Autor del Blog: HERNÁN HUERGO

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2017.07.20: Laura Rozenberg: Conversaciones con Manuel Sadosky - 5. La función social de la ciencia

5. La función social de la ciencia


Manuel Sadosky (1979)
Foto suministrada por Hugo Scolnik
Laura Rozenberg. —Ya terminó la facultad y en el mundo acaba de empezar la Segunda Guerra Mundial. Un día, llega a sus manos un libro del científico inglés John Bernal que le causa una gran impresión. Hoy, de algún modo, usted se define como un seguidor de Bernal. ¿Cuál es la mayor enseñanza que rescata?

Manuel Sadosky. —Ciertamente es uno de mis autores preferidos. Bernal era un especialista inglés en cristalografía, quien en 1939 publicó un libro titulado La función social de la ciencia. La historia de Bernal está profundamente ligada a los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial. Pese a que Bernal era un “demonio” marxista para los ingleses, la Corona lo convocó de inmediato, junto a un grupo de sabios, para colaborar en el plan estratégico de los aliados. El aporte de Bernal consistió en incorporar la metodología científica a la estrategia militar. Se hicieron cálculos predictivos de bombardeos; se investigaron las costas de Normandía antes del desembarco y se dice que esas medidas fueron cruciales para el éxito de las operaciones. Bernal contribuyó al desarrollo de lo que se ha dado en llamar “investigación operativa”, pero al mismo tiempo, advirtió que esta ciencia podía ser útil para la paz. En otras palabras, esos trabajos nacidos en el horror de la guerra fueron demostrando que las llamadas ciencias exactas podían ser aplicadas a la más variada gama de problemas civiles. Hoy, una editorial hace investigación operativa cuando calcula la cantidad de ejemplares que va a vender y de qué manera hará la distribución. Un ingeniero hace investigación operativa cuando calcula el comportamiento de una cuenca o cuando analiza el recorrido del transporte. Los estudios de marketing también son estudios de investigación operativa, y aquí es donde quizá se perciben mayor claridad las ventajas de llevarla a cabo. La investigación operativa ahorra tiempo y dinero, y sus resultados son imposibles de alcanzar de otro modo. Bernal, además, escribió un libro, Historia social de la
ciencia, donde mostraba claramente que los problemas del mundo podían resolverse por medio de la ciencia, pero que los factores que frenan el desarrollo a menudo son extracientíficos, es decir, son políticos o económicos.

—Esas ideas debieron ser muy estimulantes.

—Desde luego. Me causaron una gran impresión e influyeron mucho en mi pensamiento y en el camino que me propuse en la vida. Tuvimos muy en cuenta estos conceptos cuando creamos el Instituto de Cálculo en la Facultad de Ciencias Exactas. Sabiendo que resultaría indispensable para el país, alentamos la formación de un grupo de investigación operativa que se inició con un estudio sobre el comportamiento de los ríos andinos.

—¿Con quiénes compartía estas inquietudes?

—En particular, las enseñanzas de Bernal fueron motivo de comentarios con Mario Bunge, a quien conocía desde niño porque era el hijo de un diputado socialista, Augusto Bunge, que daba conferencias en el Colegio Libre de Estudios Superiores, creado por Aníbal Ponce. Mario era un poco menor que yo, así que recuerdo muy bien su espíritu cuestionador. Empezó el secundario en el Colegio Nacional de Buenos Aires, pero por alguna razón, se fue y terminó sus estudios en otro establecimiento. Su padre era amigo del padre de Cora y así fue como lo conocí. En ese entonces debía tener unos quince años, pero ya era un gran lector y tenía un gran talento como escritor. Después ingresó en la carrera de Filosofía y más adelante hizo el doctorado en Física, en La Plata. En este sentido, es un filósofo atípico. Uno de los problemas que solía discutir con él era el relativo a las limitaciones de la máquina en comparación con la capacidad humana. En realidad, fue motivo de largas discusiones dentro del grupo que formamos en 1951 con Bunge, Gregorio Weimberg, Hernán Rodríguez, Federico Westerkamp y Hersch Gerschenfeld, cuando nos vimos forzados a alejarnos de la facultad durante el primer gobierno de Perón. Eran reuniones estimulantes.
Además era un grupo interdisciplinario, fructífero, un verdadero lujo. Cuando salió el libro de Wiener, Cibernética, control e información en el animal y en la máquina, que por primera vez enfocaba de ese modo los mecanismos de retroalimentación en los seres vivos y en las máquinas, discutimos muy vivamente el tema de la relación entre el hombre y las computadoras. Recuerdo que al principio no lográbamos ponernos de acuerdo con Bunge. Yo sostenía que las computadoras llegarían a superar la capacidad humana desde el punto de vista del cálculo. Pero Mario advertía una diferencia más profunda, en el sentido de que la máquina puede llegar a imitar pero nunca a suplantar el pensamiento humano. Ahora parece trivial, pero en su momento el tema despertaba acaloradas discusiones. Después de todo, yo estaba equivocado, pero me llevó tiempo darme cuenta de mi error. Una cosa es construir una máquina capaz de producir algo, y otra, muy distinta, pensar que puede haber una sustitución integral del pensamiento humano.

—Sin embargo, su planteo podría tomarse en un sentido más limitado.

—Todo depende de lo que se entiende por inteligencia creativa. Una cosa es la creatividad típicamente humana y otra la imitación, la formalización. Llevado esto al terreno pedagógico, creo que hay que tener mucho cuidado con lo que se espera de las computadoras y el uso que se les da. Puedo aceptar la enseñanza apoyada con computación, pero no que la máquina sustituya al maestro.

—Por aquel entonces, las computadoras personales no existían. En cambio, claro está, los libros sí, y de alguna manera, usted vivió rodeado de ellos e incluso varias veces tuvo que ver con cuestiones editoriales. ¿Cómo se conseguían durante la guerra?

—¡Ah! Era difícil. Y para peor, había muy poco sobre matemática en castellano.

—En 1943 usted empieza a colaborar con una editorial de la ciudad de La Plata. ¿La idea era publicar libros de matemática?

Guido Castelnuovo
(1865-1952)
—Pensamos más bien en una serie de libros de ciencia en general, de nivel universitario. Yo propuse, primero, traducir la Geometría analítica y proyectiva de Castelnuovo, la misma que había usado en la facultad. Pero el problema era que Italia estaba en guerra y había que encontrar al autor, Guido Castelnuovo, para pedirle los derechos de la traducción.

—¿Y lo ubicaron?

—Fue difícil. Andrea Levialdi, el físico italiano que residió en Buenos Aires tras huir de la Italia fascista, nos ayudó mucho. Consiguió comunicarse por medio de su padre con Castelnuovo, y así pudimos tener la autorización. La traducción la hicimos juntos, Levialdi y yo. Era un libro de más de setecientas páginas y lo hicimos en la vieja imprenta de Coni, que no tenía linotipos, o sea que había que armar palabra por palabra con letras de plomo, y en eso ayudaban unos tipógrafos muy calificados. Nosotros hacíamos la corrección de cada pliego y luego se tiraban tres mil ejemplares y se desarmaban los tipos reubicándolos en las cajas. Así con veinte pliegos de treinta y dos páginas.

—¿Tuvo éxito el libro?

—Mucho. El libro se usó en toda América Latina y se reeditó muchas veces, pero como no había control, debe haber habido ediciones piratas también.

—¿Siguió trabajando con esa editorial?

—La editorial se llamaba Mundo Científico, y el dueño, Cayetano Palomino, tenía un camión de repartos con el que se ocupaba de hacer la distribución. A veces yo lo acompañaba con un termo y un mate para hacer la recorrida. Lamentablemente, un día Palomino tuvo una pelea pesada por un problema de jurisdicciones en el reparto de diarios y ahí nomás lo mataron de un tiro.

—¡Qué horror! Algo había escuchado acerca de las mafias de los repartidores, pero no sabía que ya venía de tan lejos. ¿Y a partir de entonces la editorial de Cayetano desapareció?

—Y sí. Ese proyecto se interrumpió. Pero más adelante seguimos con otros, como la colección que hicimos con Gregorio Weimberg, que se llamaba “Tratados fundamentales”, de la Editorial Lautaro, que anduvo bien mucho tiempo. Para esa época ya había varias editoriales que empezaban a interesarse por temas científicos, en parte porque con motivo de la Guerra Civil Española vinieron a la Argentina editores muy buenos.

—¿Por ejemplo?


—Losada, López Llausás, Uribe… Todas las editoriales se hicieron sobre la base de gente muy experimentada. Por ejemplo, en Losada había una colección de ciencia contemporánea que le encargó a Cora la traducción de La física nueva y los cuantos, de De Broglie. Ellos buscaban que las traducciones estuvieran hechas por gente entendida en el tema.

—Alrededor de esa época, es decir, comienzos de los años cincuenta, usted pierde su cargo de docente en la facultad. Ya estaba casado, tenía una hija pequeña. ¿Las traducciones continuaron siendo un medio de vida?

Traducido por Cora Ratto,
Editorial Losada, 1965
—Sí, claro. Cora, en particular, hizo muchas traducciones y durante años fue el verdadero pilar económico de la casa. No me avergüenza decirlo. Mientras tanto, yo daba clases particulares y también hacía algunas traducciones. Escribí dos libros de matemática que tuvieron mucho éxito.

—Los años anteriores, en lo económico, ¿habían sido comparativamente mejores?

—Lamentablemente, no, tampoco, pero no nos quejábamos de eso, sino de la situación en sí. El ambiente universitario siempre fue cerradísimo. Apenas logré un nombramiento bastante precario de Jefe de Trabajos Prácticos en la Universidad de La Plata. Era muy difícil conseguir trabajo como docente. Inclusive personas destacadas, como Rodolfo Mondolfo, un filósofo eminente que perdió sus cátedras en la Universidad de Bologna a partir de las leyes raciales, apenas consiguió un cargo de profesor de griego en Córdoba.

—Es llamativo que en 1942 usted se haya postulado como profesor en la Escuela Naval. Más aún teniendo en cuenta que para ese entonces era miembro del PC. ¿Por qué lo hizo?

—Es que para mí, la Escuela Naval era una institución de cultura como cualquier facultad, yo no le veía ninguna contradicción. Además, en esa época, tenía un cuerpo de profesores muy distinguido. Estaban Teófilo Isnardi, Juan Carlos Vignaux, José Collo…

—¿Cómo surgió esa posibilidad?

—En realidad, fue idea de Vignaux. Él sabía que yo había escrito varios artículos sobre ciencia y guerra…

—Pero se trataba de artículos con contenido marxista.

—Es verdad, pero entonces le resté importancia. Recuerdo que el examen consistió en tres pruebas, muy exigentes, y todas las pasé muy bien. En la tercera, tenía que dictar una clase de “cultura general” y elegí el tema “La ciencia y la guerra”. Ahí saqué el puntaje máximo. Les mostré que en la Argentina hacían falta cambios muy profundos y que la ciencia tenía mucho que aportar al respecto. Los ilustré con los casos de Estados Unidos, la Unión Soviética e Inglaterra. El director de la escuela parecía muy impresionado. Tal es así que hasta llegué a decirles que el verdadero sentir nacional no se interpretaba en los desfiles sino en ponerse a la altura de los conocimientos científicos y técnicos.

—¿Y lo aprobaron?

—Claro, me pusieron en el primer puesto de la terna que integraban dos profesores experimentados de La Plata y Buenos Aires. Hasta ese momento, todo marchaba sobre rieles. Me hicieron los exámenes médicos, el expediente pasó a la Policía Federal, y entonces sí, todo se fue al demonio. ¡La Policía avisó que yo tenía unos antecedentes tremendos!

—No me extraña. [Risas.]

—El director de la escuela, que era el contraalmirante Vernengo Lima, insistió en que el concurso lo había ganado y que merecía quedarme. Lo dijo incluso ante el Ministerio de Defensa, pero el Jefe de la Policía Federal, el general Carlos Martínez, opinaba lo contrario y hasta se tomó el trabajo de ir a Río Santiago para explicar su posición. Así que, al final, Vernengo Lima se excusó diciéndome que a juicio del jurado el puesto era mío… pero que la Superioridad negaba la confirmación.

—De todos modos, más adelante, llegó a trabajar en la Marina.

(1956)
—No exactamente. La Universidad de Buenos Aires había firmado un convenio con el Ministerio de Marina para crear el Instituto Radiotécnico, y ahí estuve a cargo de los cursos superiores.

—Usted es autor de dos libros de texto muy leídos, que aún se reeditan. Uno es Cálculo numérico y gráfico y el otro es Cálculo diferencial e integral. ¿Cuándo los escribió?

—El primero se publicó en 1952. Lo editó la Librería del Colegio (Editorial Sudamericana), y el otro lo escribí con Rebeca Guber y se publicó en 1956, editado por la Editorial Alsina. El libro de cálculo numérico y gráfico se usó mucho en el país, y fue novedoso en su momento porque presentaba la manera de resolver gráficamente problemas muy complejos. Tal vez sea interesante volver a releer lo que escribí en la introducción en 1952.

—Adelante.

(1952)
—Decía lo siguiente: “La mayoría de los temas tratados en este libro han sido desarrollados en las universidades de Buenos Aires y de La Plata, en el Laboratorio de Matemática. Este hecho, unido a la feliz circunstancia de haber trabajado en el instituto que dirigía el profesor Mauro Picone, en Roma, y en el Instituto Poincaré de París, me ha permitido poner este libro como resultado de una experiencia de trabajo que espero pueda ser útil para un sector cada día más numeroso de quienes se interesan por la matemática aplicada. En los últimos tiempos, en que el propio progreso realizado en la construcción de grandes máquinas automáticas ha abierto nuevas posibilidades al cálculo numérico, la matemática numérica se presenta con vastas perspectivas de desarrollo. No es exagerado, sin duda, la apreciación de quien estima que no sólo habrá máquinas para resolver problemas sino que habrá también una nueva matemática para las máquinas… Quien pretenda leer este libro sin usar el lápiz y el papel, tendrá los mismos resultados que aquel que asiste a muchos conciertos con el propósito de ejecutar un instrumento que jamás practica. El uso de una máquina de calcular, si bien resulta muy útil, no es imprescindible. Se la puede suplir con el uso de las tablas adecuadas.”

—Era el primer libro de ese tipo en castellano. ¿Decía algo sobre computación?

—En el último capítulo planteaba el tema. Era un apéndice sobre la evolución del cálculo mecánico y automático, donde se aclaraban las posibilidades y limitaciones. La base de la idea sigue vigente hoy en día.

—También escribía artículos…

—Desde luego, desde la época de la escuela primaria en la revista del profesor Fesquet [risas]. El tema siempre me interesó mucho. Para cuando terminé el segundo libro, me llamaron de una revista, Mirador, para integrar su dirección. Iba dirigida al sector empresario, de modo que propuse notas que reflejaran los problemas nacionales. Luis Santaló mostró aplicaciones de la teoría matemática de juegos. Gaviola escribió un artículo sobre energía nuclear. Yo escribí sobre Einstein, y Gómez de la Serna hizo un ensayo sobre Picasso. Queríamos introducir ideas modernas, científicas y técnicas para una realidad que nos parecía auspiciosa en el año 1956.

—Usted me contó en algún momento que había una revista en la que también participó y que se llamaba Columna 10. Así es como denominaban en los medios de comunicación a las noticias que nunca se publicaban.

—Sí, porque los diarios tenían nueve columnas. Publicábamos notas que no salían en ninguna otra parte. Hubo varias sobre Vietnam, sobre economía latinoamericana, con enfoques poco “oficiales”. Cora también trabajó mucho ahí.

—También tuvo estrecha relación con Eudeba, desde la gestación de la editorial universitaria. Usted fue muy amigo de su primer director y alma máter, Boris Spivacow. ¿Dónde se conocieron?

—Nos conocimos en la facultad. Él era un poco menor e ingresó a la carrera de matemática cuando yo ya estaba terminando, pero éramos tan pocos que en seguida nos conocimos e intimamos muy bien. Me acuerdo de que formaba parte de un grupo de estudiantes muy prometedor en el que también estaba Oscar Varsavsky. Ellos integraban el grupo “Aráoz”, que sería muy interesante recordar en alguna investigación periodística.

—Spivacow fue elegido para ese cargo por su experiencia anterior en editoriales. Él venía de la editorial Abril, ¿no es así?

—Sí. Boris se incorporó cuando la editorial Abril era muy joven. Los dueños eran judíos italianos que, al llegar al país, traían consigo la representación de Walt Disney. Así empezó Abril. Recuerdo que también hacían colecciones para chicos muy bonitas; estaba, por ejemplo, la colección “Bolsillitos”, que Boris dirigió un tiempo. El director de Abril, Carlos Civita, tenía una vasta experiencia por haber trabajado en las mejores editoriales, como Mondadori, y con el tiempo se fueron
Revista Más Allá N° 1,
Marzo de 1989
creando espacios interesantes. Sacaron una revista, Más Allá, que se dice que fue la primera revista de ciencia ficción del país, pero además traía temas de divulgación científica muy entretenidos. Me acuerdo de que el primer número coincidió con el lanzamiento del Sputnik.

—¿Usted también participó?

—Yo no, pero Cora introdujo en la editorial Abril métodos muy originales de control. Incluso Abril contó con la colaboración de Gino Germani, quien luego fue fundador de la carrera de Sociología en la UBA. Sin duda, aquellas editoriales eran una usina muy importante para la formación de jóvenes.

—¿De quién fue la decisión de nombrar a Spivacow primer director de Eudeba? ¿Fue Risieri Frondizi?

—No exactamente. Se veía la necesidad de organizar una editorial universitaria y las condiciones estaban dadas. Así que Frondizi apeló a Arnaldo Orfila Reynal, un argentino de una larga trayectoria que había creado, entre otras cosas, nada menos que el Fondo de Cultura Económica de México, la editorial estatal mexicana. Orfila estuvo aquí un tiempo, dio los lineamientos y recomendó a Spivacow, que estaba en la lista de candidatos posibles y, realmente, tenía una gran creatividad para esas cosas. Fue un gran acierto: Spivacow era el director y lo acompañaban figuras como José Babini y Alfredo Lanari. Un lujo.

—Prevaleció el criterio de las tiradas masivas y económicas.

Martín Fierro ilustrado por Juan
Carlos Castagnino (Eudeba, 1962) 
—Así es, pero de buenísima calidad en los títulos y en la impresión. Por primera vez se hicieron tiradas de hasta cien mil ejemplares, de los mejores exponentes de la cultura argentina. Una de las obras más bonitas fue la edición del Martín Fierro, con ilustraciones de Juan Carlos Castagnino. Además había libros de texto, colecciones de revistas de historia y ediciones de bolsillo de obras de teatro y clásicos de la literatura.

—¿Qué eran las “ediciones previas” de las que usted habló en cierta oportunidad?

—Ese fue un sistema que implementó Eudeba, novedoso en ese momento, que tenía el propósito de distribuir una cierta cantidad de ejemplares entre expertos antes de la edición final para recoger críticas y correcciones. Como Eudeba tenía una política de precios muy generosa, se hacían ediciones que tenían todo el aspecto de ediciones de lujo. Por eso cuesta creer que en el año 1966 pudieron existir personas tan fanatizadas que hasta fueron capaces de arrasar y destruir aquella obra que, sin duda, habrá que recordar como la experiencia editorial más notable que hubo en América Latina.

—¿Eudeba tuvo que cerrar a raíz de “La noche de los bastones largos”?

—Creo que no hubo un cierre directo pero se desintegraron los cuadros fundamentales. Boris renunció y la producción decayó notablemente. El fondo editorial, que era muy importante, la debe haber salvado, pero cada vez que había un cambio de gobierno, había un cambio en Eudeba. Lamentablemente, no fue el último acto de barbarie contra la cultura. Poco tiempo después, y con el mismo espíritu, Boris fundó el Centro Editor de América Latina, donde siguieron publicándose colecciones masivas con títulos excelentes. Publicaron muchísimas colecciones, pero entonces llegaron los militares en el año 1976 y la Policía consideró que ahí había libros subversivos y ordenó una gran quema.

—¿Una quema de libros como en la Edad Media?

—Hay fotos de la quema.

—¿Fotos de la hoguera?

—Sí. La directora de la colección “Nueva enciclopedia del mundo joven”, la profesora Amanda Toubes, fue con un fotógrafo en el camión que llevaba los libros del Centro Editor.

—Pero, ¿acaso la Policía quería intencionalmente dejar constancia de semejante atrocidad?

—Es que ellos querían mostrar que no robaban los libros.

—Que no robaban, pero los quemaban. Curiosa manera de entender el honor. Profesor Sadosky, ¿nunca se habló de esto?

Nueva Enciclopedia del Mundo
Joven
N° 41 (1974)
—Nadie habló. Nadie se enteró, salvo los testigos. Boris tiene toda la documentación. Sería importante recoger quiénes fueron los autores intelectuales de ese genocidio cultural, esas personas tienen nombre y apellido, empezando por el juez que dictó la sentencia de desaparición de la “Nueva enciclopedia del mundo joven”.

—¿Qué libros se quemaron?

—Colecciones enteras. En la “Nueva enciclopedia del mundo joven” yo había escrito dos fascículos, sobre los números y la geometría. El fascículo de la familia tenía aquella famosa carta de despedida que el Che Guevara escribió a sus hijos. Creo que eso los enfureció. Después había muchas colecciones más de las que, tal vez, no quedaron rastros. Pero hay que entender lo que ese acto significa. La quema de libros es uno de los mayores atentados que el hombre puede hacerse a sí mismo. Y sin embargo, como siempre, de eso aquí no se habla. Es una de las tantas cosas que en la Argentina se olvidan. Cuando se recuperó la democracia, en 1983, hubo un pedido de reconocimiento a la labor de Boris Spivacow. Lo firmó la intelectualidad argentina en pleno, encabezada por Jorge Luis Borges. Pensábamos que por lo menos merecía volver a ser el director de Eudeba. Pero al parecer, las autoridades de la Universidad de Buenos Aires de esa época no lo entendieron de ese modo. Creo que fue un grave error que Eudeba pagó caro. Le cuesta mucho remontar algunas líneas…

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