usted qué pensó?
—Trataba
de entender. A medida que pasaban los días traté de hablar con la gente. Un
taxista me dijo: “¿Los estudiantes? ¡Ahora van a ver lo que es estudiar!”. Eso
me impresionó mucho porque creo que sintetizó lo que muchos pensaban en ese
momento. Y es que la sociedad estaba muy alejada de lo que pasaba en la
universidad. Pero no era culpa de la sociedad. Al contrario. Empecé a darme
cuenta de que tal vez nosotros habíamos estado en una burbuja. Que quizá no
supimos comunicarnos.
En
fin, el país no estaba sensibilizado. Nuestros problemas no eran problemas de
sueldos nada más. Había algo mucho más de fondo y era que el país no iba a
progresar nunca si no nos desarrollábamos antes, en todo sentido: en educación,
en ciencia, en cultura.
—¿Renunciaron
inmediatamente?
—Sí.
Rolando García, Rodolfo Busch, Carlos Abeledo, Carlos Varsavsky, Boris
Spivacow… Nos fuimos muchos, más de mil. Una buena parte de los científicos se
fue a Chile, otros a Perú, a México, Venezuela…
—Tengo entendido que usted
viajó al Uruguay. ¿Tuvo dificultades para establecerse allí?
—No.
En el Uruguay había una democracia relativa y además teníamos relación con
docentes que utilizaban las instalaciones del Instituto de Cálculo.
—¿Ellos lo llamaron?
—Sí,
ni bien se enteraron de la situación. El que me llamó fue el ingeniero
Maggiolo, que era profesor de Hidráulica y además figuraba como candidato a
rector. Gracias a la invitación me quedé a trabajar en la Universidad de la
República y lo primero que hice fue plantear un programa similar al que habíamos
encarado en Buenos Aires.
Universidad de la República Uruguay |
—Formar recursos y
adquirir computadoras.
—Así
es. Creamos la Carrera del Computador Universitario, donde también podían
estudiar alumnos de Ingeniería y de Ciencias Económicas. Formamos la
hemeroteca…
—¿Qué computadora
compraron?
—Una
IBM. En la Comisión de Planeamiento del Uruguay estaba Enrique Iglesias, que
luego sería Presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, y cuando
presenté el proyecto para adquirir una computadora que tendría importancia en
la formulación de modelos económicos, él apoyó la idea de inmediato y se las
ingenió para conseguir una exención impositiva.
—Pero usted, además,
viajaba a Buenos Aires.
—Sí.
Cora y yo no perdimos el contacto. En Montevideo nos quedamos siete años pero
íbamos y veníamos.
—¿Tuvo alguna ocupación en
Buenos Aires?
—Durante
un tiempo di conferencias, por ejemplo, en el Sindicato de Luz y Fuerza sobre
los cambios necesarios en materia de ciencia y técnica. Pero además, como no
podíamos hacer nada en la universidad, los “ex” del Instituto organizamos una
empresa tecnológica que se llamó ACT.
Del artículo Manuel Sadosky y su impacto en la ciencia y en la política argentina, por Pablo M. Jakovkis. Universidad Nacional de Tres de Febrero y Universidad de Buenos Aires. Artículo completo en: |
—¿Una iniciativa privada?
—Sí.
De entrada nos presentamos a un concurso y lo ganamos. Era un proyecto del
gobierno para hacer un modelo matemático sobre la cuenca del Plata. Teníamos la
experiencia de los ríos cuyanos, pero la cuenca del Plata abarca cuatro
millones de kilómetros cuadrados y había que reunir una cantidad de información
dispersa en varios países, ya que, por supuesto, en esa época no había bancos
de datos.
—¿Y lo lograron?
—Uno
de los ingenieros recorrió todo el Paraná hasta el Amazonas en busca de datos
meteorológicos. Tomamos contacto con una empresa francesa (BCOM) que había
trabajado en Indochina, en el río Mekong. Pero tuvimos que dejar la parte de
cálculos que pensábamos hacer con ellos después de que nuestra moneda sufrió
una devaluación.
—El contrato con los
franceses era en dólares.
—Sí,
eso dio por tierra con todo. Fue una lástima, porque fue un trabajo para el
gobierno que hubiese servido por mucho tiempo para estudiar sequías,
inundaciones, para elaborar planes energéticos…
—¿Qué personalidades
recuerda de aquel período que lo hayan impresionado de una manera particular?
Darcy Ribeiro (1922-1997) |
—Uno
de ellos fue Darcy Ribeiro, el antropólogo brasileño. Había sido Ministro de
Educación y rector fundador de la Universidad de Brasilia. Él estaba exiliado
en el Uruguay y yo lo ayudé a conseguir un cargo de profesor en la facultad. Le
fui a decir al rector que no era posible que alguien como él no tuviese una dedicación
exclusiva. Por suerte entendió y se la dieron, pese a que los uruguayos no
tenían aún esa modalidad. Cora y yo nos hicimos muy amigos, con Darcy congeniábamos
muy bien y nos contábamos experiencias. Un día me contó que en seguida, después
de terminar sus estudios en Brasil, se fue a vivir al Amazonas, a una comunidad
de aborígenes. Al principio se sentía muy solo pero parece que después le
llegaron algunos libros y eso lo puso de buen humor. Entonces fue a recostarse como
de costumbre en su hamaca paraguaya, a la vista de los indígenas del lugar, y
se puso a hojear el Quijote; estuvo leyendo un rato y quizá por la gran tensión
nerviosa, le dio un ataque de carcajadas. Después salió a dar un paseo. Dice
que se sentía feliz, y cuando regresó se encontró con una fila de aborígenes que
sucesivamente tomaban el libro y se reían a carcajadas. El libro resultó ser
una “máquina de hacer reír”…
—En ese período usted
viajó bastante. En 1967 estuvo en Asunción del Paraguay y al año siguiente en
Cuba. ¿Qué lo llevó a esos países?
—Fueron
motivos distintos. Al Paraguay fui invitado a dar conferencias y aproveché para
convencerlos de la necesidad de introducir la informática. El director local de
IBM, el ingeniero Pisan, era argentino. Lo convencí de que, como empresa, les
convenía tener gente especializada en esos temas y que la universidad era el
lugar ideal para formarlos. La empresa donó equipos y en Asunción, con el
tiempo, se formó gente de muy buen nivel.
—¿El viaje a Cuba también
se trató de una invitación?
—Sí.
El gobierno cubano invitó a un grupo de gente de la cultura. Permanecimos con
Cora un mes pero el viaje se mantuvo entretenido desde el principio. Primero,
tuvimos que trasladarnos a París porque desde Montevideo no había vuelo directo.
—¿Quiénes fueron?
Alejo Carpentier (1904-1980) |
—Era
un grupo grande pero recuerdo que me tocó viajar con Mario Benedetti y con
Alejo Carpentier, que no dejó de mirar lo que yo estaba leyendo. Vio que era
Cien años de soledad, y como era un libro que ya se había publicado hacía un
año, me miró perplejo y me preguntó: “Pero cómo, ¿todavía no lo leyó?”, me
decía riéndose. Y es que para Carpentier aquel libro era perfecto. Es más, me
decía: “García Márquez no lo escribió. ¡Lo encontró!”.
—¿Qué recuerdos tiene de
la isla?
—Bueno,
hacía apenas tres meses que había muerto el Che Guevara y el fervor se sentía
en las calles. Conocí el interior de la isla. Estuve en la Universidad Marta
Abreu de las Villas, en Santa Clara, y tomé contacto con los matemáticos. La
obra que estaban haciendo en educación me impresionó mucho.
—¿A quién tuvo la
oportunidad de conocer?
—Al
Ministro de Educación, Llanuza, y también me encontré con Julio Cortázar…
Julio Cortázar (1918-1978) |
—Tengo entendido que
ustedes eran compañeros de la secundaria. ¿Eran amigos?
—No
exactamente. Éramos de la misma edad, pero él iba a la tarde y yo a la mañana.
Él era del Sur y yo era de Boedo. Nos separaban esas cosas. A él le interesaban
más ciertas manifestaciones literarias. En cambio, yo iba a la peña de González
Castillo, el padre de Cátulo. Íbamos con mis hermanos. Sin embargo, desde el
colegio tuvimos un amigo en común, el crítico de música Jorge D’Urbano; yo era
amigo de él porque era de una familia de libreros, los D’Urbano Viau.
La
relación con Cortázar continuó siempre con ciertas prevenciones de ambas
partes, era una relación muy tenue. En el Acosta había gente de Boedo y de
Florida, todos eran alumnos; la polarización se estableció a partir de 1930.
Había gente más exquisita y otra que quería ser más popular. Popular era Leónidas
Barletta. Jorge Luis Borges estaba en el otro grupo, en Florida. Yo no tenía
nada que ver con esos grupos pero me reflejaba en Boedo, porque vivía allí.
Después
sí, la relación con Cortázar fue más estrecha, primero en Cuba y después en
Venezuela y en París, cuando yo ya vivía ahí. Aún conservo alguna tarjeta que
me envió de un congreso de la UNESCO. Después, él continuó una relación de
amistad con mi hija Cora, en París. Cortázar era una persona muy vivaz, muy
llana, sensible. Decía que lo que más extrañaba de Buenos Aires era el lenguaje
lunfardo, así que en Venezuela
le grabé unas cuantas cosas que tenía guardadas y se las mandé…
—En 1968, la revolución
alfabetizadora ya daba sus frutos. ¿Qué impresión tuvo de ese logro cubano?
—Muy
favorable, pero al ministro le señalé que estaban haciendo matemática muy
abstracta, y que no era eso lo que Cuba necesitaba. Luego me enteré de que hubo
gente que se dedicó a la computación y tuvieron una relación estrecha con los
rusos. Ellos estaban creando grandes escuelas pero creían que en la Argentina
teníamos una experiencia mayor.
—Decían eso…
—Estaban
en lo cierto. Ellos no tuvieron un Sarmiento de Presidente de la República.
—¿Visitó usted mismo las
escuelas?
—Sí.
Fuimos con Llanuza, que solía ir de visita para hablar con los alumnos. Esa
costumbre también me sorprendió. Un día presenciamos una asamblea de alumnos en
el patio de una escuela. Llanuza preguntó si alguno tenía algo que decir, y un chico
acusó a una profesora de hacer favoritismos, pero en seguida que empezó a
hablar, quedó al descubierto que ese chico estaba cambiando la realidad de los
hechos.
—¿Qué le llamó la
atención?
—Bueno,
el acto en sí. Estaba bien pensado. Encerraba algo muy profundo. Se trataba
nada menos que de llegar a la verdad en un lugar tan particular como el patio
de un colegio. Tanto es así que a mi regreso me ocupé de reunir a los hijos de
mis amigos y de contarles todo lo que vi en Cuba.
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