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2017.07.14: Laura Rozenberg: Conversaciones con Manuel Sadosky - 2. El cálculo de la escalera

2. El cálculo de la escalera

Manuel Sadosky, Cora Ratto de Sadosky y su hija Cora (1940)
Laura Rozenberg. —Usted ingresa a la universidad dos años después del alzamiento de Uriburu y la caída del gobierno constitucional de Hipólito Yrigoyen. Es sabido que un amplio sector de estudiantes, incluidos los socialistas y comunistas, apoyó el golpe militar. ¿Qué juicio de valor le merece esta actitud?

Manuel Sadosky. —Diría que sin dudas fue un error. Pero 
Hipólito Yrigoyen fue derrocado por
José Félix Uriburu el 6/9/1930

lógicamente en ese momento no nos dábamos cuenta. Creo que entonces los jóvenes nos dejamos encandilar por una oratoria equívoca. No es que quiera justificar la conducta, pero no teníamos la experiencia nefasta de los golpes de Estado.

—¿Usted también lo apoyó?

—Sí, también, pero no activamente. Todavía estaba en el secundario.

—¿Qué le reclamaban los jóvenes al presidente? ¿Qué lo hacía a usted estar a favor de un golpe?

—Vea, el rechazo a Yrigoyen fue producto de una campaña muy sutil e inteligente, montada por los conservadores que al principio quisieron dominar la situación sin convulsiones, y
nosotros fuimos estúpidamente embaucados. Como Yrigoyen estaba en decadencia física, se le hizo mucha propaganda en contra, se lo ponía en ridículo, se decía que tenía una “prosa enrulada”, que no vestía a la moda.

—¿Y ustedes se fijaban en esas frivolidades?

—Parece que sí. Se llegó al colmo de creer que era una vergüenza tener un presidente como él, sin advertir que era nuestro presidente constitucional, y además una buena parte del pueblo estaba con él. Nos dimos cuenta del error cuando los hechos se nos volvieron en contra: inmediatamente después del golpe intervinieron las universidades y de un día para el otro perdimos todo lo que se había estado tratando de construir a partir de la Reforma Universitaria de 1918.

—Dijo usted que los estudiantes secundarios permanecieron al margen de las protestas.

—De algún modo, sí. Queríamos un cambio pero como estudiantes no teníamos una actividad muy visible. Era una época en que aún no existían las agrupaciones secundarias. A lo sumo nos animábamos a hacer algún que otro reclamo interno, como la vez que el ministro Marcó trató de imponer en los colegios un promedio mínimo de ocho puntos para eximirse del examen final. Ahí nos reunimos para protestar.
En definitiva, yo creo que en 1930 lo que nos sedujo fue el discurso de los socialistas independientes que hablaban de libertad y democracia, sin advertir que detrás de todo eso había un grupo militar que quería socavar el poder para entregar el gobierno a los sectores conservadores. El golpe del 6 de septiembre
de 1930 fue una fiesta para muchos… que duró muy poco. Creo que en seguida comprendimos la necesidad de restablecer la democracia.
Fundado en 1894, es el centro de estudiantes
más antiguo de América Latina.

—¿El Centro de Estudiantes de Ingeniería siguió funcionando?

—Sí, pero fuera de la facultad, porque la actividad política estaba proscripta. Yo tenía amigos un poco mayores que concurrían al Centro, y en seguida, cuando entré a la carrera, empecé a participar de las reuniones que se hacían en un local de la calle Perú, frente a la Manzana de las Luces. Esas fueron mis primeras incursiones en la política. Después de que subió a la presidencia el general Agustín P. Justo, el Centro de Estudiantes volvió a la Facultad de Ingeniería.

—“La Línea Recta”, uno de los primeros centros de estudiantes de la UBA, funcionaba desde antes de la Reforma Universitaria. ¿Qué agrupaciones lo integraban cuando usted lo conoció?

—En aquella época había una izquierda genérica, el Partido Reformista de Izquierda, que incluía a un pequeño sector de socialistas y comunistas y que, de hecho, defendía los principios reformistas. También estaban los filofascistas y por supuesto los católicos, que se dividían en una fracción democrática que era
la Lista Blanca, y otra reaccionaria. Con el tiempo, el centro se fue polarizando en “democráticos” y “antidemocráticos” o apolíticos, que eran los que pretendían darle al Centro una función puramente gremial.

—¿Cómo era el clima que se vivía?

—En 1932 subió al poder el general Agustín P. Justo apoyado por los conservadores; nunca consiguió ganar elecciones sin hacer fraude. La Unión Cívica Radical estaba proscripta y el gobierno no tenía una base popular. Los estudiantes, en cambio, estábamos a favor de que hubiera una democracia auténtica.
También en aquellos años hubo una guerra tremenda, muy sangrienta, entre Bolivia y Paraguay, y los estudiantes hacíamos manifestaciones; por supuesto estábamos en contra de esa guerra que recién terminó en 1936. Cora, mi mujer, intervino mucho en las campañas de denuncia contra la Guerra del Chaco y también en las movilizaciones por el problema de la Guerra Civil Española. Trabajábamos mucho con los comunistas, que al principio eran los más activos en estas campañas.

—Recién hacia 1933 la mecha del nazismo se propaga y aquí prende en los incipientes grupos nacionalistas. Usted era un estudiante universitario, debe tener memoria de aquellos episodios.

—Bueno, hasta 1933, que fue cuando subió Hitler, la palabra nazi no existía. Había otras expresiones para denotar, entre otras cosas, la intolerancia. Por ejemplo, estaba la Legión Cívica, que tenía una publicación, La Fronda. Era típicamente “nacionalista”.

—¿Qué características adoptaban esas manifestaciones en el ambiente universitario?

—Las posiciones se hicieron cada vez más definidas. Butty, por ejemplo, que no era fascista pero era muy conservador, recuerdo que un día —él ya era decano de Ingeniería— habló en un acto de colación de grado y responsabilizó a los estudiantes de “apellidos exóticos” de difundir cierto tipo de ideología 
“peligrosa”. Eso marcaba muy bien su postura, y ante semejante confesión decidimos responderle con un enorme cartel que colgamos en la facultad y que tenía dos columnas: en una pusimos los apellidos “exóticos” y en la otra los “no exóticos”. Por supuesto, el de Butty fue a parar a la primera columna.

—¿Cuál era el respaldo de Butty?

—En Ingeniería era un caudillo, como José Arce en Medicina o Alberini en Filosofía. Él pretendía, por ejemplo, que los egresados de colegios industriales rindieran el examen de bachiller porque a su criterio no estaban bien preparados. Lo cual era completamente absurdo. Un alumno del industrial estaba mejor preparado en estos aspectos que un bachiller. En todo caso, había una discriminación sutil hacia los sectores de menores recursos que eran los que en general se inscribían en los colegios industriales.

—A usted, por lo visto, la carrera de Ingeniería no lo terminaba de convencer. Según ha contado muchas veces, luego del primer año decide abandonar y es entonces cuando opta por Matemática, una carrera que apenas tenía un puñado de estudiantes. ¿Qué lo hizo cambiar de parecer?
Edición en castellano de Geometría
Analítica de Castelnuovo, 1939.
M. Sadosky fue uno de los traductores.

—Simplemente me di cuenta de que no me interesaban las 
materias técnicas. Yo entré a Ingeniería creyendo que era sinónimo de matemática, pero cuando me enfrenté con la primera materia técnica, Construcción de Edificios, y me pidieron que hiciera el cálculo de una escalera, ahí me di cuenta de que todo lo que tenía que hacer era aplicar reglas empíricas. Eso no era lo que yo quería. Me fui al Palacio del Libro, en la calle Maipú, solicité un crédito y me llevé para las vacaciones la Geometría Analítica y Proyectiva de Castelnuovo y un libro de Rey Pastor.
Al año siguiente, cuando empezaron las clases, fui directamente a Matemática y me inscribí en la Licenciatura.

—¿No volvió a dudar?

—Nunca más. De todos modos seguía en la Manzana de las Luces, tenía muchos compañeros y amigos de todas las carreras que funcionaban ahí. Además, al poco tiempo conocí a Cora Ratto, que también era estudiante de Matemática.

—¿De qué manera la conoció?

—Bueno, era imposible no encontrarse. En primer año de Matemática había apenas cuatro estudiantes.

—¿Cuatro?

—Sí, tres mujeres y yo.

—¿Quiénes eran ellas?
Cora Ratto (1912-1981)
—Además de Cora, estaban Elba Raimondi y María Ferrari. María murió muy joven, cuando todavía era estudiante.

—¿Y en los cursos superiores también había poca gente?

—Sí, éramos muy pocos. Sobresalía netamente Alberto González Domínguez. También recuerdo a Juan Blaquier, quien no hacía mucho se había recibido de doctor.

—Lo cual da a entender que usted también se contó entre los primeros egresados.

—Sin duda, en la UBA debo estar entre los primeros diez egresados de Matemática.

—¿Cómo estaba organizada la carrera?

—No había un plan demasiado detallado y como éramos tan pocos había varias materias que se cursaban en común con Ingeniería.

—Cora tenía familia en Entre Ríos. ¿Ella vivía en Buenos Aires?

—Sí, era de Buenos Aires, pero de todas maneras el tema de la provincia de Entre Ríos aparecía con frecuencia. Su familia era de origen italiano pero con varias generaciones entrerrianas.
A mí me interesaba especialmente conocer la obra pedagógica que hubo en Concepción del Uruguay, donde existe un colegio similar al Colegio Nacional de Buenos Aires.

—Cora tenía una firme convicción católica. Usted, en aquella época, ya era un ateo empedernido. ¿Fue una convivencia difícil?

—No crea, ambos fuimos cambiando. En realidad, lo vivimos como una evolución. Cora tenía muchas condiciones de líder y la gente de la Acción Católica deseaba que participara más activamente, pero ella, con el tiempo, se fue alejando de la militancia religiosa.

—¿Usted la desaprobaba?

—¡Oh, no! De ninguna manera. Yo estaba en desacuerdo con la concepción religiosa. Yo era un socialista. Pero no era quién para imponer mis convicciones a nadie.

—¿Se volvió atea?

—No atea. En todo caso comprobó que detrás de esos planteos idealistas había otro tipo de intereses.

—¿Sí?

—Una religión exige el cumplimiento de determinados principios, y en una pareja se plantean problemas que no se resuelven anteponiendo esquematismos de tipo religioso o de cualquier tipo. Ella fue comprendiendo que dentro de los marcos de una actividad religiosa no podríamos llevar la vida que aspirábamos, libre, sin ningún tipo de prejuicios ni limitaciones.
Además, hay que tener en cuenta que en 1933 tuvo lugar el ascenso de Hitler al poder en Alemania, y el auge del racismo sin precedentes. En ese aspecto, la Iglesia no planteó un repudio franco.

—¿La familia de Cora aceptó el noviazgo?

—Desde luego, el ambiente de su casa era muy abierto, de tradición radical. Su tío era Francisco Ratto, Ministro de Hacienda de Buenos Aires en la época del gobernador Valentín Vergara, y el padre de Cora, Livio Ratto, era una persona muy comprensiva, tenía muchos amigos, había sido jugador de fútbol y fue uno de los fundadores del club River Plate.
De todos modos, Cora mantuvo del cristianismo una actitud humanista, que sumada a su vocación de líder la llevaron a organizar, durante la Segunda Guerra, una asociación de ayuda a los soldados, formada por mujeres de todo el país.
Junta de la Victoria (1941)
(foto suministrada por David Vergara)

—Era la Junta de la Victoria, a la que usted se refirió más de una vez.

—Sí. En la Junta, las mujeres se reunían para preparar y 
reunir ropa y alimentos. Lo importante era que se respetaba la voluntad del donante de elegir el país de destino de esas cosas.
Se les enviaba tanto a los ingleses como a los rusos o a los franceses
libres. 

—Cora debe haber sido una mujer muy perseverante. Además de estas actividades, como estudiante obtuvo medalla de oro…

—En realidad, me la arrebató, por unas centésimas de diferencia.

—Eso prueba que ambos eran muy capaces. Abarcaban el estudio, la política, y en un momento, además, aceptaron ser ayudantes de cátedra. A decir verdad, ejemplos como los suyos hoy en día no abundan.

—Lo de la ayudantía fue importantísimo. Fue como hacer la carrera dos veces, primero aprendiendo y después enseñando, ese es el mejor modo de adquirir conocimientos. Por eso después, en los años sesenta, buscamos la manera de ayudar económicamente a los alumnos para que pudieran dedicarle tiempo completo a la facultad.

—La vida política universitaria les demandaba tiempo para reuniones y estudio. Se acercaron a los socialistas, bucearon en las ideas de Palacios y de Aníbal Ponce, pero sorpresivamente tanto usted como Cora optaron por el comunismo. Esta será la primera y única vez que se afilian a un partido. ¿Por qué motivos decidieron cambiar de rumbo?

—En realidad, el cambio se aceleró por la decepción que tuvimos ante la postura de no intervención que adoptaron los socialistas franceses y los laboristas ingleses durante la Guerra Civil Española, pese a que países como Alemania e Italia estaban ayudando a Franco. Los “demócratas” proclamaron la no
intervención.
Pero además, notábamos a través de las fuentes de información comunistas que la Unión Soviética estaba encarando una revolución sin precedentes en materia de educación y salud.
También creíamos que eso ocurría en la ciencia, aunque después comprendimos nuestro error. En definitiva, para nosotros se trataba de una revolución más profunda que los cambios que proponían los socialistas.


Aníbal Ponce (1898-1938).
El libro apareció en 1934
—Usted es un admirador de Aníbal Ponce, una figura que también fue evolucionando hacia el marxismo, aunque no se hizo comunista.

—Sí, Aníbal Ponce se inició con José Ingenieros y hacia 1935 hizo un viaje a Europa. Cuando regresó, creó una asociación que se llamó AIAPE, que convocaba a intelectuales, artistas, pintores y escritores. Casualmente, esa asociación tuvo como segundo presidente al doctor Emilio Troise, el padre de mi actual mujer, que por aquel entonces era mi médico y además una excelente persona con quien coincidíamos mucho en nuestros puntos de vista.

—¿Llegó a cumplir tareas específicas en la estructura jerárquica del PC local?

—Nada importante. Durante el tiempo que estuve afiliado a lo sumo me vinculé con algunos gremios, especialmente el ferroviario, que era de tradición reformista socialista, donde daba clases de historia desde una perspectiva marxista. Como el Partido estaba proscripto, nos encontrábamos clandestinamente en distintos locales del sindicato, en el barrio de Constitución.
Para mí, esas reuniones eran interesantes porque me permitían un mayor acercamiento a los problemas de la gente de trabajo.

—Su paso por el Partido Comunista coincide precisamente con el principio y el fin de la Segunda Guerra Mundial. Vale decir que en 1945, usted y Cora se alejan del Partido. Sin embargo, es sabido que no reniegan de sus ideas marxistas. ¿Qué los llevó a tomar esa decisión?

—En 1945, de común acuerdo con Cora, que también militaba en el PC, abandonamos el Partido. En realidad, no fue una decisión repentina. Nos “empujaron” para que nos fuéramos.
Los motivos se debieron en buena medida a nuestras disidencias con los demás integrantes del PC. Nosotros planteábamos abiertamente nuestras críticas a la conducción. Por ejemplo, no estábamos de acuerdo con la acusación que desde las filas del PC se hacía a los peronistas, tildándolos de nazis o fascistas.
Era una generalización injusta. Además, Cora y yo, sin ser partidarios de Perón, veíamos que el movimiento peronista crecía a pasos agigantados y que estaba ganando un espacio que el PC había descuidado, por estar pendiente de los acontecimientos mundiales más que del proceso que vivía el país. Todo eso fue motivo de muchos debates, hasta que finalmente, la disidencia fue tan grande con la conducción que la fractura era inevitable. Ellos mismos terminaron pidiéndonos la renuncia, con el pretexto de que nosotros éramos un grupo que pretendía el poder.
—¿Y había algo de cierto?
—¡No! En lo fundamental pretendíamos hacer una carrera docente y científica. Y en cuanto a la política, deseábamos participar en un partido preocupado por los problemas nacionales e internacionales que aplicara en su vida interna los procedimientos democráticos.
A mi entender, las orientaciones de la dirección del PC perjudicaron a muchas personas, empezando por algunos intelectuales.
Pienso, por ejemplo, en Alfredo Varela, que escribió una novela tan interesante como El río oscuro y después se hizo funcionario de la “nomenclatura” y no volvió a escribir nunca más.
Todo aquello provocó un vaciamiento intelectual muy grande, del que poco se ha hablado, y que seguramente fue muy negativo para las generaciones que vinieron después.

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