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2017.07.29: Laura Rozenberg: Conversaciones con Manuel Sadosky - 7. “Clementina” en el Instituto de Cálculo

7. “Clementina” en el Instituto de Cálculo


Asado con amigos y colegas del Instituto de Cálculo. De izquierda a derecha:Cora, Marcelo Larramendy, Nicolás Babini, Manuel, Julian Araoz, Rudyard Magaldi, Roberto Steingart y Mario Berdichevsky.
Laura Rozenberg. —Ya es Vicedecano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA. Están a punto de poner en marcha el Instituto de Cálculo y van a comprar… ¡una computadora enorme! Esto no era tan simple en 1957. La industria de la computación apenas despuntaba. ¿El suyo era un proyecto realista?

Manuel Sadosky. —Sí, cómo no, estábamos bien informados. Manteníamos
contacto con argentinos que trabajaban en el exterior con buenas computadoras y leíamos lo suficiente. Aquí llegaba una revista, Computer’s Reviews, que traía las últimas novedades y también había muchos libros. El libro de Wiener, sobre cibernética, nos abrió mucho la mente.

—¿Qué aplicaciones pensaba darle a la máquina?

—Básicamente, aplicaciones que fueran de utilidad para el país en muy diversas áreas. La computación podía servir para orientar y ordenar la administración pública; para impulsar la investigación operativa, que estaba creciendo mucho; para diseñar planes y estrategias… Tener una computadora representaba un salto tecnológico extraordinario.

—Usted solía escribir artículos sobre la evolución del cálculo y usó la máquina de calcular cuando muchos profesores aún la evitaban en las clases. ¿Cuándo fue la primera vez que se refirió a la computación?

—Lo recuerdo muy bien. Fue en 1950. Roque Carranza me pidió algo para la revista del Centro de Estudiantes de Ingeniería y yo escribí sobre el tema, anticipando los progresos que traería la computación. Unos años después, en 1954, escribí otro artículo sobre el tema en el Acta de Neurociencias, por encargo de Alfredo Thompson, Jefe del Hospital Francés.

Programando la ENIAC
—En 1950, cuando usted escribe ese artículo, la primera computadora del mundo apenas tenía seis años.

—Sí. Era la ENIAC, que se concibió en la Universidad de Pensilvania. Sus creadores fueron John Mauchly y John Presper Eckert, y a ellos se unió John von Neumann, un húngaro nacionalizado estadounidense que 
trabajaba en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. En 1954 la desmantelaron. 



Pero la historia de la computación es más antigua. Los autores de las primeras computadoras fueron Pascal y Leibniz. Pascal construyó una máquina simple de sumar para su padre, que era contador y estaba abrumado por los cálculos. Consistía en una serie de rueditas en un eje y sus rotaciones permitían calcular las sumas de una manera novedosa. Leibniz, por su parte, fundándose en la lógica, hizo una máquina que sumaba y multiplicaba, y además tuvo la idea de ocuparse del sistema de numeración: se le ocurrió que los números podían representarse con menos elementos; en otras palabras, con un cero y un uno se podía representar cualquier número. Había creado el sistema binario que tuvo mucha importancia en el desarrollo de los circuitos electromecánicos y electrónicos, y resulta un concepto fundamental de la lógica. Lentamente, estas ideas se fueron desarrollando, perfeccionando, siempre con limitaciones muy grandes. Hacia mediados del siglo XIX, el inglés Charles Babbage, un precursor de los procesos automáticos, concibió máquinas modernas. Pero la tecnología de esa época no estaba suficientemente desarrollada. Sus prototipos terminaron en el Museo Británico de Londres. De
John von Neumann (1903-1957)
todos modos, en esa época se llegó por primera vez a la idea de programar una máquina para que realizara cálculos de manera sucesiva a partir de datos iniciales. Babbage contó con la colaboración de Ada Augusta Byron, también llamada Lady Lovelace, la hija de Lord Byron. Una de sus geniales ideas fue la de que un cálculo grande podía contener muchas repeticiones en la misma secuencia de instrucciones, y ella notó que usando un salto condicional sería posible preparar sólo un juego de tarjetas para las instrucciones recurrentes. Así describió lo que nosotros ahora llamamos un “bucle” y una “subrutina”. A mediados del siglo XX, se empezó a pensar en la posibilidad de usar recorridos eléctricos para hacer cálculos. Esto permitió no sólo calcular en sistema binario, sino que además se desarrollaron programas del tipo “haga primero esto, luego lo otro”; es decir, programas de instrucciones para llevar adelante series de cálculos. Esta combinación de la matemática con la lógica dio lugar a un desarrollo fabuloso y, terminada la guerra, se fue perfeccionando cada vez más el cálculo automático hasta llegar a las actuales computadoras.


—¿Cómo implementaron la compra de la primera computadora que se alojó en la Ciudad Universitaria?

Pedro Zadunaisky (1917-2009)
—Analizamos todas las posibilidades. En aquel momento, las computadoras se construían en Estados Unidos y en Inglaterra. Nos asesoramos bien. Por un lado, en Estados Unidos estaba Pedro E. Zadunaisky, que había trabajado en Columbia y en Harvard. Y en un momento, también llegó de Oxford un químico argentino, Simón Altmann, que tenía gran experiencia en el uso de grandes computadoras. Ellos nos dieron la pauta de que nuestro proyecto era perfectamente viable.

—Finalmente, ¿cómo se materializó?

—Fue gracias al CONICET, la institución dio los fondos.



—¿No hubo apoyo de la universidad?



—Bueno, se vio que el CONICET estaba en mejores condiciones. Todavía eran pocos los pedidos de fondos. Aún no estaba implementada la carrera del Investigador.


—Se dice que hubo una licitación.

—Sí. Se licitó y ganó la firma Ferranti, de Manchester, Inglaterra, y compramos un modelo Mercury.


Con Rebeca Guber y Clementina en el Instituto de Cálculo (1965).
—Muchas veces se ha recordado que se trataba de una enorme máquina que ocupaba toda una habitación. ¿Recuerda los detalles?

M. Sadosky con Juan Carlos Angio,
trabajando con la Clementina
—Efectivamente, era un armatoste enorme, a válvulas. Tenía dieciséis metros de largo y adentro llevaba unas cinco mil válvulas. Ocupaba un gran salón. Por eso, para traerla y tener dónde ubicarla, hubo que esperar hasta que se terminó de construir el primer pabellón de la Ciudad Universitaria.

—Ese fue el núcleo del Instituto de Cálculo.

—Sí. Eso ya estaba proyectado. Lo que no pensamos era que nos iba a llevar tanto tiempo. Pero nos ocupamos de dictar cursos para atraer ingenieros, matemáticos, físicos y químicos hacia este nuevo campo de la ciencia. En 1957, organizamos con el ingeniero
Humberto Ciancaglini un curso en el Centro Argentino de Ingenieros que tuvo vasta repercusión y fue apoyado por las empresas que se ocupaban de las ventas de los equipos que iban apareciendo en muchos países.



Humberto Ciancaglini (1918-2012)
—Tras dos años de demora entre la compra y la llegada de la computadora, ¿hubo algún cambio en el panorama de la computación?

—Los cambios eran rápidos. Cuando finalmente llegó la computadora, en 1960, ya había modelos más nuevos. ¡Y todavía hubo que esperar un año más para instalarla!

—Años más tarde, el interventor Raúl Zardini diría con malicia que ustedes 
compraron una máquina que no servía para nada…

M. Sadosky y Wilfred Durán
—Bueno, hay muchas maneras y muchos motivos por los cuales se dicen ciertas cosas. Por supuesto que nos hubiese gustado tener una computadora último modelo, pero la Mercury nos sirvió mucho y permitió formar especialistas en formular los programas de cálculo. Lo que ocurre es que cuando Zardini hizo ese comentario, él ya era interventor en Exactas, después de “La noche de los bastones largos”, y su intención fue, pura y exclusivamente, la de agraviarnos. 

—Usted dice que con la Mercury se arreglaban bien. ¿Pudieron además proyectar la compra de un modelo más avanzado?

Clementina y Cecilia Berdichevsky
—Usted dice que con la Mercury se arreglaban bien. ¿Pudieron además proyectar la compra de un modelo más avanzado?

—Sí. Estábamos en tratativas pero “La noche de los bastones largos” nos ganó de mano. De todos modos, la máquina se usó seis años. Podríamos pasarnos una tarde entera hablando de las cosas que se hicieron.

—Uno de los escritos sobre la historia de la primera computadora relata que tenían un lema: “Primero el hombre, después la máquina”.

—Efectivamente. Esa fue la consigna permanente. Enviamos personal al exterior para capacitarse y organizamos seminarios en la facultad para empezar a difundir el tema.

—¿Se formaron programadores?

—Sí. Básicamente analistas y programadores. Pero también hubo un gran
Jonas Paiuk (-2014)
trabajo de reorientación de ingenieros y matemáticos. Oscar Matiussi, con una beca del Centro Internacional del Cálculo, y Jonas Pajuk, por el CONICET, viajaron a Manchester para aprender todo lo relativo al mantenimiento. Gracias a eso, no hubo que retener al personal inglés que vino a instalar la máquina.

—La bautizaron “Clementina”…

—Sí, porque venía programada de fábrica con ese ritmo fox, Clementine… pero aquí le agregamos la música de La cumparsita. Al principio, la máquina funcionaba con cintas de papel perforado. Más adelante se le agregó un convertidor para tarjetas que diseñó el propio Instituto.

—¿Qué vino a hacer exactamente Cecily Popplewell, la única mujer contratada de Manchester?

Oscar Varsavsky (1920-1976) 
—Ella estaba encargada del curso de Autocode, uno de los lenguajes de la máquina. Y realmente generó un enorme interés, a sus clases llegaron profesionales de todo el país y del Uruguay. Al Autocode lo usamos durante un tiempo, pero después, Oscar Varsavsky y su grupo llevaron adelante otro diseño, el COMIC, o Compilador del Instituto de Cálculo, que se adaptaba mejor a nuestras necesidades.

—¿Cómo implementaron la reconocida preocupación por los problemas nacionales?

—Hubo toda una serie de trabajos. Uno de ellos fue un modelo matemático que serviría para estudiar el aprovechamiento de los ríos de la zona cuyana. Como estábamos muy atentos, cuando vino la gente de la CEPAL a proponernos trabajar en ese tema, mediante el cual podrían preverse crecidas y todo lo relativo a la construcción de diques, Oscar Varsavsky opinó que estábamos en condiciones de encararlo y, con un equipo de jóvenes, se empezó a trabajar en un modelo que fue el primero que hicimos.

—¿Había algún antecedente similar?

—Sí. Después nos enteramos de que en la Universidad de Harvard habían hecho un trabajo similar pera la cuenca del Mississippi, y la verdad es que nos dejó muy satisfechos, porque era la prueba de que estábamos haciendo cosas de buen nivel.

—¿Y en la administración pública?

—Nos vinculamos con varios organismos estatales, con YPF, con Ferrocarriles del Estado, con Obras Públicas, con el INTA… Pero lo más importante, seguramente, fue el Censo Nacional de 1960. Por primera vez se usó la computación para el desarrollo y la evaluación de los datos y eso ahorró muchísimo tiempo. Antes, sólo la elaboración de los datos llevaba como diez años. Era un trabajo tremendo en cualquier país del mundo.

—¿Los trabajos del Instituto de Cálculo llegaron a tener repercusión internacional?

M. Sadosky- Presidente Reunión
UNESCO en París (1962)
—Definitivamente sí. Hubo cientos de trabajos publicados, inclusive en revistas internacionales. Además, compartíamos la computadora con los “vecinos”. La gente del Uruguay, por ejemplo, traía todos los programas preparados, utilizaban la computadora y se volvían en el día. También la UNESCO se interesó. Nos invitaron a formar parte del Centro Provisorio Internacional del Cálculo, que estaba integrado por nueve países; nosotros fuimos el décimo y con esto el Centro consiguió además un estatus permanente. Fui designado presidente de la reunión de París de 1962, que instituyó el CIC (Centro Internacional del Cálculo).

—Lo curioso es que algunos sectores estudiantiles no estaban demasiado de acuerdo, más bien se oponían a los proyectos de ustedes.

—Pretendían que la universidad diera más apoyo, más subsidios.

—¿Cuál era la situación real de la universidad?

—En términos comparativos estábamos mucho mejor que antes. Ellos tal vez no comprendían que el gobierno de Illia estaba haciendo un gran esfuerzo. Por eso buscábamos apoyo en el CONICET, en el exterior. La universidad en sí todavía estaba débil.

—¿Cómo fue la actitud del presidente Illia?

—Creo que hizo un gran esfuerzo por ayudarnos. A Illia lo conocí personalmente por intermedio de Roque Carranza, y nos vimos muchas veces. Yo le explicaba la importancia de los trabajos que hacía el Instituto de Cálculo, le presentaba a los científicos importantes que venían del exterior…

—¿Llegó a hablar con él del presupuesto universitario?

—Por supuesto, le hablé especialmente de la computadora. De la idea de cambiarla por un modelo más moderno. Pero cada vez que entrábamos en el tema del presupuesto aparecían limitaciones. Sin embargo, él estaba dispuesto a que el Ministerio de Economía diera el aval. Organizamos en la facultad una reunión con los representantes de las firmas comerciales y todo el personal del Instituto, y ahí se analizaron las ofertas.

—¿Qué resultó?

—Parecía que todo estaba en marcha y un día Illia me llamó por teléfono diciendo que deseaba conocer el Instituto personalmente.

—¿Lo invitó?

—Sí, claro. Para nosotros era muy importante que fuera. Iba a ser la primera vez que un presidente visitaba la Universidad y el Instituto, y eso tenía un carácter político que había que exaltar debidamente. Pero era una época tremenda y algunos sectores estudiantiles estaban “alzados”. Y en el decanato me advirtieron que si Illia visitaba el equipo se podía llegar a producir una situación violenta.

—¿Qué hizo entonces?

—Lo volví a llamar y le dije que el ambiente estaba poco propicio para la visita. “Voy lo mismo”, me contestó. Yo me di cuenta de que no tenía otra salida y le dije que la máquina del Instituto se había descompuesto y debíamos dejar la visita para después.

—¡Qué triste!

—Sí… Me hubiese gustado que ellos entendieran que Illia era alguien que hacía todo lo posible por la democracia, por dar cabida a todos los partidos. Pero en lugar de eso, pensaban tirarle tomates y protestar por el presupuesto. Por eso tomé esa decisión.

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