5. La función social de la
ciencia
Laura
Rozenberg. —Ya terminó la facultad y en
el mundo acaba de empezar la Segunda Guerra Mundial. Un día, llega a sus manos
un libro del científico inglés John Bernal que le causa una gran impresión.
Hoy, de algún modo, usted se define como un seguidor de Bernal. ¿Cuál es la
mayor enseñanza que rescata?
Manuel Sadosky (1979) Foto suministrada por Hugo Scolnik |
Manuel
Sadosky. —Ciertamente es uno de mis autores preferidos. Bernal era un
especialista inglés en cristalografía, quien en 1939 publicó un libro titulado
La función social de la ciencia. La historia de Bernal está profundamente
ligada a los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial. Pese a que Bernal
era un “demonio” marxista para los ingleses, la Corona lo convocó de inmediato,
junto a un grupo de sabios, para colaborar en el plan estratégico de los
aliados. El aporte de Bernal consistió en incorporar la metodología científica
a la estrategia militar. Se hicieron cálculos predictivos de bombardeos; se
investigaron las costas de Normandía antes del desembarco y se dice que esas
medidas fueron cruciales para el éxito de las operaciones. Bernal contribuyó al
desarrollo de lo que se ha dado en llamar “investigación operativa”, pero al
mismo tiempo, advirtió que esta ciencia podía ser útil para la paz. En otras
palabras, esos trabajos nacidos en el horror de la guerra fueron demostrando
que las llamadas ciencias exactas podían ser aplicadas a la más variada gama de
problemas civiles. Hoy, una editorial hace investigación operativa cuando
calcula la cantidad de ejemplares que va a vender y de qué manera hará la
distribución. Un ingeniero hace investigación operativa cuando calcula el
comportamiento de una cuenca o cuando analiza el recorrido del transporte. Los
estudios de marketing también son estudios de investigación operativa, y aquí
es donde quizá se perciben mayor claridad las ventajas de llevarla a cabo. La
investigación operativa ahorra tiempo y dinero, y sus resultados son imposibles
de alcanzar de otro modo. Bernal, además, escribió un libro, Historia social de
la
ciencia, donde mostraba claramente que los problemas del mundo podían resolverse por medio de la ciencia, pero que los factores que frenan el desarrollo a menudo son extracientíficos, es decir, son políticos o económicos.
ciencia, donde mostraba claramente que los problemas del mundo podían resolverse por medio de la ciencia, pero que los factores que frenan el desarrollo a menudo son extracientíficos, es decir, son políticos o económicos.
—Esas ideas debieron ser
muy estimulantes.
—Desde
luego. Me causaron una gran impresión e influyeron mucho en mi pensamiento y en
el camino que me propuse en la vida. Tuvimos muy en cuenta estos conceptos
cuando creamos el Instituto de Cálculo en la Facultad de Ciencias Exactas. Sabiendo
que resultaría indispensable para el país, alentamos la formación de un grupo
de investigación operativa que se inició con un estudio sobre el comportamiento
de los ríos andinos.
—¿Con quiénes compartía
estas inquietudes?
—En
particular, las enseñanzas de Bernal fueron motivo de comentarios con Mario
Bunge, a quien conocía desde niño porque era el hijo de un diputado socialista,
Augusto Bunge, que daba conferencias en el Colegio Libre de Estudios
Superiores, creado por Aníbal Ponce. Mario era un poco menor que yo, así que
recuerdo muy bien su espíritu cuestionador. Empezó el secundario en el Colegio
Nacional de Buenos Aires, pero por alguna razón, se fue y terminó sus estudios
en otro establecimiento. Su padre era amigo del padre de Cora y así fue como lo
conocí. En ese entonces debía tener unos quince años, pero ya era un gran
lector y tenía un gran talento como escritor. Después ingresó en la carrera de
Filosofía y más adelante hizo el doctorado en Física, en La Plata. En este
sentido, es un filósofo atípico. Uno de los problemas que solía discutir con él
era el relativo a las limitaciones de la máquina en comparación con la
capacidad humana. En realidad, fue motivo de largas discusiones dentro del
grupo que formamos en 1951 con Bunge, Gregorio Weimberg, Hernán Rodríguez,
Federico Westerkamp y Hersch Gerschenfeld, cuando nos vimos forzados a
alejarnos de la facultad durante el primer gobierno de Perón. Eran reuniones
estimulantes.
Además era un grupo interdisciplinario, fructífero, un verdadero lujo. Cuando salió el libro de Wiener, Cibernética, control e información en el animal y en la máquina, que por primera vez enfocaba de ese modo los mecanismos de retroalimentación en los seres vivos y en las máquinas, discutimos muy vivamente el tema de la relación entre el hombre y las computadoras. Recuerdo que al principio no lográbamos ponernos de acuerdo con Bunge. Yo sostenía que las computadoras llegarían a superar la capacidad humana desde el punto de vista del cálculo. Pero Mario advertía una diferencia más profunda, en el sentido de que la máquina puede llegar a imitar pero nunca a suplantar el pensamiento humano. Ahora parece trivial, pero en su momento el tema despertaba acaloradas discusiones. Después de todo, yo estaba equivocado, pero me llevó tiempo darme cuenta de mi error. Una cosa es construir una máquina capaz de producir algo, y otra, muy distinta, pensar que puede haber una sustitución integral del pensamiento humano.
Además era un grupo interdisciplinario, fructífero, un verdadero lujo. Cuando salió el libro de Wiener, Cibernética, control e información en el animal y en la máquina, que por primera vez enfocaba de ese modo los mecanismos de retroalimentación en los seres vivos y en las máquinas, discutimos muy vivamente el tema de la relación entre el hombre y las computadoras. Recuerdo que al principio no lográbamos ponernos de acuerdo con Bunge. Yo sostenía que las computadoras llegarían a superar la capacidad humana desde el punto de vista del cálculo. Pero Mario advertía una diferencia más profunda, en el sentido de que la máquina puede llegar a imitar pero nunca a suplantar el pensamiento humano. Ahora parece trivial, pero en su momento el tema despertaba acaloradas discusiones. Después de todo, yo estaba equivocado, pero me llevó tiempo darme cuenta de mi error. Una cosa es construir una máquina capaz de producir algo, y otra, muy distinta, pensar que puede haber una sustitución integral del pensamiento humano.
—Sin embargo, su planteo
podría tomarse en un sentido más limitado.
—Todo
depende de lo que se entiende por inteligencia creativa. Una cosa es la
creatividad típicamente humana y otra la imitación, la formalización. Llevado
esto al terreno pedagógico, creo que hay que tener mucho cuidado con lo que se
espera de las computadoras y el uso que se les da. Puedo aceptar la enseñanza
apoyada con computación, pero no que la máquina sustituya al maestro.
—Por aquel entonces, las
computadoras personales no existían. En cambio, claro está, los libros sí, y de
alguna manera, usted vivió rodeado de ellos e incluso varias veces tuvo que ver
con cuestiones editoriales. ¿Cómo se conseguían durante la guerra?
—¡Ah!
Era difícil. Y para peor, había muy poco sobre matemática en castellano.
—En 1943 usted empieza a
colaborar con una editorial de la ciudad de La Plata. ¿La idea era publicar
libros de matemática?
Guido Castelnuovo (1865-1952) |
—¿Y lo ubicaron?
—Fue
difícil. Andrea Levialdi, el físico italiano que residió en Buenos Aires tras
huir de la Italia fascista, nos ayudó mucho. Consiguió comunicarse por medio de
su padre con Castelnuovo, y así pudimos tener la autorización. La traducción la
hicimos juntos, Levialdi y yo. Era un libro de más de setecientas páginas y lo
hicimos en la vieja imprenta de Coni, que no tenía linotipos, o sea que había
que armar palabra por palabra con letras de plomo, y en eso ayudaban unos
tipógrafos muy calificados. Nosotros hacíamos la corrección de cada pliego y
luego se tiraban tres mil ejemplares y se desarmaban los tipos reubicándolos en
las cajas. Así con veinte pliegos de treinta y dos páginas.
—¿Tuvo éxito el libro?
—Mucho.
El libro se usó en toda América Latina y se reeditó muchas veces, pero como no
había control, debe haber habido ediciones piratas también.
—¿Siguió trabajando con
esa editorial?
—La
editorial se llamaba Mundo Científico, y el dueño, Cayetano Palomino, tenía un
camión de repartos con el que se ocupaba de hacer la distribución. A veces yo
lo acompañaba con un termo y un mate para hacer la recorrida. Lamentablemente,
un día Palomino tuvo una pelea pesada por un problema de jurisdicciones en el
reparto de diarios y ahí nomás lo mataron de un tiro.
—¡Qué horror! Algo había
escuchado acerca de las mafias de los repartidores, pero no sabía que ya venía
de tan lejos. ¿Y a partir de entonces la editorial de Cayetano desapareció?
—Y
sí. Ese proyecto se interrumpió. Pero más adelante seguimos con otros, como la
colección que hicimos con Gregorio Weimberg, que se llamaba “Tratados
fundamentales”, de la Editorial Lautaro, que anduvo bien mucho tiempo. Para esa
época ya había varias editoriales que empezaban a interesarse por temas
científicos, en parte porque con motivo de la Guerra Civil Española vinieron a
la Argentina editores muy buenos.
—¿Por ejemplo?
—Losada,
López Llausás, Uribe… Todas las editoriales se hicieron sobre la base de gente
muy experimentada. Por ejemplo, en Losada había una colección de ciencia
contemporánea que le encargó a Cora la traducción de La física nueva y los
cuantos, de De Broglie. Ellos buscaban que las traducciones estuvieran hechas
por gente entendida en el tema.
—Alrededor de esa época,
es decir, comienzos de los años cincuenta, usted pierde su cargo de docente en
la facultad. Ya estaba casado, tenía una hija pequeña. ¿Las traducciones
continuaron siendo un medio de vida?
Traducido por Cora Ratto, Editorial Losada, 1965 |
—Los años anteriores, en
lo económico, ¿habían sido comparativamente mejores?
—Lamentablemente,
no, tampoco, pero no nos quejábamos de eso, sino de la situación en sí. El
ambiente universitario siempre fue cerradísimo. Apenas logré un nombramiento
bastante precario de Jefe de Trabajos Prácticos en la Universidad de La Plata.
Era muy difícil conseguir trabajo como docente. Inclusive personas destacadas,
como Rodolfo Mondolfo, un filósofo eminente que perdió sus cátedras en la
Universidad de Bologna a partir de las leyes raciales, apenas consiguió un
cargo de profesor de griego en Córdoba.
—Es llamativo que en 1942
usted se haya postulado como profesor en la Escuela Naval. Más aún teniendo en
cuenta que para ese entonces era miembro del PC. ¿Por qué lo hizo?
—Es
que para mí, la Escuela Naval era una institución de cultura como cualquier
facultad, yo no le veía ninguna contradicción. Además, en esa época, tenía un
cuerpo de profesores muy distinguido. Estaban Teófilo Isnardi, Juan Carlos
Vignaux, José Collo…
—¿Cómo surgió esa
posibilidad?
—En
realidad, fue idea de Vignaux. Él sabía que yo había escrito varios artículos
sobre ciencia y guerra…
—Pero se trataba de
artículos con contenido marxista.
—Es
verdad, pero entonces le resté importancia. Recuerdo que el examen consistió en
tres pruebas, muy exigentes, y todas las pasé muy bien. En la tercera, tenía
que dictar una clase de “cultura general” y elegí el tema “La ciencia y la
guerra”. Ahí saqué el puntaje máximo. Les mostré que en la Argentina hacían falta
cambios muy profundos y que la ciencia tenía mucho que aportar al respecto. Los
ilustré con los casos de Estados Unidos, la Unión Soviética e Inglaterra. El
director de la escuela parecía muy impresionado. Tal es así que hasta llegué a
decirles que el verdadero sentir nacional no se interpretaba en los desfiles
sino en ponerse a la altura de los conocimientos científicos y técnicos.
—¿Y lo aprobaron?
—Claro,
me pusieron en el primer puesto de la terna que integraban dos profesores
experimentados de La Plata y Buenos Aires. Hasta ese momento, todo marchaba
sobre rieles. Me hicieron los exámenes médicos, el expediente pasó a la Policía
Federal, y entonces sí, todo se fue al demonio. ¡La Policía avisó que yo tenía
unos antecedentes tremendos!
—No me extraña. [Risas.]
—El
director de la escuela, que era el contraalmirante Vernengo Lima, insistió en
que el concurso lo había ganado y que merecía quedarme. Lo dijo incluso ante el
Ministerio de Defensa, pero el Jefe de la Policía Federal, el general Carlos
Martínez, opinaba lo contrario y hasta se tomó el trabajo de ir a Río Santiago
para explicar su posición. Así que, al final, Vernengo Lima se excusó
diciéndome que a juicio del jurado el puesto era mío… pero que la Superioridad
negaba la confirmación.
—De todos modos, más
adelante, llegó a trabajar en la Marina.
(1956) |
—El primero se publicó en 1952. Lo editó la Librería del Colegio (Editorial Sudamericana), y el otro lo escribí con Rebeca Guber y se publicó en 1956, editado por la Editorial Alsina. El libro de cálculo numérico y gráfico se usó mucho en el país, y fue novedoso en su momento porque presentaba la manera de resolver gráficamente problemas muy complejos. Tal vez sea interesante volver a releer lo que escribí en la introducción en 1952.
—Adelante.
(1952) |
—Era el primer libro de
ese tipo en castellano. ¿Decía algo sobre computación?
—En
el último capítulo planteaba el tema. Era un apéndice sobre la evolución del
cálculo mecánico y automático, donde se aclaraban las posibilidades y
limitaciones. La base de la idea sigue vigente hoy en día.
—También escribía
artículos…
—Desde
luego, desde la época de la escuela primaria en la revista del profesor Fesquet
[risas]. El tema siempre me interesó mucho. Para cuando terminé el segundo
libro, me llamaron de una revista, Mirador, para integrar su dirección. Iba
dirigida al sector empresario, de modo que propuse notas que reflejaran los
problemas nacionales. Luis Santaló mostró aplicaciones de la teoría matemática
de juegos. Gaviola escribió un artículo sobre energía nuclear. Yo escribí sobre
Einstein, y Gómez de la Serna hizo un ensayo sobre Picasso. Queríamos
introducir ideas modernas, científicas y técnicas para una realidad que nos
parecía auspiciosa en el año 1956.
—Usted me contó en algún
momento que había una revista en la que también participó y que se llamaba
Columna 10. Así es como denominaban en los medios de comunicación a las
noticias que nunca se publicaban.
—Sí,
porque los diarios tenían nueve columnas. Publicábamos notas que no salían en
ninguna otra parte. Hubo varias sobre Vietnam, sobre economía latinoamericana,
con enfoques poco “oficiales”. Cora también trabajó mucho ahí.
—También tuvo estrecha
relación con Eudeba, desde la gestación de la editorial universitaria. Usted
fue muy amigo de su primer director y alma máter, Boris Spivacow. ¿Dónde se
conocieron?
—Nos
conocimos en la facultad. Él era un poco menor e ingresó a la carrera de
matemática cuando yo ya estaba terminando, pero éramos tan pocos que en seguida
nos conocimos e intimamos muy bien. Me acuerdo de que formaba parte de un grupo
de estudiantes muy prometedor en el que también estaba Oscar Varsavsky. Ellos
integraban el grupo “Aráoz”, que sería muy interesante recordar en alguna
investigación periodística.
—Spivacow fue elegido para
ese cargo por su experiencia anterior en editoriales. Él venía de la editorial
Abril, ¿no es así?
—Sí.
Boris se incorporó cuando la editorial Abril era muy joven. Los dueños eran
judíos italianos que, al llegar al país, traían consigo la representación de
Walt Disney. Así empezó Abril. Recuerdo que también hacían colecciones para
chicos muy bonitas; estaba, por ejemplo, la colección “Bolsillitos”, que Boris
dirigió un tiempo. El director de Abril, Carlos Civita, tenía una vasta
experiencia por haber trabajado en las mejores editoriales, como Mondadori, y
con el tiempo se fueron
creando espacios interesantes. Sacaron una revista, Más
Allá, que se dice que fue la primera revista de ciencia ficción del país, pero
además traía temas de divulgación científica muy entretenidos. Me acuerdo de
que el primer número coincidió con el lanzamiento del Sputnik.
Revista Más Allá N° 1, Marzo de 1989 |
—¿Usted también participó?
—Yo
no, pero Cora introdujo en la editorial Abril métodos muy originales de
control. Incluso Abril contó con la colaboración de Gino Germani, quien luego
fue fundador de la carrera de Sociología en la UBA. Sin duda, aquellas
editoriales eran una usina muy importante para la formación de jóvenes.
—¿De quién fue la decisión
de nombrar a Spivacow primer director de Eudeba? ¿Fue Risieri Frondizi?
—No
exactamente. Se veía la necesidad de organizar una editorial universitaria y
las condiciones estaban dadas. Así que Frondizi apeló a Arnaldo Orfila Reynal,
un argentino de una larga trayectoria que había creado, entre otras cosas, nada
menos que el Fondo de Cultura Económica de México, la editorial estatal
mexicana. Orfila estuvo aquí un tiempo, dio los lineamientos y recomendó a
Spivacow, que estaba en la lista de candidatos posibles y, realmente, tenía una
gran creatividad para esas cosas. Fue un gran acierto: Spivacow era el director
y lo acompañaban figuras como José Babini y Alfredo Lanari. Un lujo.
—Prevaleció el criterio de
las tiradas masivas y económicas.
Martín Fierro ilustrado por Juan Carlos Castagnino (Eudeba, 1962) |
—¿Qué eran las “ediciones
previas” de las que usted habló en cierta oportunidad?
—Ese
fue un sistema que implementó Eudeba, novedoso en ese momento, que tenía el
propósito de distribuir una cierta cantidad de ejemplares entre expertos antes
de la edición final para recoger críticas y correcciones. Como Eudeba tenía una
política de precios muy generosa, se hacían ediciones que tenían todo el
aspecto de ediciones de lujo. Por eso cuesta creer que en el año 1966 pudieron
existir personas tan fanatizadas que hasta fueron capaces de arrasar y destruir
aquella obra que, sin duda, habrá que recordar como la experiencia editorial
más notable que hubo en América Latina.
—¿Eudeba tuvo que cerrar a
raíz de “La noche de los bastones largos”?
—Creo
que no hubo un cierre directo pero se desintegraron los cuadros fundamentales.
Boris renunció y la producción decayó notablemente. El fondo editorial, que era
muy importante, la debe haber salvado, pero cada vez que había un cambio de
gobierno, había un cambio en Eudeba. Lamentablemente, no fue el último acto de
barbarie contra la cultura. Poco tiempo después, y con el mismo espíritu, Boris
fundó el Centro Editor de América Latina, donde siguieron publicándose
colecciones masivas con títulos excelentes. Publicaron muchísimas colecciones,
pero entonces llegaron los militares en el año 1976 y la Policía consideró que
ahí había libros subversivos y ordenó una gran quema.
—¿Una quema de libros como
en la Edad Media?
—Hay
fotos de la quema.
—¿Fotos de la hoguera?
—Sí.
La directora de la colección “Nueva enciclopedia del mundo joven”, la profesora
Amanda Toubes, fue con un fotógrafo en el camión que llevaba los libros del
Centro Editor.
—Pero, ¿acaso la Policía
quería intencionalmente dejar constancia de semejante atrocidad?
—Es
que ellos querían mostrar que no robaban los libros.
—Que no robaban, pero los
quemaban. Curiosa manera de entender el honor. Profesor Sadosky, ¿nunca se
habló de esto?
Nueva Enciclopedia del Mundo Joven N° 41 (1974) |
—¿Qué libros se quemaron?
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