Mis oídos tenían un zumbido tan persistente que me provocaba un dolor agotador. El estampido de la explosión había sido tan fuerte y repentino que me había aturdido de tal forma, que mis ideas jugaban desordenadamente en mi pobre cabeza, combinándose en una extraña mezcla de desconcierto, angustia, miedo, ignorancia y mil sentimientos más.
Todo era nuevo. Nunca había sentido nada igual ni me había visto en una situación siquiera parecida.
Dicen que los olores generan recuerdos imborrables. Los de ese día jamás los podré olvidar.
Un rato antes, apenas unos minutos, yo bajaba de la azotea al patio del segundo piso del hasta entonces señorial Petit Hotel y, cuando levanté la vista, vi a esos dos aviones bajar en picada hacia nosotros. Después la explosión, y digo la explosión porque yo sentí una sola, aunque después supe que fueron más.
Lo que recuerdo fue que tuve la extraña sensación que yo estaba quieto y todos los edificios de alrededor se sacudían como maquetas maltratadas en un violento juego.
Después, sentí como los escalones desaparecían bajo mis pies y caía rodando golpeándome en mil barandas, azulejos, ladrillos y macetas destruidas. Todo aquello que hasta hacía un instante adornaba el patio que con tanto cariño cuidaban mi madre y mi abuela.
Desesperadamente me incorporé tratando de sacarme los escombros de encima. Sentía mis gritos como si fueran de otro y las ganas de llorar eran tantas que ni siquiera podía llorar.
Llegué a la puerta cancel, aquella puerta que separaba la puerta de calle del ingreso a la casa y, ante mi espanto, vi el cuerpo de un hombre despedazado, con las piernas arrancadas y sin un brazo. No entendía que hacía en el primer descanso de la escalera de entrada. ¿Cómo había subido hasta allí?
Desde la calle se oían gritos de dolor y desesperación. Eran gritos que yo los presentía muy lejanos, quizás por el aturdimiento, pero estaban ahí nomás.
Salí a la calle y el cuadro era peor. Los vecinos iban y venían llorando, buscando seres queridos.
-¡Me lo mataron al Tito!, ¡Ay Dios mío, me lo mataron al Tito!
Volví a subir corriendo y vi a mi abuela tambaleando en la escalera con la cabeza ensangrentada que le gritaba a mi abuelo: ¡Máximo, Máximo, me mataron!
Desde más arriba y entre los escombros bajaban mi madre y mi hermano de la azotea.
Mi madre, acariciándome con su tierna mirada y extrañamente serena me preguntó -¿Estás bien, divino?. Mientras le respondía que sí, vino otro ruido que nos dejó mudos.
Era el rugido de los motores de dos aviones que pasaban volando muy bajo ametrallándose el uno al otro como en las películas de guerra que alguna vez había visto en el cine del barrio.
Después supe que ninguno fue derribado, pero que durante su vuelo rasante, habían matado y herido a muchos vecinos que un rato antes, después de la explosión, habían salido a la calle con la misma desorientación de todos.
-Mala suerte, decía un vecino días después. Se viene a salvar de las bombas y lo revientan estos podridos.
Nuevamente los gritos, los llantos, caras desconocidas, bomberos que entraban y salían.
A mi abuela la vi cuando la tiraban sobre la caja de un camión, junto con heridos, cadáveres y cuerpos mutilados.
Y el olor. Ese olor que aún hoy lo siento como el recuerdo del horror.
Era un olor penetrante que estuvo presente durante mucho tiempo. Una espantosa mezcla de azufre, revoque suelto y carne quemada, que con el agua de los bomberos, las pérdidas de las cloacas y la fría humedad del crudo invierno, me hacían temblar de asco y miedo. Un olor que nunca más podré olvidar.
Después llegó mi padre y procurando poner su mejor voz, preguntó desde abajo, ¿estáis todos bien?.
A mi abuela la habían devuelto con la cabeza cosida a lo largo de doce centímetros, pero estábamos todos sanos. Con la casa destrozada. Sin puertas y a punto de derrumbarse.
Las ventanas que habían quedado en pie, no tenían cristales. Tampoco había electricidad, gas ni agua.
Estamos todos bien, dijo mamá.
Papa subió lentamente, nos abrazó a todos y dijo, ¡ya pasó!.
Yo estaba agotado, pero igual, con mi hermano ayudamos a papá a clavar con tachuelas los diarios y cartones que mamá recortaba para tapar todas las aperturas y poder amortiguar algo el frío de ese crudo invierno.
En un rincón de la sala, el viejo reloj de péndulo, caído y roto en el suelo, había quedado como testigo de que a las tres y veinticinco de la tarde, se había producido el desastre. Nunca más volvería a acompañarnos con sus campanadas.
Esa noche, me desperté angustiado y sentí una sirena imponente en el silencio de la noche. Grité. Y papá, muy calmo me dijo, duérmete que no pasa nada. Están avisando que pasó el peligro.
Me dormí, pensando que ese día, había entendido la terrible realidad de la guerra. No la de los héroes, las películas y los cuentos. La de la gente que sufre, llora, suplica, reza y maldice y a la que nadie escucha.
Al día siguiente
Al día siguiente, las anécdotas. No había sido una bomba; habían sido cuatro.
Una cayó en la Residencia de la calle Austria –que no explotó-, otra en el Monumento a Mitre, la tercera en la esquina de Francisco de Vittoria y Agote y la última en la puerta de casa.
Los vecinos comentaban quienes habían muerto o estabas heridos. Tito, pobre Tito. Era el hijo de un vecino que jugaba con nosotros. Un amigo de la barra del barrio. Estaba en la vereda cuando cayó una de las bombas y prácticamente lo desintegró. De todos los muertos es el que más me impactó. Tenía como yo, apenas doce años.
Andrés, el quiosquero, había quedado mudo y, según decían, medio “chiflado”. Se había salvado, pero el pobre, nunca más fue el mismo. Solo hablaba cuando dormía dando gritos desgarradores pidiendo socorro.
Como resultado de esa batalla en nuestra cuadra, habían muerto quince personas.
No quiero pensar lo que fue en Plaza de Mayo. Nunca se sabrá la verdad.
Poco a poco se fue volviendo a la vida normal. Solamente el frío durante la noche que penetraba entre los cartones y diarios aflojados y debilitados por el viento y la lluvia, nos hacían recordar la miseria que estábamos viviendo.
Mi abuela se lamentaba de todos los juegos de platos rotos, los cristales y espejos biselados que ya nunca podría reponer. Los juegos de té con porcelanas de tal o cual lugar, y hasta algunas fuentes o adornos de plata que, en medio de la confusión, algún oportunista las había incorporado a su patrimonio personal.
Mi abuelo le recriminaba a mi abuela no usar las cosas cuando se puede, si no después, mirá, todo a la basura y sin haberlo disfrutado.
En el fondo, estábamos felices de haber pasado esa aventura y estar vivos. Esta felicidad se ahogaba cuando nos cruzábamos con algún vecino que había perdido seres queridos.
Tito no tuvo funeral. Años después me contaron que el papá de Tito se fue consumiendo poco a poco hasta morirse. Ese día, me dijeron, fue la única vez que le habían vuelto ver una sonrisa entre sus labios. Seguramente sabía que se iba a encontrar con Tito.
Tres meses después
Tiempo después, nuevamente las sirenas cruzaron los cielos de la dolida ciudad. Ruidos lejanos de bombas durante la noche. El crepitar de las orugas de los tanques por las calles nos hacían presagiar lo peor.
El recuerdo que yo tenía del bombardeo anterior, me hacía llorar en silencio. No quería morir. Aún sin saber mucho de la muerte, tenía miedo. Quería irme lejos. Abandonar todo y escaparme de esa nueva pesadilla que presentía.
Apareció la prohibición de caminar por las calles después de las nueve de la noche.
Tan solo después de tres meses, nuevamente la muerte. Y una de ellas fue la de mi padre.
Sonó el teléfono y atendí. Un voz que la recuerdo tosca y la imagino odiosa, me preguntó si ahí vivía mi padre. Yo le dije que sí y, con un tono que lo sentí como una injusta bofetada, me tiró la noticia. Está muerto, me dijo, hay que venir a buscarlo a la Comisaría en Núñez. Y colgó.
Yo me quedé quieto un rato y enseguida comencé a correr de un lado para el otro desesperadamente. Y a llorar como nunca había llorado y, mirando a mi madre y a mi hermano, no me salían las palabras para poder decirles que papá había muerto.
Al velatorio fue muy poca gente porque había toque de queda.
La lucha más terrible fue conseguir un cura que se animase a ir. En aquellos días los curas no se animaban a ir con sotana por la calle. Pero hubo uno, siempre hay uno, al que poco le importaron las amenazas y, con paso firme pero sin mostrar apuro, llegó al velatorio. Y se quedó todo el tiempo con nosotros. Nunca lo voy a olvidar. Fue un hombre con mayúscula.
Tuvimos que esperar tres días para enterrar a papá porque la ciudad era un caos.
Después la duda. El certificado de defunción decía infarto masivo seguido de paro cardio respiratorio. El cuerpo de mi padre tenía marcas que, según supe, habían sido provocadas por el uso de electrodos con alto voltaje, vulgo picana.
En Buenos Aires
Muchas veces, cuando recuerdo todos estos episodios, pienso que pudieron pasar en cualquier lugar del mundo, pero no. Simplemente sucedieron en mi querida ciudad de Buenos Aires, a dos cuadras de Plaza Francia, atrás de la Recoleta y a pocas cuadras de la famosa Iglesia del Pilar.
Y lo que es fantástico, es que después del entierro de papá, casi sin dormir y destrozados con la vida misma, nos fuimos con mi hermano para juntarnos con la gente que había salido a la calle aquel día de primavera de 1955.
También aprovechamos para aturdirnos. Atrás habían quedado las luchas, el ruido de las descargas a la madrugada durante el ataque de los tanques a la Alianza Nacionalista, en San Martín y Corrientes, pleno Centro de Buenos Aires.
Pero lo que más recuerdo, es que ese día es que el comentario de muchas de esa gente que había salido a la calle, era lo importante que sería iniciar una nueva etapa. Una nueva ilusión para la Argentina.
El 21 de septiembre de 1955, el mismo día que habíamos enterrado a papá, el jefe de las tropas revolucionarias, prometía una nueva Argentina bajo el esperanzado lema: “ni vencedores ni vencidos”
Y durante casi dos meses, cumplió su promesa a rajatabla. El hermano de mi madre, hasta ese entonces Director de LRA Radio del Estado, presentó la renuncia el 22 de septiembre de ese año y no se la aceptaron.
Atrás quedaba toda esa pesadilla. La venta de nuestra casa como demolición y la partida del barrio con la tristeza de saber que a partir de ese momento, nada sería igual.
Muy bueno tu relato Pepe. Acabo de leerlo y sigo perplejo porque sentí que estaba como una sombra acompañándote. Gracias por compartir tu vivencia.
ResponderEliminarSeguramente las terribles experiencias que pasó Pepe y que tan bien plasma en su relato han despertado los recuerdos de todos los que vivimos aquellos acontecimientos. Ya se me había olvidado que también la Residencia había sido atacada, con tan nefastos resultados. Aquel día amaneció neblinoso, lleno de rumores. Temprano nos retiraron del colegio. El comentario era si había o no 'plafond', algo que nadie entendía pero que era indispensable para lo que vendría. De pronto sentimos ruido y nos acercamos a la ventana de nuestro dormitorio. Vivíamos en un tercer piso en Paraná, entre Paraguay y Charcas. La ciudad era tan baja que teníamos vista despejada hacia el Centro. ¿Qué fue lo que vimos? Una larga hilera de aviones que uno a uno se iban descolgando del cielo para soltar sus bombas sobre la Plaza de Mayo y la Rosada. Apenas oíamos las explosiones. Más tarde aparecieron los Gloster Meteor en su vuelo rasante. Cuando creíamos que todo había terminado llegaron un par de lentos Catalina, los que maniobraron entre las trazadoras del fuego antiaéreo para luego retirarse.
ResponderEliminarTambién fue atacado el Departamento de Policía en la Avenida Belgrano. Mi colegio estaba justo en la vereda de enfrente y recibió algunas balas que no explotaron. Los curas irlandeses después nos contaron que habían visto la acción desde la azotea. Para ellos que habían estado en Londres durante los bombardeos nazis, esto les parecía juego de niños.
Al llegar la noche oímos las campanas de una iglesia cercana. Desde una de las ventanas vimos un color rojizo en el cielo. — Están quemando San Nicolás — dijo mi madre. Creo que mi padre partió a ver si se podía ayudar pero ya no había nada que hacer. Así terminó aquel iracundo día. Gracias, Pepe.
Como es habitual, un recuerdo despierta otro recuerdo....y una nostalgia.
ResponderEliminarLa nostalgia es por una de las tantas desilusiones argentinas. Todos en mi familia creimos en el "NI vencedores NI vencidos". NO pudo ser...
Los recuerdos:
El 16 de junio de 1955 estaba en la estación Plaza de Mayo del subre A, frente a una anticuada máquina que, letra a letra, grababa nombres en una chapita de aluminio (mucho antes de la sylvaletra de sylvapen).
Escuche un ruido fuertísimo, pensé que había chocado un enorme camión.
La curiosidad de mis 13 años me llevó a intentar salir de la estación "a ver que pasaba".
La gente bajaba en tropel por la escalera de acceso a la plaza...hasta que comenzaron a bajar personas con muchas manchas de sangre, gritando "están bombardeando".
Mi curiosidad colapsó.
Me metí en el subte y el conductor no paró hasta la estación Congreso.
Lo que siguió lo escribió mucho mejor de lo que yo podría hacerlo Jorge Fernandez Diaz en un reportaje que le hizo a mi madre cuando cumplió 102 años y publicó en La Nación.
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Una semana después dejaban libre al doctor Tomás Bronstein.
Pero el 16 de junio de 1955, su hijo lo llamó para decirle que estaban bombardeando la Plaza de Mayo y que no podía ir al colegio.
Daniel era alumno del Colegio Nacional de Buenos Aires, y su padre creía que le estaba haciendo un cuento para faltar, de manera que le prohibió regresar a casa.
Al médico le parecía un supremo delirio pensar que podían estar tirando bombas sobre los alrededores de la Casa Rosada.
Daniel estuvo largas horas dando vueltas por el centro, sin poder comunicarse y sin lograr volver a Liniers, en medio del caos, hasta que muchas horas después llegó cansadísimo y su madre lo abrazó llorando: creían que estaba muerto.
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Tambien es ilustrativo de nuestra historia el comentario de un lector de La Nacion cuando leyó el reportaje (se refiere a hechos de 1960, "Plan Conintes"):
* Comentarios de los lectores. Marbravio 05.12.09
Me sorprendió la nota.
Esta familia pobló mi infancia de extrañas fantasías.
Su casa estaba ubicada frente a la mía.
Una madrugada se oyeron repentinamente, gritos desgarradores de una mujer pidiendo auxilio a los vecinos.
Era su mucama.
Una especie de escuadrón de "tareas" les violento la puerta de entrada y luego de un lapso en el que solo se oian gritos, comenzaron a sacar cajas llenas de papeles y, por ultimo, se llevaron al matrimonio rumbo vaya uno a saber donde.
A los hijos los dejaron...
Por mucho tiempo no se supo de ellos, aunque la mucama comentaba que estaban detenidos.
Yo queria que mis padres salieran a ayudarlos, pero mi madre me explico que "no se podia porque nos iban llevar tambien a nosotros".
No podia entender la actitud de mis padres: Tomás.Bronstein era nuestro medico!
Todos los vecinos fuimos testigos mudos, a traves de las rendijas de las persianas, pero nadie se asomo!
Era un medico de excelencia.
Mi afectuoso recuerdo para toda la familia.
Ah,yo tendria 5 años...
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Daniel Bronstein (Nikdan)
Impresionante 16 de junio de 1955 de Pepe. Coincido con Quique en el placer literario y lo profundo de la historia de ambos artistas, el músico y el escritor. Contrariamente al vulgar estereotipo sobre las carreras de ingeniería y de sistemas. Hay muchos artistas entre los dinos y muchas impactantes historias nunca contadas. Esta fue una revelación. Felicitaciones Pepe de Lagar; felicitaciones Hernán. Hay que soltar, amigos��
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