Laura Rozenberg. —El hombre que supo ser político y profesor universitario
un día viajó a Barcelona y tuvo la idea de construir, en un museo de ciencias,
una sala especialmente dedicada a la matemática. ¿Era un sueño postergado?
Manuel Sadosky. —Tal vez. Los museos de ciencias
siempre me interesaron porque de alguna manera tienen que ver con mi preocupación
por el tema educativo. Pero además, siempre me consideré un profesor de
matemática, no un matemático.
Me interesa trasmitir el conocimiento y, en este
sentido, entiendo que el museo de ciencias ayuda a revertir el mito de que la
matemática es incomprensible e inútil.
—Concebir una sala de matemática a
partir de juegos interactivos requiere buenas dosis de creatividad.
—Desde luego.
—¿De quién fue la idea?
Museo CosmoCaixa en Barcelona, en la actualidad. |
—¿Contó con apoyo?
—Sí. Ellos aceptaron y tuve un equipo. Entre ellos
estaba Carlos del Peral, un hombre culto y humorista. Hacía poco tiempo que
Cora había fallecido y yo me sumergí de lleno en el trabajo.
—¿Estaba solo en Barcelona?
—Sí. Mi hija y su familia vivían en Washington, donde
justamente murió mi esposa. Habíamos ido a pasar el Año Nuevo juntos, como de
costumbre. Ese año hizo mucho frío. Después de Navidad, yo viajé a Toronto para
asistir a un congreso, y estando allí me llamaron para avisarme que Cora había
tenido un infarto. Fue el mayor golpe que recibí en mi vida.
—¿Regresó en seguida a Barcelona?
—Sí. Hacía un año que vivíamos allí, después de dejar Caracas.
La primera vez nos invitó un alumno, nos gustó y decidimos radicarnos en la
Ciudad Condal. Por eso sabía lo de La Caixa. Ya estaba en mis planes.
—En su concepción educativa, ¿cuál
es la importancia de los museos de ciencias?
Palais de la Découverte, Paris |
—¿Cómo se concibe una sala de
matemática para un museo de
ciencias?
—Fue un proceso muy interesante porque la ciencia
matemática en sí es muy fecunda, por la abstracción que logra partiendo de la
naturaleza. La idea fue mostrar el proceso del conocimiento matemático. Esto
era lo que a mi juicio había que mostrar a los niños y a los maestros en un
museo.
—¿Cuál fue el punto de partida?
—Hicimos una reseña histórica. Primero, la época en
que la humanidad no tenía conciencia de la matemática y usaba las manos para
cazar y recolectar. La capacidad de abstracción que tiene el hombre es lo que
le permitió adquirir la noción de número. Debe haber llevado mucho tiempo
distinguir la cualidad abstracta que tienen en común tres objetos y tres dedos.
La idea de lo contrario, de la forma, es previa a la abstracción.
—¿Cuándo nace la matemática?
—Recién cuando se abstrae el número y la forma del
objeto. Después surgieron otras nociones, como la idea de lo recto y lo circular.
En la naturaleza, la recta pura no existe, como tampoco existe la
circunferencia pura. Son todos conceptos abstractos. En Egipto avanzó mucho la
aritmética pero no tanto la geometría, eso está registrado en el libro de
Amoseh. Ellos sabían resolver problemas aritméticos difíciles pero no sabían
calcular la superficie del triángulo. En el museo eso se iba contando en láminas
y en maquetas.
—¿Hicieron juegos interactivos?
—Sí. Para los chicos y los maestros. Si pensábamos
armar algo así, valía la pena tener en cuenta el doble objetivo de educar a los
niños y renovar la información de los profesores, estructurando un plan que
reflejara la evolución de la matemática.
El maestro tiene que saber estas cosas. El libro de
los Elementos de Euclides
(300 años a. C.) se usó
hasta comienzos de este siglo en Inglaterra. Es de una solidez impresionante.
Pergamino del Libro de los Elementos, de Euclides |
Hay que detenerse en algo que parece trivial pero que
tiene un significado trascendente, y es que hasta que el “cero” no “existió”,
no fue posible el cálculo numérico actual.
—¿Cómo concibió el cero en el museo?
—¡Ah! Eso fue interesantísimo. En realidad, cuando
pusimos manos a la obra, pensamos por dónde empezar y todos dijimos “el cero”.
Desde el punto de vista conceptual, es algo maravilloso. Carlos del Peral, el
amigo humorista, propuso hacerle un monumento y ahí nomás le encargamos la
cuestión.
—¿Se hizo?
—Sí. Se proyectó un verdadero monumento, muy bonito, que
debía colocarse en la entrada. Al lado del monumento aparecía el primer
problema: “¿Por qué no pueden haber más de cinco poliedros regulares?”.
Primera representación del cero. En la ciudad hindú de Gwalior, a 400 kilómetros de Nueva Delhi |
Luego se pasó al álgebra con problemas de mayor
complejidad. Se fue evolucionando hacia la formalización y el modo universal de
presentar la geometría y la aritmética. Paralelamente, se observa el desarrollo
de otras ciencias, en forma independiente de la matemática tradicional.
Aparecen las geometrías no euclideanas y más adelante arribamos a que todas
estas cuestiones se pueden aprovechar para resolver problemas técnicos, culminando
con el descubrimiento del electromagnetismo efectuado por Maxwell, lo que dio
origen a la radiotelefonía y la televisión.
A través de la historia narrada mediante juegos
interactivos, los niños llegan a la conclusión de que sin desarrollo teórico no
hubiese habido televisión.
—¿Cuál fue la estructura de la
muestra?
—Se la dividió en tres partes: los números y las
formas; la segunda con la abstracción y el desarrollo racional de la ciencia; y
finalmente, las posibilidades de aplicación para generar nuevos desarrollos.
Incluimos juegos, como el ajedrez, mostrando el hecho interesante de que al ser
un juego, los resultados que se obtienen no pueden modificar la realidad.
Preparamos una gran cinta de Moebius, armamos sofismas y juegos para detectar errores
ópticos.
La idea del museo fue vincularlo con la vida,
mostrando la creatividad que subyace en las cuestiones abstractas, las
limitaciones de los sofismas y juegos para detectar ilusiones ópticas, pero lo
importante es que lo hicimos para que sirviera al doble objeto de interesar a
los alumnos y de permitirles a los profesores la renovación de sus
conocimientos. Con esta idea se implementaron cursos y visitas guiadas
conducidas por alumnos voluntarios de las carreras de ciencias.
—Barcelona representa el último
tramo de su exilio. En 1982, Raúl Alfonsín viaja a España y se aloja unos días
en su casa. ¿Aquel contacto fue el origen de su designación como Secretario de
Ciencia y Técnica?
—No. En ese momento no se hablaba del tema. Además, a Alfonsín
lo conocía de antes.
—¿Sí?
—La historia es muy graciosa. Estábamos viviendo en Venezuela
cuando un día me llama Jorge Roulet desde Buenos Aires diciéndome que habían
conseguido que Alfonsín fuera a Estados Unidos, pero como no les alcanzaba el
dinero, pensaban hacer escala en Caracas, a la espera de un giro para cubrir el
pasaje hasta Washington.
Alfonsín llegó con Germán López, a quien yo conocía, y
estuvieron unos días en casa esperando que llegara el dinero de Buenos Aires.
Hablamos mucho. Alfonsín conoció a Pérez Alfonso, un referente clave para el
tema del petróleo y, por mi parte, le hablé mucho acerca de lo que a mi juicio
resultaba imprescindible para pensar un país moderno, es decir, la investigación
y el desarrollo tecnológico. Le relaté los ejemplos de Estados Unidos y la
Unión Soviética. Él parecía muy interesado pero a la vez esperaba el dinero,
que no llegaba.
Por suerte, Germán López se encontró con un antiguo compañero
de la escuela secundaria y, como económicamente en Venezuela se estaba muy bien
en ese momento, el amigo no tuvo problemas en entrar a una agencia de viajes y
sacarles pasaje a los dos. Así pudieron partir y en Estados Unidos mi hija Cora
los vinculó con los Kennedy, en relación con los Derechos Humanos.
Mientras tanto, yo viajé a España y cuando él llegó a
Barcelona se alojó en casa. Yo seguía hablando de la necesidad de un vuelco de
la cultura. Había aparecido un libro de Snow, Las dos culturas, que definía un “humanismo tecnológico” con el cual coincido.
—¿Ya se hablaba de la candidatura de
Alfonsín?
—Sí. En España había muchos exiliados y ese tema se
tocaba bastante.
—¿Cuándo decide usted regresar a la
Argentina?
—En cuanto se abrieron las posibilidades democráticas.
Por lo demás, siempre pensé en volver. Mi lugar es estar acá.
—¿Tenía pensado integrar el Centro
de Participación Política?
—Eso fue cuando llegué. Roulet me invitó a integrarlo
y yo le dije que aceptaba siempre que no fuera algo partidario.
—¿Y resultó así?
—Sí. El CPP se integró de esa manera.
—Usted formó parte de la comisión de
ciencia y técnica de esa agrupación que también reunió a Jorge A. Sábato y a Roque
Carranza. ¿Qué planes propusieron?
—Bueno, junto con Jorge Sabato y otras personas, se
vio que era la gran
oportunidad para sacar adelante el país. Había que buscar a
toda la gente técnica y democrática para formular una política científico- ecnológica
como propiciaba Sábato y vincular este sector con empresas de todo tipo,
principalmente del Estado. Él tenía una gran experiencia en el sector
metalúrgico, y aunque ya estaba bastante enfermo, puso una vez más el acento en
el desarrollo tecnológico y en la vinculación empresaria. En la época de
Levingston, Sábato había estado en SEGBA y por primera vez había incorporado
doctores en física a esa empresa. Esto hay que verlo como un avance
importantísimo, pero en la década de 1970 aquel esfuerzo le costó mucho y
terminó renunciando.
Jorge A. Sabato (1924-1983) |
En cuanto a Roque Carranza, en la época de Illia había
propiciado la creación del CONADE, el Consejo Nacional de Desarrollo, que hizo
el primer programa nacional de economía. El reencuentro fue muy grato y además
parecía que en el espíritu de los políticos se había hecho carne la necesidad
de nuclear personas con intereses científicos y nacionales.
—¿La participación en el CPP
condicionó los futuros cargos en el gobierno?
—Hubo varias personas que actuaron ahí y después
pasaron a la Secretaría de Ciencia y Técnica, pero yo no diría que fue un
condicionante. Lo único que importaba era la capacidad de la gente.
—A fines de 1983, la comisión
organizó el Encuentro Nacional de Ciencia y Tecnología. ¿De ahí salieron las
bases programáticas para la futura gestión?
—Sí. Eso quedó resumido en un libro y fue la raíz de la
coherencia que tratamos de mantener después. El 12 de octubre de 1983 hicimos
un acto multitudinario. Se reunieron como seiscientos científicos, algo que
hacía tiempo no se veía en el país, y Sábato envió un casete ya que estaba
gravemente enfermo.
—¿Cuál fue la primera medida que
adoptó como Secretario de Ciencia y Técnica?
—Acercarnos a la mayor cantidad de gente, sin
discriminaciones. En seguida se creó una comisión de retorno de argentinos que
dirigió Jorge Graciarena. Paralelamente, encaramos dos aspectos a desarrollar:
la biotecnología y la informática.
Una de las primeras gestiones fue el apoyo a la
creación del área “Jorge Sábato” en el Banco de la Provincia de Buenos Aires, en
honor al amigo recién fallecido. Nunca un banco argentino había tomado a su
cargo problemas relativos a la ciencia y a la técnica.
En 1984, llegó al país César Milstein. Tuvimos una
serie de reuniones y se lo presenté a Alfonsín para que se publicara en todos
los diarios. Hablamos sobre los avances en la biotecnología y, en octubre,
pocos meses después, le dieron el Premio Nobel.
—En esa época se decía que el país
todavía estaba a tiempo de subirse al tren.
—Efectivamente. En biotecnología hubo un gran empuje. Tratamos
de
descentralizar, de crear polos tecnológicos en el Interior. Se apoyaron los
ejes Rosario-Pergamino y Santa Fe-Paraná. Y además, se creó el Intech, en
Chascomús, un instituto biotecnológico que César Milstein “apadrinó”. También
se hizo mucho para mejorar la cooperación con Brasil. Fue una de las
prioridades. Pero esto es sólo un pantallazo. Hubo muchas otras cosas que
encaró la Secretaría, como la habilitación del observatorio astronómico de Pampa del Leoncito, en San
Juan, y la pelea por un satélite científico que, al final, no le pudimos ganar
al Ministerio de Economía.
Manuel Sadosky y César Milstein (1984) (foto suministrada por Hugo Scolnik) |
—Sin embargo, durante su gestión,
los investigadores vivieron una de las peores épocas que se recuerden en
materia salarial. ¿Lo considera un fracaso de su gestión?
—Por un lado, nos perjudicó la hiperinflación. Hicimos
lo que se pudo. Mantuvimos muchas conversaciones sobre la cuestión de los
salarios con el Ministerio de Economía. Inclusive una vez fuimos con Leloir.
Son problemas que no se resuelven de un día para el otro.
Manuel Sadosky en su cumpleaños 75, con Raúl Alfonsín (1989) (foto suministrada por Hugo Scolnik) |
—La ESLAI, la Escuela Latinoamericana de Informática, ¿fue un intento de
reproducir la experiencia del Instituto de Cálculo?
—Fue más ambicioso. El Instituto de Cálculo también
volvió a abrir sus puertas en la UBA y fue una enorme alegría para nosotros.
Pero con la ESLAI nos propusimos crear una escuela de avanzada en informática.
Se montaron laboratorios y en unos años se recibieron varias camadas de
profesionales. Inclusive vino gente del exterior a tomar cursos.
Manuel Sadosky en la ESLAI (foto suministrada por Hugo Scolnik) |
—En una entrevista, usted homologó
el destino de la ESLAI con la “época de oro” de la universidad. Los denominó “climas
ficticios”. ¿Por qué?
—Porque fueron paraísos aislados. Teníamos razón, pero
una razón de
entrecasa. En ambos casos faltó el vínculo con los sectores
productivos. Además, en 1986, falleció Roque Carranza, el único radical de
tradición que entendía de estos temas.
Roque Carranza (izq.) (1919-1986) |
—“Puerto Curioso”, el proyecto de
museo de ciencias participativo, ¿fue un intento de reeditar la experiencia de
Barcelona?
—El concepto sí, pero el proyecto abarcaba todas las
áreas, no sólo matemática. En 1988 se creó la Fundación Puerto Curioso con el
apoyo de empresarios, como Madanes y Cartellone.
—¿Cómo se sintió al concluir su
gestión? ¿Le hubiese gustado continuar?
—¡No! Todo lo contrario. Estaba muy orgulloso de que por
primera vez hubiera una continuidad democrática. Lástima que los proyectos no
siguieron. La ESLAI se estancó. El Intech quedó sin presupuesto y Puerto
Curioso directamente se congeló.
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