Autor del Blog: HERNÁN HUERGO

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07/08/2017: Laura Rozenberg: Conversaciones con Manuel Sadosky - 11. Reflexiones de entrecasa (FINAL)

11. Reflexiones de entrecasa


Laura Rozenberg. —Ayer hablábamos de algunos héroes. ¿Son importantes para los jóvenes? ¿Cuáles fueron sus modelos?

Manuel Sadosky. —Fesquet en la primaria y luego Rey Pastor, por supuesto, y Aníbal Ponce…

—¿Sarmiento era un modelo?

—Ya lo creo, sí, para mí es un gran modelo.

—¿Pese a juicios como “civilización y barbarie”?

—Yo no coincido con esa crítica. Hay frases desgraciadas, pero cuando se escriben cincuenta y dos tomos, hay cosas con las que uno puede no estar de acuerdo. Su pensamiento central era que la educación y la cultura eran fundamentales, y más en un país que se iba poblando con inmigrantes pobres. El milagro de la consolidación se da en la escuela. Él aplicó el lema de los chinos: “Dar con qué pescar en lugar de dar pescado”. Sarmiento creó la escuela normal de maestros: dejó vivo el mecanismo. Copió muchas cosas de Estados Unidos pero, para el sistema métrico decimal, se inspiró en Francia. Buscaba lo mejor.

—En su actividad, a lo largo de su carrera, ¿usted buscó parecerse a ellos?

—No. En general, tengo tal admiración por gente como Sarmiento en la docencia, o Einstein en las ciencias, que me parecen demasiado inaccesibles. Nunca me comparé con nadie. Estoy muy agradecido a la vida: me dio la posibilidad de entenderlos y eso sólo ya es un privilegio. Me da risa la gente que aspira a cosas que considero inalcanzables.

—¿Cuál fue su mayor equivocación?

—Tal vez, la apreciación que en un momento hice de la Unión Soviética. Como yo seguía con interés el desarrollo de los procesos de ciencia y técnica, me parecía que los progresos eran muy grandes. La URSS era un país que en 1917 estaba muy por debajo de Francia y Alemania. En materia de educación los rusos acertaron. Deben haber acabado con el analfabetismo. Por eso yo creía que en biología estaban haciendo algo así y me equivoqué.

Trofim D. Lysenko, el científico favorito
de Stalin. Fotografía: Corbis
—Cuando tuvo lugar aquella famosa polémica con Lysenko, ¿usted no advirtió la injusticia que se cometía?

—Al principio, no. El desarrollo en biología fue muy desparejo y eso fue muy grave, porque la vida es biología y es la base de las políticas agrícolas y ganaderas. Un error puede ser fatal. Pero eso lo advertí después, cuando conocí más a fondo la historia del curandero Lysenko, que había querido reflotar a Lamarck con aquello de que se podían trasmitir cualidades adquiridas. Así, al tomar la teoría de Lysenko contra la de Vavilov, se retrotrajeron a la era predarwiniana. Vavilov estudió el origen de las plantas cultivadas y alentó la formación de genetistas. Ese era el camino. Hubo
Nikolai Vavilov se oponía a las ideas de Lysenko.
Fue arrestado por Stalin en 1940 acusado de ser
espía británico, saboteador y derechista. Falleció
de hambre en la prisión de Saratov el 26
de enero de 1943.
una gran lucha, y en lugar de dejarla en el terreno científico, Stalin decidió por su cuenta, y así quedó barrida toda una escuela que hacia 1930 era una gran esperanza del mundo. Pues bien, me equivoqué y me sirvió de lección.

—¿Se ha modificado en algo el modelo socialista de su juventud?

—Desde luego, el mundo ha cambiado y en alguna medida trato de entenderlo. He vivido la decadencia del Este y he comprendido que no bastan las ideas sino que lo que hace falta es organizar sociedades estables. El socialismo puede variar con el tiempo. El ejemplo de los kibutz de Israel muestra que puede haber un socialismo integral para una generación, pero que no necesariamente el efecto se trasladará a las generaciones siguientes. En todo caso, lo más recomendable es un amplio ejercicio de la democracia. Las marchas y contramarchas son una constante en la historia. Las hubo en la Revolución Francesa, en el siglo XX y seguirán existiendo. Y así como ahora se discute en el mundo la necesidad del voto popular, espero que en un futuro se vaya ejercitando el sentido de la solidaridad.

—Una reflexión sobre Kennedy.

—Sentí que era una posibilidad de iniciar una era más o menos democrática. El grupo Kennedy aparecía como una nueva generación. Pero a partir de la Alianza para el Progreso lo tomamos con mayor escepticismo. En aquel momento, el Che Guevara hizo un cálculo y se vio que lo que iba a distribuir la Alianza alcanzaría para un inodoro por habitante. Fuimos tomando contacto con la realidad.

—A Alfonsín usted lo conoció en persona…

—Él es un hombre que tuvo buenas intenciones pero que se vio obligado a hacer un aprendizaje duro. En Estados Unidos nadie llega a presidente sin ser gobernador de Estado. Para peor, tuvo que enfrentar una situación difícil, el tejido social estaba destruido. Pero posibilitó el regreso de la gente y estimuló la CONADEP. Creo que él no hubiera dado el indulto que decretó Menem.

—¿Tiene algún juicio formado del menemismo?

—No es un cuerpo de doctrina. Es una congregación empírica que logró reaccionar con bastante agilidad frente al ambiente. Le dio dominio a grupos empresarios fuertes y descuidó la justicia social, que era la bandera del peronismo.

¿Qué valor le asigna a la disciplina?

—La disciplina intelectual es importante porque permite hacer planes y dedicarles el tiempo necesario. Pero hay cosas que se salen de la disciplina. No hay disciplina para enamorarse, por ejemplo.

—¿Por qué cree que la mayoría de sus ex alumnos lo recuerdan?

—¿Lo hacen? Si es así quizá sea porque nunca tuve preocupación por ocultar nada. Lo que sé, lo trasmito. Hay gente que oculta bibliografía. Yo digo exactamente lo que pienso. Eso me ha ayudado tanto como la experiencia de enseñar. También aprendí de mis maestros. Rey Pastor fue muy criticado por su ubicuidad, entre España y Argentina, pero en cambio estaba al día, siempre deseoso de que surgiera gente interesada por seguir el camino de una ciencia.

—¿Se reconoce virtudes?

—¡Usted está inventando un mito! Mi mayor virtud: soy una persona veraz. Reconozco cuando me equivoco. Tengo limitaciones intelectuales. La gente no tiene demasiada idea de lo que en verdad significa ser creador en matemática o en ciencias. El estudio de la historia de las ciencias me hace tener, por ejemplo, una admiración sin límites por Euclides. O por Ramanujan, quien vivía aislado del mundo y reinventó algunos conceptos de la matemática. Eso nos debe enseñar a ser modestos.

—¿Cómo se reconoce al creativo?

—El hombre es creativo. Es el único ser biológico que tiene esa capacidad. Este concepto es importante para contrastarlo con la cibernética. El hombre tiene capacidad para crear conceptos, para emitir hipótesis. Uno piensa en la época de Galileo y en la idea que se tenía del movimiento de los cuerpos. O en Newton. Ellos fueron creativos. Un pintor que nos conmueve por su manera de ver las cosas es creativo. O un músico…

—Pero también hay creatividad en la vida cotidiana…

—Desde luego. Uno puede ser creativo en la manera de vivir. Pero la creatividad que trasciende es otra cosa. Yo no he hecho ninguna teoría. Aprendí cómo fueron evolucionando las ideas y traté de enseñar a mis alumnos. Lo que más me impresiona de las personas excepcionales es esa capacidad que tienen de abstraer, a partir de teorías aparentemente superadas, algo nuevo y más grande.

—¿Por ejemplo?

—Todos actuamos con elementos finitos. El que creó la noción de “infinito” fue sin dudas una persona de una creatividad impresionante. Tenía poco que ver con el común de la gente. También fue creativo el que inventó el “cero”. O la geometría, a partir de unos pocos axiomas.

—¿Es usted ingenuo?

Sí. Puede ser un defecto. Pero para las cosas de la vida cotidiana no es tan grave. En principio, otorgo crédito.

—¿En qué cree?

—Yo creo en la gente. En la educación. En la modificación de los sentimientos primitivos. En la memoria histórica. En la solidaridad. En el precepto judío que dice: “Si no hay diez, no hay dios”. El hombre es un animal social. No existen los Robinson Crusoe.

—¿Qué opina de las religiones?

—La religión es un gran invento. La religión monoteísta fue un gran invento que permitió congregar a mucha gente. Es parte de un proceso progresivo, pero que en determinados momentos tiene aspectos regresivos. Se puede llevar a creer que no hay otra manera de ver el mundo.

—Alguien dijo alguna vez que las religiones son el peor invento de la humanidad. ¿El sentimiento religioso es bueno o es malo?

Es ridículo plantearlo así. Es como especular sobre si el que inventó el arte hizo bien o hizo mal. La religión ha sido muy importante. Facilitó la congregación. Llevó a abolir la esclavitud hacia el fin del Imperio Romano. Para la época, Cristo era un hippie, pero su doctrina era incomparablemente superior a la que pregonaba la esclavitud. El sentimiento religioso es un hecho. Los soviéticos fueron muy ingenuos en creer que podían extirparlo así nomás.

—¿Usted es positivista?

—No, soy un materialista racionalista. Creo que hay cuestiones que se pueden explicar por el método científico pero hay aspectos que se resisten. Los problemas psicológicos son problemas reales y no creo que se haya encontrado un método que los resuelva. La ciencia no resuelve todo, pero además hay tiempos históricos y hay una evolución del conocimiento.

—¿Qué sentimientos le inspira la palabra “astrología”?

—Estoy completamente en contra. Eso de leer el destino parece un disparate.

—¿Las supersticiones también le parecen un disparate?

—Esas son pequeñas fallas. Puede ser que alguien no quiera vivir en un piso trece…

—¿Tiene alguna?

—Yo no. Creo no tenerlas.

—¿Tiene amigos psicoanalistas?

—Pocos. Participo con Bunge de una posición muy crítica. Al Psicoanálisis no le vemos una base de tipo científica tradicional. A lo mejor es una limitación nuestra. Pero conozco sus características generales y a la gente que se ha psicoanalizado. Creo que a alguna gente le ha hecho bien. A otra no. No es mágico. Pero si este fuera un país con ideas más claras sobre su rumbo, no se necesitarían tantos psicoanalistas como hoy. En cambio, estoy más esperanzado con el desarrollo de las neurociencias: por fin se empezó a estudiar el cerebro como es debido: la memoria, el aprendizaje, que son verdaderos misterios. Ahí va a haber respuestas.

—¿Usted cree en el azar?

—El azar está en la naturaleza de las cosas. Pero se lo puede superar, como hicieron Pascal y Fermat. En los juegos de azar no había ciencia hasta que una vez un caballero le planteó a Pascal un problema y el sabio lo resolvió. A partir de ahí se pudieron definir las leyes de distribución de los grandes números. El que hizo eso fue Bernoulli, otro sabio que, curiosamente, pertenecía a una gran familia de matemáticos.

—¿Qué es el juego?

—Es un ejercicio espiritual interesante y útil, que puede ser motivo de distracción. Exige razonamiento, capacidad de prever. Siempre es complementario, y por eso, si supera a la actividad principal, pierde su sentido y ya no es más juego. En el juego es importante el desinterés.

—¿Ha jugado al ajedrez?

Match Alekhine- Capablanca, Buenos Aires, 1927
—Jugaba de chico. Fui subcampeón del turno mañana en sexto grado. Estábamos influidos por el torneo mundial que ganó Alekhine contra Capablanca y organizamos un campeonato. Después me di cuenta de que había que estudiar mucho. La experiencia rusa es interesante. Hay diez millones de jugadores. El campeón del mundo es ruso desde hace muchísimos años.

—¿Lo ve favorable?

—En cierto modo, no. Le dedican demasiado esfuerzo. Mejor hubieran estudiado investigación operativa para mejorar la producción y sobre todo su situación. Ganar la carrera espacial es importante pero mejor es estudiar métodos de participación social.

—¿Cree usted que el ciudadano común continúa apartado de la ciencia?

—Sí. La gente sigue apartada. Las únicas veces que hubo una especie de conmoción fue cuando Leloir o Milstein ganaron el Premio Nobel. Algo que no ocurrió con Houssay, porque cuando lo ganó estaba proscripto y entonces no tuvo tanta repercusión. ¡Pero eso es trabajar con divos! La ciencia no es un deporte.

—Y para los políticos de hoy, ¿la ciencia también sigue siendo un objetivo secundario?

—También. Durante años, mientras fui Secretario de Ciencia y Técnica, intenté en vano que la Cámara Baja aceptara organizar una sesión para explicar por qué la ciencia puede realmente ser un factor decisivo en cualquier programa serio de desarrollo. Nunca conseguí que se concretara esa reunión.

—Pero algunos logros habrá tenido.

—Bueno, dentro de las Cámaras se crearon las Comisiones de Ciencia y Técnica. Pero eso es muy relativo, porque el grueso de las discusiones e interpelaciones se hace por escrito y eso dificulta el entendimiento entre las personas.

¿Y qué podría hacer el gobierno para impulsar la ciencia?

—Principalmente, el interés tendría que reflejarse en el presupuesto. Hoy en día, si comparamos el porcentaje del PBI que la Argentina le dedica a la ciencia con lo que aportan los países más avanzados, estamos en una relación de uno a diez.

—¿Pero no es lógico pensar que si la gente de la calle sigue apartada de la ciencia y los políticos también es porque hay otros problemas más importantes?

—No más importantes. Más urgentes, que es distinto. Pensemos en Sarmiento cuando crea el Observatorio Astronómico de Córdoba. Con eso no estaba resolviendo la Guerra del Paraguay, ni la falta de vivienda. Hay que distinguir lo que son las necesidades inmediatas de lo que es el porvenir. Japón tiene una escuela secundaria superior a la norteamericana. En cambio, la investigación científica en Estados Unidos es superior a la de Japón. Hoy en día la ciencia es un factor de peso que mide qué es lo que pasa en los países. Para las Naciones Unidas, hay tres factores que miden la formación del capital humano de un país: la alfabetización, el nivel de educación y el apoyo a los científicos.

—¿Qué aspectos positivos se perdieron de la educación de su época?

—Por un lado, la caída de los salarios hizo que la gente buscara otras profesiones. Los varones fueron desapareciendo del magisterio. Durante un tiempo, hubo un retroceso en el sentido de privilegiar una enseñanza escolástica, que ignoraba a Darwin y a Ameghino, y que ya había sido superada. Y una desvinculación de los problemas nacionales.

—¿En los países avanzados los programas son mejores?

He leído, por ejemplo, los programas de matemática de los colegios secundarios de Japón. No son para nada diferentes de los nuestros. Prácticamente son los mismos temas. Sólo que seguramente la exigencia es mucho mayor. En el Japón, el control de calidad nace en la escuela. Los chicos repiten los deberes hasta que les salen bien. No como acá, que “zafan”. Así que el único gran secreto es ese: hacer las cosas bien desde el principio.

—¿Por qué cree que hoy, habiendo democracia y con una universidad
abierta, no se repite una nueva “época de oro”?

—Es que ha habido un éxodo muy grande de graduados y eso no se resolvió. Las estadísticas indican que hay unos cincuenta mil investigadores fuera del país. Eso es monstruoso, es uno de los peores drenajes de cerebros que se conocen en el mundo. El hecho de que no se renueven los cuadros y no se incorpore la gente más destacada es lo que más daño le hace al sistema universitario.

—¿Qué desafíos enfrenta la universidad en la actualidad?

—La universidad tiene que reconquistar el lugar que le corresponde en la sociedad. La universidad pública, sobre todo, debe ser motivo de orgullo como también debe serlo el hospital público. La gente no puede permitir que esas instituciones desaparezcan. Y sin perder su autonomía, la universidad tiene que relacionarse con otros aspectos.

—¿En el sentido de una mayor vinculación entre universidad y empresa?

—En comparación con otros países, todavía es escasa. Y esto es así porque ni la universidad ni los empresarios han ejercitado una tradición de trabajo en común. El empresario es un personaje sumamente importante en la sociedad, pero a veces se lo ha mirado de manera despreciativa, como una categoría distinta de la académica. Por otro lado, cuando el empresario entiende bien qué le puede ofrecer la universidad se llegan a formar asociaciones muy productivas.

—¿Qué relación debe haber entre universidad y ciencia? ¿Debe hacerse ciencia en la universidad?

—Por supuesto. La universidad debe ser fuente de creación de trabajos originales, y éstos se deben hacer al compás de lo que sucede en el mundo. La universidad tiene una ventaja con respecto a otras instituciones: es una comunidad de profesores, graduados y estudiantes. Es autónoma, tiene poder de decisión. Pero presenta una falla y es su escasa vinculación social. La gente debería estar más al tanto de lo que se produce en las universidades. En Harvard, por ejemplo, editan boletines y libros muy accesibles con las investigaciones para que todo el mundo sepa qué están haciendo.

—Si volviera a ser Secretario de Ciencia y Técnica, ¿en qué aspectos insistiría?

—Seguiría la misma línea. Hay que recuperar a los investigadores que se fueron del país. Alentar la informática, la biotecnología. Insistiría mucho más en la vinculación con la agricultura y la ganadería porque creo que tenemos ciertas ventajas relativas que van a desaparecer si no se adoptan tecnologías más modernas para poder competir en el mercado internacional. Ese es el punto más débil. Pero de eso no se habla, como tampoco se habla de muchas otras cosas en este país.

—¿Qué hizo cuando terminó la gestión como Secretario de Ciencia y Técnica?

—Bueno, el trámite de la jubilación llevó bastante tiempo. El expediente desapareció y tuve que rehacerlo. Estuve muy ocupado y además volví a casarme.

—Su actual esposa, Katún Troise, es la hija de aquel médico que lo atendía de joven. Se casaron en 1991. ¿Eran amigos de antes?

Manuel Sadosky y Katún Troise
—Sí. Pero la historia de cómo nos volvimos a encontrar fue divertida. Durante años los dos vivimos en el mismo edificio, enfrente de la Escuela Normal Número 1. Ella en el primer piso y yo en el séptimo. Como siempre, los teléfonos no andaban. Ella tenía que llamar a su hija a Washington y entonces vino a probar a casa y así empezamos a conocernos a fondo. Nos casamos el 25 de febrero de 1991, en plena Guerra del Golfo. El juez del Registro Civil pensó que estábamos dando un ejemplo de civilidad y nos felicitó. ¡Él había visto que vivíamos en el mismo edificio y pensó que estábamos regularizando la relación después de un montón de años!

—¿En qué ocupa su tiempo? ¿Cómo es un día habitual?


—Veo amigos, leo, comparto el día con mi mujer. En fin, me mantengo bastante activo.

—¿Lee usted mucho?

—Bastante, los diarios por empezar y siempre tengo en danza uno o dos ensayos, alguna novela, revistas de cultura. Me impresionó mucho La Argentina autoritaria, de David Rock. No conocía a ese autor y ahora estoy convencido de que es importante. Leo muchas biografías. Ahora estoy con una obra sobre Leibniz, pero matizo con otras cosas. Me gustaron esas correspondencias con Voltaire que acababa de publicar Fernando Savater, porque siempre me interesaron los temas de la Revolución Francesa.

—¿Quiénes son sus amigos? ¿Con quiénes suele encontrarse?

—Me veo con amigos y con mi familia de City Bell. Mis amigos son los de toda la vida y también sus hijos y sus nietos. Desde hace años nos reunimos todos los miércoles Sara Rietti, Rebeca Guber, Héctor Ciapuscio, Silvio Kovalsky. Me veo seguido con Guido Yagupsky y su mujer, que fueron alumnos míos.

Con Sara Rietti y Rebeca Guber, cumpleaños 75
(foto suministrada por Hugo Scolnik)
—Su hija es matemática, como los padres, y se recibió en la Argentina. ¿Ella piensa regresar?

—Pensaba, pero las condiciones de estabilidad nunca se dieron. Ella hizo la licenciatura aquí y después obtuvo una beca para hacer el doctorado en Chicago.

—¿Se ha resignado a ver crecer a su nieta en Estados Unidos?

—Ella ahora terminó el college y le fue muy bien. Estudió en Chicago, en Ciencias Sociales. A Cora Sol le interesa mucho la problemática latinoamericana, o sea que no está desvinculada.

—Cuando viaja a Estados Unidos, ¿va a visitar a su hija?

—Sí, claro, y vivo en su casa. En la casa de ella y en la de Graciela, la hija de Katún. Las dos viven en Washington.

—Ahora está planeando un viaje. ¿Qué piensa hacer cuando llegue allá?

—Ver gente amiga. Encontrarme con mis estudiantes otra vez. Ellos ahora son periodistas, pintores, físicos. Cuando he ido la he pasado muy bien. Converso con la gente. Hay museos que visito. Obras que me interesan y es grato volver a verlas.

—¿Piensa usted en la muerte?

—No es lo que más me preocupa. Con Cora teníamos una filosofía especial sobre la vida y la muerte. Ella fue a la fosa común. Solíamos decir que en esta sociedad no se les lleva comida a los muertos por vergüenza, ya que la gente, en ese sentido, sigue con las ideas de la época de los egipcios…

—¿Alguna vez le ha preocupado no contar con medios para afrontar una adversidad?

—¿Sabe que no? El hospital público me salvó la vida dos veces: cuando nací y otra hace poco, cuando me operaron de cáncer de piel. Siempre he tenido cerca profesionales excelentes que me atendieron con total dedicación, sin que eso implicara gastos.

—Lo ha dicho al principio, usted es un tipo de suerte.

—Así es. Así me siento hoy.

A los ochenta años, ¿aprueba el dicho que asegura que en la vida lo importante es “la salud, el dinero y el amor”?

—¡No! De ninguna manera lo del dinero. La salud sí y el amor también. Y en todo caso la solidaridad, en lugar del dinero. Es un retroceso histórico creer que se han enterrado las ideas de cooperación y que lo único que vale es algo así como la ley de la selva.

Creo que el desafío del futuro ha de ser éste: construir sociedades más solidarias. Imprimir ese sentimiento en todos los individuos y para esto no basta sólo con la ciencia y la tecnología. Como dijo un escritor: “Se necesita un suplemento de alma”. Y eso se puede lograr.

Con Katún
(foto suministrada por Hugo Scolnik)

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