Autor del Blog: HERNÁN HUERGO

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2017.07.27: Laura Rozenberg: Conversaciones con Manuel Sadosky - 6. La época de oro de la universidad (parte 2 de 2)

6. La época de oro de la universidad (parte 2 de 2)

—Antes de ocupar el cargo de Vicedecano en Exactas, peleó las elecciones por el decanato de Ingeniería y perdió. ¿Cómo recuerda ese episodio?

—Fue una elección muy reñida. Yo era el candidato por los sectores “reformistas”, teníamos a favor el claustro de graduados, algunos profesores, tres estudiantes y eventualmente el único humanista que participaba de la Asamblea Electoral. Incluso estábamos al tanto de que Braun Menéndez, representante del ala católica democrática, apoyaría mi candidatura. El país necesitaba ingenieros identificados con los grandes problemas nacionales y para eso había que renovar los estudios técnicos. Los graduados me apoyaban porque estaban interesados en modernizar los programas y yo siempre había demostrado mi interés en la matemática aplicada. Pero lo que ocurrió fue que a último momento la jerarquía eclesiástica se opuso. Lo llamaron al estudiante humanista y le “impusieron” votar por el candidato de derecha. El humanista fue a verme porque no sabía qué hacer, y yo le dije que obrara según su conciencia. Esa fue la historia. Yo perdí por un voto; siete obtuve yo mientras que Costantini obtuvo ocho.

—Una de las disputas iniciales se desató a raíz del famoso Artículo 28 del decreto de intervención que dejaba la puerta abierta para la creación de universidades privadas. Fue muy resistido por el estudiantado reformista, pero finalmente se aprobó. ¿Cómo recuerda aquel debate?

—Pocos días después de la caída de Perón, el 23 de septiembre de 1955, los estudiantes ocuparon las facultades e hicieron saber su apoyo al gobierno militar. El 28 de septiembre, el presidente de facto, Eduardo Lonardi, designó al conservador católico Atilio Dell’Oro Maini como Ministro de Educación. En la Universidad de Buenos Aires, los estudiantes propusieron optar por José Babini, Vicente Fatone o José Luis Romero. Finalmente fue elegido el último, mientras que Babini fue designado Decano de Exactas y Fatone Rector organizador de la recién creada Universidad del Sur, en Bahía Blanca. No pasó mucho tiempo hasta que se desató el conocido conflicto por el Artículo 28 contenido en el
Universidad Nacional del Sur,
creada el 5/1/1956
Decreto 6403 de intervención de las universidades, que daba piedra libre para la creación de universidades privadas y que fue firmemente resistido por todo el estudiantado reformista. Aquel decreto fue sancionado a fin de disponer la intervención universitaria y a la vez dejaba sin efecto las anteriores disposiciones peronistas, como la Ley 14297 que estipulaba que los rectores debían ser designados por el Poder Ejecutivo. El decreto, que aún faltaba reglamentar, garantizaba la autonomía de las casas de estudio. Pero lo que enfureció a los estudiantes fue ese Artículo 28, que apareció entre gallos y medianoche, que señalaba la conveniencia de crear universidades privadas con capacidad para expedir títulos o diplomas académicos, lo que provocó el
Atilio Dell'Oro Maine
(1895-1975)
inmediato enfrentamiento de José Luis Romero. El presidente Aramburu estaba indeciso mientras que Dell’Oro Maini tenía un fuerte respaldo de los católicos para efectivizar la medida. Con su particular sentido del humor, Romero explicaba la situación con argumentos de la física: “Esto es una cuestión de relación de fuerzas. Habrá que ver la resultante”, nos decía. Él tenía el apoyo del estudiantado, pero no era suficiente. La puja entre Romero y Dell’Oro Maini acabó en empate.

—Ambos tuvieron que renunciar.

José Babini (1897-1984)
—Sí, renunciaron los dos, y también José Babini, el Decano de Exactas, y en medio de una asamblea muy emotiva explicó las razones. Por suerte, poco después el rector que sucedió a Romero, Alejandro Ceballos, confirmó a Babini en su cargo. Nos alegramos por Babini, pero sentíamos gran pesar por el alejamiento de Romero. Recuerdo que Roque Carranza trataba de consolarme: “No es lo peor que podía pasar”, decía. Y efectivamente Ceballos era un médico y profesor universitario con mucho prestigio, coherente, y pudimos seguir trabajando bastante bien hasta que fue elegido Risieri Frondizi.

—Usted formó parte de la oposición a ese artículo y a la creación de universidades privadas. Con el correr del tiempo, ¿ha variado su posición?

—Pienso que sería absurdo volver a abrir ese debate. Ahora estas instituciones existen. Lo que pretendíamos en aquel momento era que el Estado asumiese la responsabilidad de validar los títulos. Eso nunca se implementó y para colmo han aparecido cantidad de “universidades” que no merecen el nombre de tales. En este sentido, creo que tiene que haber por parte del gobierno cierto control.

Rolando García
(1919-2012)
—En otro orden, quienes vivieron aquella etapa recuerdan la batalla por la planificación científica que libraron el Decano de Ciencias Exactas, Rolando García, y el Presidente del CONICET, Bernardo Houssay.

—Sí. Rolando García pretendía una mayor planificación, mientras que Houssay era de la idea de que cada investigador fuera dueño de proponer trabajos y solicitar los fondos que creyera necesarios.

—Desde entonces se ha discutido si el país tuvo una política científica. ¿Usted qué opina?

—Yo creo que política científica hubo siempre. Uno podía estar o no de acuerdo con Houssay, pero la suya era una manera concreta de hacer política científica. ¡Cómo no la va a haber en un país que produjo tres Premios Nobel en ciencias!

—¿Reconoce que había varias líneas en pugna?

—Sí, eso era cierto. Por lo menos había dos: una conservadora y otra que proponía involucrarse más en los problemas nacionales. Esta era la línea de García y la que pusimos en práctica en el Instituto de Cálculo.

—¿Qué significaba para usted que el CONICET se creara durante el gobierno de Aramburu?

—Simplemente que la Argentina estaba grávida y ese fue el momento de parir.

—¿Fue un proyecto personal de Houssay?

—No era un proyecto personal. Era una vieja idea que fue madurando. La idea era crear algo semejante al Centre National de la Recherche Scientifique de Francia. Eso fue lo que se hizo. Pero en todo esto trabajó mucha gente. Mientras, hizo entrada Raúl Prebisch, el economista, con el proyecto del INTA, propiciando que el dos por ciento del producto agroganadero sirviera para poner en marcha la institución. Se acordó eso y se crearon cuarenta centros de tecnología agropecuaria en todo el país. Todo esto muestra que la historia es un lento acumular de situaciones. Francisco Manrique, que era de las Fuerzas Armadas e integraba la Secretaría del presidente Aramburu, intervino en la creación del CONICET, y seguramente habló con Houssay. Por eso no hay que tomarlo como el proyecto de una persona sino como la culminación de un largo proceso.

—¿Por qué cree que en el gobierno de Perón la idea no prosperó?

—Bueno, es que el defecto más grande de ese período, y ya lo hemos dicho, fue la carencia de un plan de ciencia y técnica. Hubiera sido la gran oportunidad histórica. Él quiso hacer la Argentina “potencia”, pero nunca entendió el papel de la ciencia en el desarrollo técnico. Su proyecto se fundaba exclusivamente en la industria pesada. Pretendía producir camiones y tanques, pero nunca quiso rodearse de científicos.

—Sin embargo, durante su gobierno se creó una Dirección Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas.

—Se creó al final del período de Farrell. Fue un poco producto de las circunstancias y en definitiva no pasó nada. También creó luego un Ministerio de Asuntos Técnicos que estaba en manos de un médico que no sabía ni de ciencia ni de técnica. Perón estaba más bien influido por los alemanes…

—Como Richter…

—Así es. En 1952, Richter le quiso vender ese “tranvía” diciéndole que podía hacer una bomba nuclear económica, sin demostración previa. Con eso creó el mito Richter que consiguió una ayuda extraordinaria.

—¿Y por qué supone que Perón no comprendió?

—Porque era un soberbio. Era ignorante de la ciencia. No le importaba la investigación, sino la posibilidad de tener la bomba atómica. Houssay obtuvo el Premio Nobel en 1947 y Perón no lo recibió con honores. Eso define una posición. Yo creo que nunca entendió.

—¿No hubo excepciones?

—Excepciones sí. Es curioso, pero esta clase de gobernantes suele tener un gran respeto por la medicina. A los Finochietto -grandes cirujanos- Perón los distinguió mucho…

—En un momento, la Facultad de Ciencias Exactas comienza a recibir subsidios del exterior, por ejemplo, de la Fundación Ford. Eso trajo resquemores. Quienes investigaban gracias a esos fondos eran tildados de cientificistas. ¿Qué opinaba usted?

—Yo creo más bien que los que hacían esa clase de comentarios eran unos miopes.

—¿Por qué?

—La universidad estaba tratando de salir adelante y aunque se hacían muchas cosas, manejaba un presupuesto modesto. Así que era preciso buscar alternativas. En el caso de la computadora, la pagó el CONICET…

—Había un grupo que investigaba los efectos de las radiaciones cósmicas en los genes. Se decía que estos estudios podían ser de importancia para la astronáutica, para conocer las reacciones del organismo fuera de la Tierra, y de hecho esas investigaciones estaban financiadas por la NASA. A decir verdad, eso poco tenía que ver con las necesidades el país. Y los “anticientificistas” argumentaban que no era una prioridad y que, en todo caso, era mucho más urgente destinar fondos al estudio del Mal de Chagas.

—Insisto en que era una pelea absurda. Los jóvenes comunistas estaban enojados por la cantidad de físicos nucleares que había en la facultad. Qué hubiésemos ganado con suprimirlos. Ese es un razonamiento primitivo y, por otra parte, nosotros sí impulsamos el estudio del Chagas.

—¿No cree que corrían el riesgo de favorecer una ciencia dependiente?

—No, en tanto hubiera una contraparte nacional fuerte. Por eso eran importantes el CONICET y la universidad.

—¿Cómo se sintió cuando lo nombraron Vicedecano?

—Sentí un entusiasmo enorme, por supuesto. Nuestra gran ambición era hacer una universidad moderna. El ambiente era propicio. Teníamos iniciativa. Formábamos un buen equipo con Rolando García, teníamos buen diálogo con el rector Risieri Frondizi…

—¿Qué fue lo primero que hicieron?

—Lo primero que tratamos de hacer fue aumentar al máximo las posibilidades. Queríamos hacer una comunidad de profesores y estudiantes. Tuvimos mucha suerte, porque los estudiantes de Ciencias Exactas entendieron la renovación. Cuando venían profesores extranjeros, literalmente los rodeaban, los “exprimían”. La experiencia de Química fue importante: los consejos estaban formados por profesores y estudiantes muy jóvenes y en poco tiempo se formó una legión. ¿Y sabe?, una de las cosas interesantes que se hicieron fue una encuesta.

—¿Una encuesta?

—Sí, la hicimos al principio. Queríamos ver qué necesidades tenían los estudiantes. Y el resultado fue que muchos trabajaban, lo cual obviamente les restaba tiempo para estudiar. Como nuestra intención era formar científicos de buen nivel, convocamos a algunos padres y formamos la Fundación Albert Einstein, que logró reunir dinero suficiente para dar becas anuales a varios de estos alumnos.

—¿De dónde provenían esos fondos?

—De empresas, de algunos padres…

—¿Qué acogida tuvo en el ambiente universitario?

—Algunos lo aceptaron y otros lo criticaron mucho.

—¿Quiénes?

—Los mismos que criticaban a los cientificistas. Ellos no veían bien que hubiera una “iniciativa privada” dentro de la facultad. Pero gracias a la fundación hubo mucha gente que terminó la carrera y otros que pudieron viajar al exterior para perfeccionarse.

—¿Especialmente en matemática?

—No especialmente, pero a ellos les vino muy bien. Algunos estaban en otras carreras y no se atrevían a pasarse a Matemática porque hasta entonces había sido una tierra de nadie, pero lo hicieron en cuanto vieron las facilidades. Casi todos los que se formaron en esa época hoy son personas reconocidas en el ambiente internacional.

—Hablando de matemáticos, ¿a quiénes recuerda?

—Uno fue Alberto Calderón. Durante años fue Director del Departamento de Matemática de la Universidad de Chicago. Otro era Mischa Cotlar.

—Se dice que tuvo un pasado muy singular.

—Sí. La historia de Mischa es fantástica. Él era ruso y había llegado al Uruguay a los quince años con su padre y un hermano. El padre era un hombre excepcional, no había mandado a sus hijos al colegio, pero en cambio se encargó de enseñarles todo lo que sabía, que no era poco. Así, entre otras cosas, Mischa aprendió música y ajedrez. El padre puso un pequeño quiosco y se vinculó con una revista de ajedrez que se editaba en Montevideo. Así fue como Mischa se relacionó con los matemáticos Rafael la Guardia y José Luis Massera, que trabajaban en la Facultad de Ingeniería de Montevideo. Mientras, Mischa seguía con la música. En los veranos iba a Punta del Este. El ambiente era lo menos afín a sus gustos, pero tuvo la suerte de conocer a un ingeniero argentino que lo incitó a ir a Buenos Aires, y así pudo vincularse con nosotros. Él no había hecho nunca estudios formales, así que no podía tener un cargo en la facultad porque chocaba con las exigencias del título. En un momento, hubo un importante profesor norteamericano que visitó la Universidad de Buenos Aires y comprendió el valor de los trabajos de Mischa, y así lo propuso para que le otorgaran una beca.

—¿Y se la dieron?

—Sí. Lo que pasó es que el profesor murió antes de mandar la carta. Pero ahí también Mischa tuvo suerte: el hijo de este profesor, que era Garreth Birkhoff, encontró la carta y la mandó, y así fue como consiguió la beca para estudiar en Chicago.

—Al menos ahí pudo estudiar y completar lo que le faltaba para obtener un título.

—Mischa era sumamente capaz y estaba preparado. Para ellos, eso era suficiente. En Chicago hizo la tesis y obtuvo el doctorado. Luego vino a la Argentina.

—¿Y se quedó?

Ireneo Cruz
(1903-1954)
—Era el final del período peronista. En la Universidad de Cuyo había un rector que tenía bastante peso y entendió que era una barbaridad que no hubiera allí un Departamento de Investigaciones Científicas como propiciaba otro matemático portugués, Antonio Monteiro, muy perseguido por la dictadura de Oliveira Salazar en Portugal. El rector, de apellido Cruz y amigo de Perón, apoyó a Monteiro con la condición de que no diera clases y se dedicara sólo a la investigación. Así se formó el Departamento de Investigaciones Científicas de la Universidad de Cuyo, donde empezó a trabajar Mischa. El DIC inició la publicación de la Revista Cuyana de Matemática, donde aparecieron trabajos muy originales. Esos artículos llegaron a comentarse en el Mathematical Reviews, la revista bibliográfica más prestigiosa del mundo en el tema. Cuando se abrieron los concursos, Babini llamó a Mischa para avisarle que tenía posibilidades de ganar una dedicación exclusiva en la Universidad de Buenos Aires. Había ocurrido, además, que el DIC fue cerrado por el rector de turno de la Universidad de Cuyo, que era antiperonista, así que quienes trabajaban ahí tuvieron, indefectiblemente, que partir para Buenos Aires. Allí Mischa fue nombrado Profesor Titular y, más adelante, ya a partir de los años sesenta, su actuación fue notable. Mischa estimuló mucho la formación de jóvenes y escribió con Cora Ratto un libro de álgebra lineal. Lamentablemente, tras “La noche de los bastones largos”, tuvo que renunciar y se fue, primero a Perú y después viajó a Venezuela.

—Hasta ahora usted se ha referido a los profesores de cátedra. En la universidad había cátedras pero el Estatuto propició la creación de los llamados “departamentos”. Recuérdenos la diferencia que se hacía en esa época entre ambos términos, “cátedra”, por un lado, y “departamento”, por otro.

—Los que se oponían a los “departamentos” decían que con esta modalidad estaríamos copiando el modelo americano imperialista, pero no advertían que el tradicional sistema feudal de cátedras era sumamente autoritario. El sistema de cátedras era el estilo español de las “oposiciones” y fomentaba rivalidades salvajes. Los departamentos, por el contrario, propiciaban la discusión con los colegas y la generación de espacios mucho más ricos para la enseñanza y la investigación.

—¿Cómo recuerda la discusión por la enseñanza “laica o libre”?

—Fue uno de los conflictos más importantes durante la época de Risieri Frondizi, que terminó con la aprobación del decreto que posibilitaba la creación de universidades privadas con la facultad de expedir títulos y que, a la larga, se convirtieron en habilitaciones de facto. Durante un tiempo estuvimos pendientes de la posible reglamentación de aquel Decreto 6403, con el nefasto Artículo 28 que abría el camino a las universidades privadas. Ahí fue cuando el diputado radical intransigente Domingorena tuvo la ocurrencia, para suavizar las cosas, de pergeñar una variante igualmente polémica: lo que propuso fue que se les diera a las universidades privadas la facultad de expedir títulos, pero que la validación quedaría a manos del Estado. Lejos de conformarnos, pensamos que Domingorena había “saltado el cerco”, e insistimos en nuestra convicción de que sólo el Estado podía asumir semejante responsabilidad. Pero la decisión estaba tomada. El decreto se reglamentó y lo peor es que con el tiempo esa exigencia se fue debilitando al punto que en la actualidad cualquier universidad no estatal otorga títulos oficiales que habilitan para cualquier profesión. Braun Menéndez, en particular, aprobaba la idea de la enseñanza privada, pero opinaba con nosotros que la habilitación de títulos correspondía al Estado. Él tenía claro que los títulos funcionarían como señuelo para atraer alumnos, independientemente de la calidad de los programas. Para él, el Artículo 28 era tan grave que un día fue con Rolando García a la Casa de Gobierno para exponerle la preocupación al presidente. Todas estas discusiones, sin embargo, lo que demostraban era que había un ambiente propicio, que estábamos en condiciones de hacer una gran universidad y que no había que pelearse por cosas minúsculas. Había cosas más importantes que hacer.

—¿Y Leloir?
Luis Federico Leloir
(1906-1987)

—Con él fue distinto. Simplemente, Leloir no quería aceptar que lo distrajeran de su trabajo. Y fue profesor en la UBA porque prácticamente se lo exigimos, teníamos mucho interés en que personas brillantes como él formaran parte del cuerpo de profesores. Esa fue la razón por la que el Estatuto Universitario exceptuó de concursar a quienes el Consejo Superior designara por unanimidad en virtud de características excepcionales. El único fue Leloir. Sabíamos que si él entraba, lo hacía su escuela, cambiaba la enseñanza de la química biológica. Y lo que estaba sucediendo en el mundo con la química biológica era una revolución. Por eso él era imprescindible.

—¿Logró la unanimidad?

—Bueno, en el Consejo había un representante de graduados que no concebía que un profesor fuera designado sin concursar. Ese delegado un día faltó y ahí se organizó el asunto. El decano lo propuso como tema y fue elegido por “unanimidad”.

—¿Aceptó ser profesor?

—Aceptó dirigir tesis. Y con eso nos dimos por satisfechos. Él podía elegir tesis modernas.

—Pero no podían mantenerlo atado. Ya una vez, poco antes, había estado a punto de irse a Harvard.

—Sí, un día el profesor Deulofeu nos vino a contar la novedad, y el entonces Decano de Exactas, José Babini, se desesperó tanto que se fue derecho a hablar con el Presidente de la Nación.

—¿Con Pedro Eugenio Aramburu?

—Sí. Dio la casualidad de que Aramburu no estaba muy ocupado ese día y lo recibió de inmediato. Conversaron un rato y lo llamaron por teléfono a Leloir. “El presidente lo quiere ver”, le dijo Babini. “No hay problema, que venga”, le respondió Leloir en su laboratorio. Así que fueron a la Fundación Campomar, donde el sabio estaba trabajando, y con tono solemne le dijeron: “Venimos en nombre de la República Argentina a pedirle que permanezca en el país al frente de su grupo”.

—¿Y qué respondió Leloir?

—Dijo que lo pensaría. Entonces, ahí, el presidente le preguntó qué le estaba faltando, y Leloir le mostró el techo con goteras, la heladera del laboratorio que no andaba, la centrífuga hecha con partes de un lavarropas…

—Y todavía no había ganado el Nobel.

—No, aún faltaba bastante… 

2 comentarios:

  1. Sobre la escasez de recursos en el laboratorio de Leloir, recuerdo un dato curioso.
    Allá por 1980 hubo en el Automóvil Club un congreso de informática organizado por SADIO (nuestro Héctor Monteverde estaba presente y espero que recuerde esta anécdota y quizás pueda agregar algún detalle). Vino un colaborador de Leloir (creo recordar que se apellidaba Echeverría) a exponer sobre la gran computadora analógica que habían creado y utilizaban en los laboratorios de Leloir para simular procesos biológicos. Permitía simular y controlar procesos de una manera que no era posible con las computadoras digitales de la época.
    A último momento faltó la persona que iba a presentarlo a Echeverría y su exposición, de modo que me llevaron con él unos minutos a la cantina donde me puso al tanto. A continuación tuve el honor de presentar en público la exposición del laboratorio de Leloir.
    Uno de los detalles que recuerdo (no lo comenté en público por supuesto!) era que en el laboratorio de Leloir efectivamente faltaba el dinero al punto que Echeverría como silla usaba en cambio un viejo inodoro.

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  2. ¡Genial! Me c...é de risa con algunos de los incidentes, por ejemplo donde dice: “El presidente lo quiere ver”, le dijo Babini. “No hay problema, que venga”, le respondió Leloir en su laboratorio.

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