11.
Reflexiones de entrecasa
Laura Rozenberg. —Ayer hablábamos de algunos héroes. ¿Son importantes
para los jóvenes? ¿Cuáles fueron sus modelos?
Manuel Sadosky. —Fesquet en la primaria y luego Rey Pastor,
por supuesto, y Aníbal Ponce…
—¿Sarmiento era un modelo?
—Ya lo creo, sí, para mí es un gran modelo.
—Yo no coincido con esa crítica. Hay frases
desgraciadas, pero cuando se escriben cincuenta y dos tomos, hay cosas con las
que uno puede no estar de acuerdo. Su pensamiento central era que la educación
y la cultura eran fundamentales, y más en un país que se iba poblando con
inmigrantes pobres. El milagro de la consolidación se da en la escuela. Él
aplicó el lema de los chinos: “Dar con qué pescar en lugar de dar pescado”. Sarmiento
creó la escuela normal de maestros: dejó vivo el mecanismo. Copió muchas cosas
de Estados Unidos pero, para el sistema métrico decimal, se inspiró en Francia.
Buscaba lo mejor.
—En su actividad, a lo largo de su
carrera, ¿usted buscó parecerse a ellos?
—No. En general, tengo tal admiración por gente como Sarmiento
en la docencia, o Einstein en las ciencias, que me parecen demasiado
inaccesibles. Nunca me comparé con nadie. Estoy muy agradecido a la vida: me
dio la posibilidad de entenderlos y eso sólo ya es un privilegio. Me da risa la
gente que aspira a cosas que considero inalcanzables.
—¿Cuál fue su mayor equivocación?
—Tal vez, la apreciación que en un momento hice de la Unión
Soviética. Como yo seguía con interés el desarrollo de los procesos de ciencia
y técnica, me parecía que los progresos eran muy grandes. La URSS era un país
que en 1917 estaba muy por debajo de Francia y Alemania. En materia de
educación los rusos acertaron. Deben haber acabado con el analfabetismo. Por
eso yo creía que en biología estaban haciendo algo así y me equivoqué.
Trofim D. Lysenko, el científico favorito de Stalin. Fotografía: Corbis |
—Cuando tuvo lugar aquella famosa
polémica con Lysenko, ¿usted no advirtió la injusticia que se cometía?
—Al principio, no. El desarrollo en biología fue muy
desparejo y eso fue muy grave, porque la vida es biología y es la base de las
políticas agrícolas y ganaderas. Un error puede ser fatal. Pero eso lo advertí
después, cuando conocí más a fondo la historia del curandero Lysenko, que había
querido reflotar a Lamarck con aquello de que se podían trasmitir cualidades
adquiridas. Así, al tomar la teoría de Lysenko contra la de Vavilov, se
retrotrajeron a la era predarwiniana. Vavilov estudió el origen de las plantas
cultivadas y alentó la formación de genetistas. Ese era el camino. Hubo
—¿Se ha modificado en algo el modelo
socialista de su juventud?
—Desde luego, el mundo ha cambiado y en alguna medida trato
de entenderlo. He vivido la decadencia del Este y he comprendido que no bastan
las ideas sino que lo que hace falta es organizar sociedades estables. El
socialismo puede variar con el tiempo. El ejemplo de los kibutz de Israel
muestra que puede haber un socialismo integral para una generación, pero que no
necesariamente el efecto se trasladará a las generaciones siguientes. En todo
caso, lo más recomendable es un amplio ejercicio de la democracia. Las marchas
y contramarchas son una constante en la historia. Las hubo en la
Revolución Francesa, en el siglo XX y seguirán existiendo. Y así como ahora se discute
en el mundo la necesidad del voto popular, espero que en un futuro se vaya
ejercitando el sentido de la solidaridad.
—Una reflexión sobre Kennedy.
—Sentí que era una posibilidad de iniciar una era más
o menos democrática. El grupo Kennedy aparecía como una nueva generación. Pero
a partir de la Alianza para el Progreso lo tomamos con mayor escepticismo. En
aquel momento, el Che Guevara hizo un cálculo y se vio que lo que iba a
distribuir la Alianza alcanzaría para un inodoro por habitante. Fuimos tomando
contacto con la realidad.
—A Alfonsín usted lo conoció en
persona…
—Él es un hombre que tuvo buenas intenciones pero que
se vio obligado a hacer un aprendizaje duro. En Estados Unidos nadie llega a
presidente sin ser gobernador de Estado. Para peor, tuvo que enfrentar una
situación difícil, el tejido social estaba destruido. Pero posibilitó el
regreso de la gente y estimuló la CONADEP. Creo que él no hubiera dado el
indulto que decretó Menem.
—¿Tiene algún juicio formado del
menemismo?
—No es un cuerpo de doctrina. Es una congregación
empírica que logró reaccionar con bastante agilidad frente al ambiente. Le dio
dominio a grupos empresarios fuertes y descuidó la justicia social, que era la bandera
del peronismo.
—¿Qué valor le asigna a la disciplina?
—La disciplina intelectual es importante porque
permite hacer planes y dedicarles el tiempo necesario. Pero hay cosas que se
salen de la disciplina. No hay disciplina para enamorarse, por ejemplo.
—¿Por qué cree que la mayoría de sus
ex alumnos lo recuerdan?
—¿Lo hacen? Si es así quizá sea porque nunca tuve
preocupación por ocultar nada. Lo que sé, lo trasmito. Hay gente que oculta
bibliografía. Yo digo exactamente lo que pienso. Eso me ha ayudado tanto como
la experiencia de enseñar. También aprendí de mis maestros. Rey Pastor fue muy
criticado por su ubicuidad, entre España y Argentina, pero en cambio estaba al día,
siempre deseoso de que surgiera gente interesada por seguir el camino de una
ciencia.
—¿Se reconoce virtudes?
—¡Usted está inventando un mito! Mi mayor virtud: soy
una persona veraz. Reconozco cuando me equivoco. Tengo limitaciones intelectuales.
La gente no tiene demasiada idea de lo que en verdad significa ser creador en
matemática o en ciencias. El estudio de la historia de las ciencias me hace
tener, por ejemplo, una admiración sin límites por Euclides. O por Ramanujan, quien
vivía aislado del mundo y reinventó algunos conceptos de la matemática. Eso nos
debe enseñar a ser modestos.
—¿Cómo se reconoce al creativo?
—El hombre es creativo. Es el único ser biológico que
tiene esa capacidad. Este concepto es importante para contrastarlo con la
cibernética. El hombre tiene capacidad para crear conceptos, para emitir
hipótesis. Uno piensa en la época de Galileo y en la idea que se tenía del
movimiento de los cuerpos. O en Newton. Ellos fueron creativos. Un pintor que
nos conmueve por su manera de ver las cosas es creativo. O un músico…
—Pero también hay creatividad en la
vida cotidiana…
—Desde luego. Uno puede ser creativo en la manera de
vivir. Pero la creatividad que trasciende es otra cosa. Yo no he hecho ninguna
teoría. Aprendí cómo fueron evolucionando las ideas y traté de enseñar a mis
alumnos. Lo que más me impresiona de las personas excepcionales es esa
capacidad que tienen de abstraer, a partir de teorías aparentemente superadas,
algo nuevo y más grande.
—¿Por ejemplo?
—Todos actuamos con elementos finitos. El que creó la
noción de “infinito” fue sin dudas una persona de una creatividad impresionante.
Tenía poco que ver con el común de la gente. También fue creativo el que
inventó el “cero”. O la geometría, a partir de unos pocos axiomas.
—¿Es usted ingenuo?
—Sí. Puede ser un defecto. Pero para las cosas de la
vida cotidiana no es tan grave. En principio, otorgo crédito.
—¿En qué cree?
—Yo creo en la gente. En la educación. En la
modificación de los sentimientos primitivos. En la memoria histórica. En la
solidaridad. En el precepto judío que dice: “Si no hay diez, no hay dios”. El
hombre es un animal social. No existen los Robinson Crusoe.
—¿Qué opina de las religiones?
—La religión es un gran invento. La religión
monoteísta fue un gran invento que permitió congregar a mucha gente. Es parte
de un proceso progresivo, pero que en determinados momentos tiene aspectos
regresivos. Se puede llevar a creer que no hay otra manera de ver el mundo.
—Alguien dijo alguna vez que las
religiones son el peor invento de la humanidad. ¿El sentimiento religioso es
bueno o es malo?
—Es ridículo plantearlo así. Es como especular sobre si
el que inventó el arte hizo bien o hizo mal. La religión ha sido muy
importante. Facilitó la congregación. Llevó a abolir la esclavitud hacia el fin
del Imperio Romano. Para la época, Cristo era un hippie, pero su doctrina era
incomparablemente superior a la que pregonaba la esclavitud. El sentimiento
religioso es un hecho. Los soviéticos fueron muy ingenuos en creer que podían extirparlo
así nomás.
—¿Usted es positivista?
—No, soy un materialista racionalista. Creo que hay
cuestiones que se pueden explicar por el método científico pero hay aspectos
que se resisten. Los problemas psicológicos son problemas reales y no creo que
se haya encontrado un método que los resuelva. La ciencia no resuelve todo,
pero además hay tiempos históricos y hay una evolución del conocimiento.
—¿Qué sentimientos le inspira la
palabra “astrología”?
—Estoy completamente en contra. Eso de leer el destino
parece un disparate.
—¿Las supersticiones también le
parecen un disparate?
—Esas son pequeñas fallas. Puede ser que alguien no
quiera vivir en un piso trece…
—¿Tiene alguna?
—Yo no. Creo no tenerlas.
—¿Tiene amigos psicoanalistas?
—Pocos. Participo con Bunge de una posición muy
crítica. Al Psicoanálisis no le vemos una base de tipo científica tradicional. A
lo mejor es una limitación nuestra. Pero conozco sus características generales
y a la gente que se ha psicoanalizado. Creo que a alguna gente le ha hecho
bien. A otra no. No es mágico. Pero si este fuera un país con ideas más claras
sobre su rumbo, no se necesitarían tantos psicoanalistas como hoy. En cambio,
estoy más esperanzado con el desarrollo de las neurociencias: por fin se empezó
a estudiar el cerebro como es debido: la memoria, el aprendizaje, que son
verdaderos misterios. Ahí va a haber respuestas.
—¿Usted cree en el azar?
—El azar está en la naturaleza de las cosas. Pero se
lo puede superar, como hicieron Pascal y Fermat. En los juegos de azar no había
ciencia hasta que una vez un caballero le planteó a Pascal un problema y el
sabio lo resolvió. A partir de ahí se pudieron definir las leyes de
distribución de los grandes números. El que hizo eso fue Bernoulli, otro sabio
que, curiosamente, pertenecía a una gran familia de matemáticos.
—¿Qué es el juego?
—Es un ejercicio espiritual interesante y útil, que puede
ser motivo de distracción. Exige razonamiento, capacidad de prever. Siempre es
complementario, y por eso, si supera a la actividad principal, pierde su
sentido y ya no es más juego. En el juego es importante el desinterés.
—¿Ha jugado al ajedrez?
Match Alekhine- Capablanca, Buenos Aires, 1927 |
—Jugaba de chico. Fui subcampeón del turno mañana en sexto
grado. Estábamos influidos por el torneo mundial que ganó Alekhine contra
Capablanca y organizamos un campeonato. Después me di cuenta de que había que
estudiar mucho. La experiencia rusa es interesante. Hay diez millones de
jugadores. El campeón del mundo es ruso desde hace muchísimos años.
—¿Lo ve favorable?
—En cierto modo, no. Le dedican demasiado esfuerzo.
Mejor hubieran estudiado investigación operativa para mejorar la producción y
sobre todo su situación. Ganar la carrera espacial es importante pero mejor es
estudiar métodos de participación social.
—¿Cree usted que el ciudadano común
continúa apartado de la ciencia?
—Sí. La gente sigue apartada. Las únicas veces que
hubo una especie de conmoción fue cuando Leloir o Milstein ganaron el Premio
Nobel. Algo que no ocurrió con Houssay, porque cuando lo ganó estaba proscripto
y entonces no tuvo tanta repercusión. ¡Pero eso es trabajar con divos! La
ciencia no es un deporte.
—Y para los políticos de hoy, ¿la
ciencia también sigue siendo un objetivo secundario?
—También. Durante años, mientras fui Secretario de
Ciencia y Técnica, intenté en vano que la Cámara Baja aceptara organizar una
sesión para explicar por qué la ciencia puede realmente ser un factor decisivo
en cualquier programa serio de desarrollo. Nunca conseguí que se concretara esa
reunión.
—Pero algunos logros habrá tenido.
—Bueno, dentro de las Cámaras se crearon las Comisiones
de Ciencia y Técnica. Pero eso es muy relativo, porque el grueso de las
discusiones e interpelaciones se hace por escrito y eso dificulta el
entendimiento entre las personas.
—¿Y qué podría hacer el gobierno para impulsar la ciencia?
—Principalmente, el interés tendría que reflejarse en
el presupuesto. Hoy en día, si comparamos el porcentaje del PBI que la
Argentina le dedica a la ciencia con lo que aportan los países más avanzados,
estamos en una relación de uno a diez.
—¿Pero no es lógico pensar que si la
gente de la calle sigue apartada de la ciencia y los políticos también es
porque hay otros problemas más importantes?
—No más importantes. Más urgentes, que es distinto.
Pensemos en Sarmiento cuando crea el Observatorio Astronómico de Córdoba. Con
eso no estaba resolviendo la Guerra del Paraguay, ni la falta de vivienda. Hay
que distinguir lo que son las necesidades inmediatas de lo que es el porvenir.
Japón tiene una escuela secundaria superior a la norteamericana. En cambio, la
investigación científica en Estados Unidos es superior a la de Japón. Hoy en
día la ciencia es un factor de peso que mide qué es lo que pasa en los países.
Para las Naciones Unidas, hay tres factores que miden la formación del capital
humano de un país: la alfabetización, el nivel de educación y el
apoyo a los científicos.
—¿Qué aspectos positivos se
perdieron de la educación de su época?
—Por un lado, la caída de los salarios hizo que la
gente buscara otras profesiones. Los varones fueron desapareciendo del
magisterio. Durante un tiempo, hubo un retroceso en el sentido de privilegiar
una enseñanza escolástica, que ignoraba a Darwin y a Ameghino, y que ya había
sido superada. Y una desvinculación de los problemas nacionales.
—¿En los países avanzados los
programas son mejores?
—He leído, por ejemplo, los programas de matemática de los
colegios secundarios de Japón. No son para nada diferentes de los nuestros.
Prácticamente son los mismos temas. Sólo que seguramente la exigencia es mucho
mayor. En el Japón, el control de calidad nace en la escuela. Los chicos repiten
los deberes hasta que les salen bien. No como acá, que “zafan”. Así que el único
gran secreto es ese: hacer las cosas bien desde el principio.
—¿Por qué cree que hoy, habiendo
democracia y con una universidad
abierta, no se repite una nueva
“época de oro”?
—Es que ha habido un éxodo muy grande de graduados y eso
no se resolvió. Las estadísticas indican que hay unos cincuenta mil
investigadores fuera del país. Eso es monstruoso, es uno de los peores drenajes
de cerebros que se conocen en el mundo. El hecho de que no se renueven los
cuadros y no se incorpore la gente más destacada es lo que más daño le hace al sistema
universitario.
—¿Qué desafíos enfrenta la
universidad en la actualidad?
—La universidad tiene que reconquistar el lugar que le
corresponde en la sociedad. La universidad pública, sobre todo, debe ser motivo
de orgullo como también debe serlo el hospital público. La gente no puede
permitir que esas instituciones desaparezcan. Y sin perder su autonomía, la
universidad tiene que relacionarse con otros aspectos.
—¿En el sentido de una mayor
vinculación entre universidad y empresa?
—En comparación con otros países, todavía es escasa. Y
esto es así porque ni la universidad ni los empresarios han ejercitado una
tradición de trabajo en común. El empresario es un personaje sumamente
importante en la sociedad, pero a veces se lo ha mirado de manera
despreciativa, como una categoría distinta de la académica. Por otro lado,
cuando el empresario entiende bien qué le puede ofrecer la universidad se
llegan a formar asociaciones muy productivas.
—¿Qué relación debe haber entre
universidad y ciencia? ¿Debe hacerse ciencia en la universidad?
—Por supuesto. La universidad debe ser fuente de
creación de trabajos originales, y éstos se deben hacer al compás de lo que
sucede en el mundo. La universidad tiene una ventaja con respecto a otras
instituciones: es una comunidad de profesores, graduados y estudiantes. Es
autónoma, tiene poder de decisión. Pero presenta una falla y es su escasa
vinculación social. La gente debería estar más al tanto de lo que se produce en
las universidades. En Harvard, por ejemplo, editan boletines y libros muy accesibles
con las investigaciones para que todo el mundo sepa qué están haciendo.
—Si volviera a ser Secretario de
Ciencia y Técnica, ¿en qué aspectos insistiría?
—Seguiría la misma línea. Hay que recuperar a los
investigadores que se fueron del país. Alentar la informática, la
biotecnología. Insistiría mucho más en la vinculación con la agricultura y la
ganadería porque creo que tenemos ciertas ventajas relativas que van a
desaparecer si no se adoptan tecnologías más modernas para poder competir en el
mercado internacional. Ese es el punto más débil. Pero de eso no se habla, como
tampoco se habla de muchas otras cosas en este país.
—¿Qué hizo cuando terminó la gestión
como Secretario de Ciencia y Técnica?
—Bueno, el trámite de la jubilación llevó bastante
tiempo. El expediente desapareció y tuve que rehacerlo. Estuve muy ocupado y además
volví a casarme.
—Su actual esposa, Katún Troise, es
la hija de aquel médico que lo atendía de joven. Se casaron en 1991. ¿Eran
amigos de antes?
Manuel Sadosky y Katún Troise |
—Sí. Pero la historia de cómo nos volvimos a encontrar
fue divertida. Durante años los dos vivimos en el mismo edificio, enfrente de
la Escuela Normal Número 1. Ella en el primer piso y yo en el séptimo. Como
siempre, los teléfonos no andaban. Ella tenía que llamar a su hija a Washington
y entonces vino a probar a casa y así empezamos a conocernos a fondo. Nos
casamos el 25 de febrero de 1991, en plena Guerra del Golfo. El juez del
Registro Civil pensó que estábamos dando un ejemplo de civilidad y nos felicitó. ¡Él había
visto que vivíamos en el mismo edificio y pensó que estábamos regularizando la
relación después de un montón de años!
—¿En qué ocupa su tiempo? ¿Cómo es
un día habitual?
—¿Lee usted mucho?
—Bastante, los diarios por empezar y siempre tengo en danza
uno o dos ensayos, alguna novela, revistas de cultura. Me impresionó mucho La Argentina autoritaria, de David Rock. No conocía a ese
autor y ahora estoy convencido de que es importante. Leo muchas biografías.
Ahora estoy con una obra sobre Leibniz, pero matizo con otras cosas. Me
gustaron esas correspondencias con Voltaire que acababa de publicar Fernando
Savater, porque siempre me interesaron los temas de la Revolución Francesa.
—¿Quiénes son sus amigos? ¿Con
quiénes suele encontrarse?
—Me veo con amigos y con mi familia de City Bell. Mis amigos
son los de toda la vida y también sus hijos y sus nietos. Desde hace años nos
reunimos todos los miércoles Sara Rietti, Rebeca Guber, Héctor Ciapuscio,
Silvio Kovalsky. Me veo seguido con Guido Yagupsky y su mujer, que fueron
alumnos míos.
Con Sara Rietti y Rebeca Guber, cumpleaños 75 (foto suministrada por Hugo Scolnik) |
—Su hija es matemática, como los
padres, y se recibió en la Argentina. ¿Ella piensa regresar?
—Pensaba, pero las condiciones de estabilidad nunca se
dieron. Ella hizo la licenciatura aquí y después obtuvo una beca para hacer el
doctorado en Chicago.
—¿Se ha resignado a ver crecer a su
nieta en Estados Unidos?
—Ella ahora terminó el college y le fue muy bien. Estudió en Chicago,
en Ciencias Sociales. A Cora Sol le interesa mucho la problemática
latinoamericana, o sea que no está desvinculada.
—Cuando viaja a Estados Unidos, ¿va
a visitar a su hija?
—Sí, claro, y vivo en su casa. En la casa de ella y en
la de Graciela, la hija de Katún. Las dos viven en Washington.
—Ahora está planeando un viaje. ¿Qué
piensa hacer cuando llegue allá?
—Ver gente amiga. Encontrarme con mis estudiantes otra
vez. Ellos ahora son periodistas, pintores, físicos. Cuando he ido la he pasado
muy bien. Converso con la gente. Hay museos que visito. Obras que me interesan
y es grato volver a verlas.
—¿Piensa usted en la muerte?
—No es lo que más me preocupa. Con Cora teníamos una filosofía
especial sobre la vida y la muerte. Ella fue a la fosa común. Solíamos decir
que en esta sociedad no se les lleva comida a los muertos por vergüenza, ya que
la gente, en ese sentido, sigue con las ideas de la época de los egipcios…
—¿Alguna vez le ha preocupado no
contar con medios para afrontar una adversidad?
—¿Sabe que no? El hospital público me salvó la vida
dos veces: cuando nací y otra hace poco, cuando me operaron de cáncer de piel.
Siempre he tenido cerca profesionales excelentes que me atendieron con total
dedicación, sin que eso implicara gastos.
—Lo ha dicho al principio, usted es
un tipo de suerte.
—Así es. Así me siento hoy.
—A los ochenta años, ¿aprueba el dicho que asegura que en la vida lo
importante es “la salud, el dinero y el amor”?
—¡No! De ninguna manera lo del dinero. La salud sí y
el amor también. Y en todo caso la solidaridad, en lugar del dinero. Es un
retroceso histórico creer que se han enterrado las ideas de cooperación y que
lo único que vale es algo así como la ley de la selva.
Creo que el desafío del futuro ha de ser éste:
construir sociedades más solidarias. Imprimir ese sentimiento en todos los
individuos y para esto no basta sólo con la ciencia y la tecnología. Como dijo
un escritor: “Se necesita un suplemento de alma”. Y eso se puede lograr.
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