9. El exilio
Laura Rozenberg. —Se aproxima la fecha de su exilio. Las libretas que guarda usted con datos se van
poblando de nombres y fechas. En 1970, las FF.AA. reemplazan como
presidente a Onganía por Levingston. ¿Qué hecho memorable
de aquel año colocaría en primer término?
Manuel Sadosky en el exilio en Caracas (1979) |
Manuel Sadosky. —Hubo un secuestro del cónsul
paraguayo en Buenos Aires. Se lo adjudicó un grupo nuevo, la
FAL, Fuerzas Armadas de Liberación. Sin duda, ese fue un
hecho nuevo…
También en 1970 muere Bertrand Russell. Nos reunimos
en el local de la calle
Chile y resolvimos hacer un acto. En julio, los Tupamaros del Uruguay raptaron a Dan Mitrione en Montevideo. En noviembre, vinieron a “visitarme” empleados de la Coordinación General de la Policía Federal. Aparece la revista Ciencia Nueva, y el primer editorial se escribe sobre la base de un artículo mío. Puedo
continuar…
Bertrand Russell (1872-1970) |
—Por favor, claro. Son acontecimientos que marcan lo que a usted le impresionó en su momento.
—Bien, releyendo la libreta de ese año, ¿ve?, aquí hay
un punto interesante: en la Escuela de la República de
Cuba me invitan a dar una clase. La escuela, situada en la
Capital Federal, tenía fama de “renovadora” desde el punto de vista
pedagógico. Aproveché para enseñarles números binarios. Cuando
terminé la clase, el maestro se acercó y me dijo: “¡Usted me
arruinó la vida!”. Yo lo miré pasmado y él me confesó que del
tema no tenía la menor idea. Yo me ofrecí a enseñarle y
entonces él me dijo que para completar su sueldo debía dar clases a
la tarde y a la noche.
—¿Cómo lo tomó usted?
—Me sorprendió mucho. Fue como chocarme con la
realidad. Ahí me di cuenta de cómo nos habíamos venido abajo.
Los maestros que yo tuve me merecían mucho respeto. En
cambio esta persona… Él se dio cuenta de que los chicos
habían entendido y le costó aceptar sus limitaciones.
—Y sí, ya no eran casos aislados. Se
repetían en muchas escuelas… Volviendo a sus anotaciones, veamos
qué dice aquí: en enero de 1970 parece que se va de
vacaciones. Lee Rayuela de Cortázar, visita la feria de Tristán Narvaja
en Montevideo y pasa unos días en la playa de Miramar, en la costa
de Buenos Aires.
—En ese año me entero del secuestro de Aramburu, del surgimiento de Montoneros, la caída de Onganía. Al año
siguiente viajo a Cuba nuevamente, y según mis notas, desayuno con Cortázar, vuelo a Madrid, París, Chile. Me
anuncian la muerte de un querido amigo de Córdoba, el profesor
Zanetti… En estas libretas combino datos personales con las
cosas que pasan en el mundo y en el país… Nació mi nieta Cora
Sol y mi mujer siguió escribiendo, por ejemplo, un fascículo
sobre Vietnam para el Centro Editor de América Latina.
Manuel Sadosky y su nieta Cora Sol Goldstein (aproximadamente 1974/1975) |
Salteando una página, pasamos al año siguiente. Aunque
no es lo más importante del año 1973, escuché una
entrevista a Zardini por la radio que me hizo rabiar y leí una nota
escrita por él en el diario La Nación que sólo me difamaba. Pero también se anunció la paz en Vietnam, y murió el doctor en
matemática de la Universidad de Buenos Aires Juan Blaquier. Hubo
cenas con Cortázar, Darcy Ribeiro, Arturo Illia, Bernardo
Grinspun. Lamentablemente se produjo un distanciamiento con
Rolando García, quien a su vez estaba cada vez más cerca de
Perón. Ese año fue el año del triunfo peronista. Asumió Cámpora
como presidente constitucional, y en la universidad,
Rodolfo Puiggrós fue designado rector, pero renunció a los pocos meses.
Algo tremendo: la DINA intentó allanar mi casa. Al año
siguiente, siempre siguiendo esta alocada sucesión de notas,
murió Perón; asesinaron a Mor Roig; apareció la figura de
Ottalagano como interventor de la UBA; Puiggrós pidió asilo en la
Embajada de México y a los tres días aparecieron asesinados por
la Triple A el abogado Silvio Frondizi y su yerno, el ingeniero
Luis Mendiburu. Dos semanas más tarde, inicié mi exilio.
—Cuénteme cómo vivió esos días
previos a la partida.
—Unos días antes de que asumiera Perón, hubo un
operativo de allanamiento y nos vinieron a detener a cuatro
profesores de la facultad. Al final, la policía sólo detuvo a dos
de los cuatro: al geólogo Amílcar Herrera y al físico Juan José
Giambiagi, porque a Carlos Varsavsky no lo encontraron y a mi
casa también fueron, pero no llegaron a entrar porque el portero,
alertado por un vecino, les dijo que no había nadie.
—¿De qué se los acusaba?
—De una conspiración internacional. ¡Fíjese qué cosa!
Nos culpaban de un complot para robar secretos atómicos
argentinos y vendérselos a no sé quién. A Herrera y a Giambiagi
les hicieron mil preguntas. En mi caso, presenté
inmediatamente un recurso de amparo. La Policía respondió que no
había ninguna orden de allanamiento. De modo que el juez de la causa no hizo lugar a mi petición y para colmo me aplicó una
multa alevosa, insultante. Ahí decidí irme porque no se
podía vivir en un país que no tenía Poder Judicial.
—Poco después la Triple A se
adjudicó el asesinato de Silvio Frondizi e intimó a un grupo de
conocidos actores a abandonar el país en setenta y dos horas.
—Sí. Mi hermana Delia, que había estado temiendo cosas dramáticas, se puso muy nerviosa.
—Usted partió el 4 de octubre de
1974.
—Recibí una invitación para ir a la sede de UNESCO en París y, semanas más tarde, viajé a Bogotá. La UNESCO
me designó para integrar una delegación de expertos en
cuestiones educativas. Teníamos que analizar un gran proyecto en Colombia. Así que fuimos dos franceses, un uruguayo,
un norteamericano y yo.
—¿Tenía planes para después?
—Al principio pensaba regresar. Incluso Carlos
Varsavsky, que lo conocía al Ministro de Economía, José Ber
Gelbard, fue a hablarle sobre lo que ocurría con los científicos
argentinos, y al parecer, el gobierno argentino nos daba garantías,
pero yo ya estaba en Bogotá y en ese momento una gente amiga me
habló desde Venezuela invitándome a incorporarme a la
Universidad Central. Así que cambié de planes y me fui para allá,
donde además, desde hacía poco tiempo, estaba radicada mi
hija Cora y su esposo Daniel Goldstein. Ambos trabajaban en la
Universidad de Venezuela. Mi nieta Cora Sol ya asistía al jardín
de infantes.
—¿Cómo se sintió en Caracas?
—Estaba tranquilo. Tenía la oportunidad de estudiar y
enseñar. Fui a trabajar al CENDES, el Centro de Estudios del Desarrollo, dependiente de la universidad. Ahí estuve
cinco años. Enseñaba matemática y un curso de política
científica basado en la experiencia internacional y en las
enseñanzas de Bernal.
—En ese momento, era la gran explosión del precio del
petróleo. Era la gran euforia. Estaba la figura de Pérez
Alfonso, que tuvo la idea de unir a los países petroleros.
Había ideas progresistas. Se hablaba mucho de gastar el dinero en educación… El presidente Pérez creó la Fundación Ayacucho y me nombraron asesor.
—En ese momento, en Venezuela se
encontraban muchos argentinos. ¿Con quiénes se comunicaba usted?
—En Venezuela vivía desde hacía muchos años gente
destacada de la universidad, como el filólogo Ángel Rosenblat y
el físico Manuel Bemporad. Un día me encontré con
Rosenblat. Desde 1932 venía arrastrando una causa, le habían
quitado la carta de ciudadanía por “comunista” en base a la Ley
de Residencia, y él decía: “Soy un ‘caso’ para la Argentina”, porque
cada vez que la prensa lo quería nombrar, decía “el caso
Rosenblat”.
—¿Y él se radicó en Venezuela?
Tomás Eloy Martínez (1934-2010) |
—¿Cómo vivían la preocupación por las noticias que llegaban de la Argentina?
—Con mucha angustia. Todo era muy perturbador. No
estábamos de acuerdo con los que hacían locuras y mucho menos con los represores. Esa sensación de no estar con
nadie era desoladora.
—¿Había una sensación de impotencia?
—La sensación era de no tener en quién apoyarse porque ningún partido tomaba con coraje la cuestión. En 1975,
un economista comunista me dijo: “La solución se llama Videla”. Y yo pensé que el mundo estaba loco. En marzo de 1976, la
gente como ese “economista” se dio el gusto.
—Parece que sí.
—Tratábamos de ayudar a cualquier persona que llegaba. Conseguirle trabajo. Íbamos a la universidad, a la
Embajada. Hacíamos petitorios. Corita estuvo en contacto con las
mujeres de los Derechos Humanos…
—Seguramente, entre sus alumnos de
Argentina, hubo guerrilleros y desaparecidos.
—Muchos.
—¿Cómo recuerda a los que fueron
guerrilleros?
—Guardo el recuerdo de muchos jóvenes que
desaparecieron, en general eran personas maravillosas. Algunos estaban
de acuerdo con la guerrilla. Discutíamos mucho, pero
ellos no estaban para oír consejos.
—¿Los avalaba?
—¡No! Las guerrillas argentinas de esa época siempre
me parecieron descabelladas. Una monstruosidad.
—¿Se animaría a dar un juicio de valor imparcial del comandante Ernesto Che Guevara?
—He sido de la opinión de que hay acciones que
corresponden para ciertos
momentos de la historia, y para otros no.
He admirado a San Martín y al Che Guevara. Ambos lucharon
por ideales. En particular, he sentido un gran respeto y
admiración por el Che, pero sospecho que si hoy viviera,
probablemente no elegiría la guerrilla, sino que tal vez sería un
gran político. Guevara tenía una enorme capacidad de trabajo y era un
ser de una gran pureza de sentimientos. El error que a veces
se comete es el de actuar fuera de tiempo. Hay desencuentros que
pueden ser fatales. El propio Guevara decía en su diario que
al mirar los ojos de una boliviana, no sabía si la mujer estaba
de su parte o no. Hay gente que se adelanta y se equivoca, piensa
que con su sola tenacidad y valentía puede quemar etapas. No
existen metodologías en abstracto. La guerrilla fue necesaria
en Cuba para neutralizar a un ejército, que por otra parte
estaba bastante desorganizado. Pero cuando Guevara giró sus ojos a
América, el momento ya no era el más propicio. Pero las
guerrillas aquí, en América del Sur, siempre me parecieron
descabelladas.
Ernesto Guevara (1928-1967) |
—¿Le hubiese gustado conocer al Che?
—Lamento mucho no haberlo conocido. Por él he sentido un gran respeto y mucha consideración. Si él hubiese
estado en el tiempo y el lugar propicios, hubiese sido un
gran líder popular.
—Pero usted acaba de expresar su
total desacuerdo con la guerrilla.
—Con las de aquí, sí. Pero en ninguna parte del mundo existe una metodología en abstracto. Cuando él tiraba
tiros en Cuba, era justo lo que hacía falta para que un
ejército desorganizado se rindiera. Él era el prototipo del
líder, tenía una gran pureza de intenciones y si la gente
latinoamericana lo hubiese apoyado, hubiese podido difundir una
experiencia irreemplazable.
—¿A qué otros personajes de la
historia latinoamericana admira?
—He admirado a San Martín, a Bolívar…
—¿Sus luchas fueron diferentes?
—Es que yo no creo que la gente hace lo que quiere.
Hay un mundo, un tiempo que hace que ciertas ideas progresen
o no.
—Y para usted, ¿ese tiempo no
existía en la Argentina de los setenta?
—Es mi sensación. Una cosa es lo que había sucedido en Cuba, y otra, en la Argentina. Hay gente que se
adelanta y con su sola tenacidad y valentía pretende fundir etapas.
Pero sin esa concordancia histórica, los desencuentros pueden ser fatales.
Ese fue el error de la guerrilla argentina.
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